Por Leandro Morgenfeld (Tektónikos, 5 de octubre 2023)
El próximo 5 de noviembre sabremos, de
no mediar ningún conflicto electoral similar al de 2020, si Donald Trump
vuelve a la Casa Blanca o si Kamala Harris, la actual vice, será la
primera presidenta de Estados Unidos. En un mundo convulsionado, en el
que emergen conflictos y se velan las armas, exploramos en este artículo
qué puede esperar América Latina y el Caribe en caso de que gane uno u
otra. Empecemos por repasar la política interamericana de Estados Unidos
cuando fueron presidente (Trump, 2017-2021) y vicepresidenta (Harris,
2021-2024).
Trump y América Latina
Desde que asumió, en enero de 2017, Trump procuró, con una estrategia
en parte distinta a la de sus antecesores, restablecer el poder de
Estados Unidos en América Latina y el Caribe. Apeló más al hard que al
soft power, reivindicó nuevamente la doctrina Monroe y optó por
privilegiar los vínculos bilaterales, en detrimento de las instancias
multilaterales. Para atacar a los países no alineados, en especial a
Cuba y a Venezuela, el magnate neoyorquino buscó subordinar a los
gobiernos neoliberales, que a su vez quedaron descolocados por su
prédica proteccionista y crítica a la globalización neoliberal que
impulsó Estados Unidos desde los años setenta del siglo pasado.
Más allá de su desdén hacia los latinos -blanco de su xenófobo
discurso, que ahora refuerza todavía más- y las agresivas declaraciones
contra Cuba y Venezuela, en sus primeros doce meses en la Casa Blanca
Trump no había clarificado su política hacia América Latina y el Caribe.
Con su discurso en Texas, el 1 de febrero de 2018, antes de su primera
gira por la región, el entonces secretario de Estado Rex Tillerson
propuso una reafirmación de la doctrina Monroe. En forma cínica, se
refirió a las actitudes imperiales de China y Rusia, retomó la
anacrónica retórica paternalista –que supone que Estados Unidos debe
enseñarnos a construir sistemas políticos democráticos– y procuró
comprometer a los gobiernos derechistas en su ataque contra los países
bolivarianos: “América Latina no necesita nuevas potencias imperiales
que solo pretenden beneficiarse a sí mismas. El modelo de desarrollo con
dirección estatal de China es un resabio del pasado. No tiene que ser
el futuro de este hemisferio. La presencia cada vez mayor de Rusia en la
región también es alarmante, pues sigue vendiendo armas y equipos
militares a regímenes hostiles que no comparten ni respetan valores
democráticos”.
Tras su extenso discurso, en una sesión de preguntas con académicos
de esa universidad, el jefe de la diplomacia estadounidense reivindicó
la doctrina que el exsecretario de Estado John Kerry había dado por
muerta en 2013: “En ocasiones nos hemos olvidado de la doctrina Monroe y
de lo que significó para el Hemisferio. Es tan relevante hoy como lo
fue entonces”.
El anacrónico discurso de Tillerson, con un claro sesgo injerencista y
paternalista, pudo tener acogida en los gobiernos ultraderechistas,
como el de Bolsonaro, que tienen afinidad ideológica con ese discurso
más propio de la guerra fría y que permanentemente esgrimen el modelo
político y económico estadounidense como el que hay que imitar, pero no
entre los pueblos, que rechazan la prédica y prácticas xenófobas y
anti-latinas del trumpismo. Reafirma una tradición secular, pero a la
vez le imprime un tono y un estilo que genera urticantes polémicas. Por
ejemplo, cuando en una reunión con legisladores en la que discutía la
reforma migratoria, el 12 de enero de 2018, Trump se refirió a El
Salvador y Haití, además de otros países africanos, como “países de
mierda”, esto produjo una crisis diplomática y quejas de múltiples
políticos dentro y fuera de Estados Unidos.
En los meses siguientes, Trump debía concretar su primera visita a la
región, pero volvió a imponerse lo imprevisto. Iba a asistir a la VIII
Cumbre de las Américas (Lima, 13 y 14 de abril de 2018), pero solo tres
días antes del inicio de la misma canceló su participación. Al mismo
tiempo que en la capital peruana se realizaba la gala de recepción de
los mandatarios participantes, Trump convocó a una conferencia de prensa
en la que anunció que en ese momento estaba bombardeando Damasco, la
capital siria.
Si en sus primeros meses al frente de la Casa Blanca Trump confirmó
su afán disruptivo para el orden neoliberal, en su segundo año
profundizó los conflictos: quebró la cumbre del G7 realizada en Canadá
el 8 y 9 de junio, decidió la salida de Estados Unidos del acuerdo
nuclear con Irán, trasladó la embajada estadounidense de Israel a
Jerusalén y aceleró la guerra comercial con China y la Unión Europea.
Tras el reemplazo de Tillerson por Mike Pompeo al frente del
Departamento de Estado y el nombramiento de John Bolton como asesor de
Seguridad Nacional, los halcones ganaron peso en la Casa Blanca y
profundizaron la política agresiva e injerencista contra Venezuela, Cuba
y Nicaragua.
En ese contexto crítico, alinearse con alguien como Trump pareció
tener un costo para las derechas latinoamericanas. Enfrentado por
mujeres, inmigrantes, afroamericanos, latinos, musulmanes, estudiantes,
ecologistas, sindicatos, organismos de derechos humanos y la izquierda
en Estados Unidos, tenía una pésima imagen en el exterior. En los
primeros días de 2018, por ejemplo, tuvo que suspender la proyectada
visita a Londres, ante la alternativa de tener que enfrentar masivas
movilizaciones de repudio a su presencia, y se vio envuelto en un
escándalo diplomático internacional cuando se filtraron sus insultos a
inmigrantes de distintos países africanos y americanos.
En marzo de 2018 Trump anunció la suba de aranceles a las
importaciones de acero (25%) y aluminio (10%), sentando un precedente
para lo que podría derivar en una cada vez más probable guerra comercial
a escala global (Krugman, 2018). El 6 de marzo renunció Gary Cohn como
jefe de asesores económicos, privando a la Casa Blanca de un referente
del establishment pro libre comercio, tras lo cual se profundizó la
“guerra comercial” con China, con consecuencias económicas muy negativas
para América Latina.
En los meses siguientes, la administración Trump avanzó en su
ofensiva contra los gobiernos latinoamericanos no alineados. Ya como
funcionario, en noviembre de 2018, Bolton planteó la existencia de un
nuevo eje del mal, la troika de la tiranía o el triángulo del terror:
Cuba, Venezuela y Nicaragua. En abril de 2019, la Administración Trump
resolvió endurecer las sanciones contra estos países. Bolton anunció
estas sanciones en un airado discurso en Miami, en el que calificó
despectivamente a sus presidentes como “los tres chiflados del
socialismo”. Hablándole a veteranos de guerra que combatieron en la
invasión de la Bahía de Cochinos, Cuba, en 1961, para derrocar a Fidel
Castro, señaló: “Bajo este Gobierno, no arrojamos salvavidas a
dictadores: se los quitamos. (…) Hoy proclamamos con orgullo y en voz
alta que la doctrina Monroe está viva y goza de buena salud” (Infobae,
17 de abril de 2019).
Entre muchas otras acciones de injerencia, Estados Unidos estuvo
detrás del intento de golpe del 30 de abril de 2019 contra Venezuela,
que no tiene nada que ver con defender la democracia, la libertad ni los
derechos humanos, sino con controlar el petróleo y recuperar la
hegemonía en su patio trasero, no solo en detrimento de la creciente
influencia de China y Rusia, sino también de la coordinación y
cooperación política que supo darse Nuestra América a principios del
siglo XXI.
Biden-Kamala y la frustrada Cumbre de las Américas 2022
Cuando asumieron, en enero de 2021, los demócratas Joe Biden y Kamala
Harris imaginaron que la IX Cumbre de las Américas, que originalmente
se iba a concretar en el primer cuatrimestre de ese año, sería el ámbito
ideal para el relanzamiento de las relaciones con América Latina y el
Caribe luego del rechazo regional cosechado por Trump. Sin embargo, el
cónclave de Los Ángeles resultó en un fracaso político para la Casa
Blanca. Nuestra América, en tanto, se encontró ante una nueva
oportunidad para relanzar la coordinación política regional y unificar
una estrategia emancipatoria, en el marco de la derrota electoral de
gobiernos derechistas aliados a Washington.
Biden, como representante de la fracción globalista de la clase
dominante estadounidense, asumió el intento –infructuoso– de revertir la
crisis de hegemonía estadounidense. Desde el inicio de su gobierno
procuró recomponer el alicaído multilateralismo unipolar, a diferencia
de Trump, que había promovido el unilateralismo unipolar, desdeñando los
ámbitos multilaterales como la ONU, la OEA o el G20. Por eso, ni bien
asumió, el demócrata declaró pomposamente que “Estados Unidos estaba de
vuelta”. La IX Cumbre de las Américas, insinuaba, sería el escenario
perfecto para relanzar el vínculo con América Latina y el Caribe, así
como lo había hecho Obama en la Cumbre de Trinidad y Tobago en 2009,
pocos meses después de llegar a la Casa Blanca, luego del traspié que
había significado el NO al ALCA en Mar del Plata cuatro años antes.
Justamente, Biden se jactaba de haber visitado dieciséis veces la región
durante sus ocho años como vice de Obama, a diferencia de Trump que no
viajó al sur del Río Bravo en todo su mandato, salvo para la fugaz
visita a Buenos Aires el 30 de noviembre de 2018, para asistir a la
Cumbre presidencial del G20.
Sin embargo, la esperada reunión de Los Ángeles se concretó en un
momento muy inoportuno para Estados Unidos, luego del bochornoso retiro
de Afganistán en 2021, que implicó una humillación para el imperio tras
dos décadas de ocupación de ese país (que se suma a la incapacidad de
haber concretado la caída de los gobiernos de Venezuela y Siria,
hostigados de todas las formas posibles). A la crisis global que
profundizó la pandemia se le sumó la guerra en Ucrania, luego de que
Rusia reaccionara ante la creciente presión de la OTAN y decidiera una
intervención militar, el 24 de febrero de 2022. Esta coyuntura disparó
los problemas económicos internos en Estados Unidos (la mayor inflación
en 40 años obligó a la Reserva Federal a subir las tasas de interés,
alentando un enfriamiento de la economía) y el acelerado deterioro de la
imagen del gobierno demócrata, cuyo partido perdió el control de la
Cámara de Representantes en las elecciones de medio término de noviembre
2022.
Intentando un delicado equilibrio entre necesidades internas y
externas, Biden cedió a las presiones del senador republicano Marco
Rubio, del senador demócrata Bob Martínez y el entonces presidente del
BID, el trumpista Mauricio Claver-Carone, y resolvió que solo invitaría a
los líderes “elegidos democráticamente”, excluyendo a los mandatarios
de Cuba (había vuelto a las Cumbres de las Américas en 2015), Venezuela
(había sido excluida en la de Lima) y Nicaragua. El mantener la política
de Trump de asediar a la llamada “troika del mal” desató un vendaval
político en el continente y signó la suerte de la cumbre. Además,
Estados Unidos, en términos económicos, no tiene casi nada para ofrecer a
la región, frente a una China que avanza imparablemente como socio
comercial, prestamista e inversionista en todo el continente. Washington
pretende que los países latinoamericanos se le subordinen en su disputa
global con Pekín y Moscú, pero, a diferencia de lo que ocurrió en los
años noventa del siglo XX, ya no tiene ni un proyecto (el ALCA o luego
el Tratado Transpacífico) ni el peso económico que ostentaba hace
algunos años.
Cuando el 2 de mayo de 2022 el subsecretario de Estado Brian Nichols
reiteró que los gobiernos que “no respetan la carta democrática” no
serían invitados, se le plantó a Estados Unidos el entonces presidente
mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien tras visitar Cuba
declaró que no viajaría a Los Ángeles si se imponían restricciones a la
participación de países soberanos. Pronto lo secundaron los integrantes
de la Comunidad del Caribe (CARICOM), el presidente boliviano Luis Arce y
la presidenta hondureña Xiomara Castro. A partir de ese momento, y
frente a la posibilidad de que la cumbre no se realizara, la
Administración Biden se vio obligada a realizar intensas gestiones
diplomáticas, incluidos los viajes de la primera dama Jill Biden (visitó
Ecuador, Costa Rica y Panamá) y del exsenador Chris Dodd (asesor
especial del presidente para la Cumbre), para evitar que el boicot la
hiciera naufragar. Logró que Bolsonaro finalmente viajara –a cambio de
una reunión bilateral con su par estadounidense– y comprometió la
asistencia de Gabriel Boric y Alberto Fernández, quienes, si bien
criticaron la decisión del Departamento de Estado, no se plegaron a
AMLO. El 27 de mayo, en tanto, los jefes de Estado del ALBA-TCP –alianza
creada en 2004 como proyecto alternativo al ALCA– se reunieron en La
Habana para repudiar las exclusiones y enviar un mensaje a Estados
Unidos.
Ante la ausencia de muchos mandatarios de la región (finalmente solo
terminaron asistiendo 23 de 35, resultando la edición de la cumbre con
más faltazos a nivel presidencial), la participación o no de Alberto
Fernández cobraba especial relevancia. Si se unía a AMLO, a Luis Arce y a
Xiomara Castro, quienes cumplieron su palabra y no viajaron a Los
Ángeles, el golpe a la Cumbre hubiera sido letal (también faltaron, por
otros motivos, los gobiernos derechistas de Guatemala y El Salvador, que
eran fundamentales porque junto con México son claves para resolver la
crisis migratoria que preocupa a la Casa Blanca). En los días previos,
el presidente argentino subió el tono de las críticas a Estados Unidos.
Sin embargo, tras el llamado telefónico de Biden y la promesa de una
visita a la Casa Blanca, el presidente argentino anunció que asistiría a
la Cumbre, rompiendo en los hechos la sintonía diplomática que se venía
cultivando con México desde la formación del Grupo de Puebla y que fue
importante, por ejemplo, para lograr la salida con vida de Evo Morales y
Álvaro García Linera tras el golpe de Estado en Bolivia en 2019.
De todas maneras, y si bien viajó a Los Ángeles, el tono del discurso
de Alberto Fernández, como presidente pro témpore de la CELAC, fue
extremadamente duro. Señaló que el país anfitrión no podía ejercer el
derecho de admisión, pidió reemplazar a Luis Almagro en la OEA por su
apoyo al golpe contra Evo (“se ha utilizado a la OEA como un gendarme
que facilitó un golpe de Estado en Bolivia”) y reclamó que la dirección
del BID debía volver a manos de un latinoamericano. También llevó el
reclamo por la soberanía de Malvinas: criticó que el logo de las Cumbre
no las incluyera.
Las múltiples ausencias, más los discursos críticos –especialmente el
del canciller mexicano, quién sí viajó a Los Ángeles–, el escrache
contra el golpista Luis Almagro el martes 7 de junio –repudiado como
“asesino”, “mentiroso” y “títere de Washington”–, la Cumbre de los
Pueblos y la movilización callejera en contra de las exclusiones
muestran que Estados Unidos ya no puede imponer su voluntad como antes.
El problema es que falta desplegar una estrategia regional articulada y
recuperar la iniciativa. La UNASUR, convaleciente luego del retiro de
los gobiernos derechistas alineados con Estados Unidos durante la
llamada restauración conservadora, y la CELAC podrían ser un ámbito para
avanzar hacia una mayor coordinación política e integración regional.
El viernes 10 de junio, Biden cerraba el encuentro de presidentes con
la firma de la Declaración de Los Ángeles y algunas limitadísimas
promesas de ayuda económica para contener a los migrantes y ampliar a
veinte mil los refugiados anuales que aceptará Estados Unidos. En
realidad, hay una militarización de la problemática, ya que Estados
Unidos pretende sumar a México y Colombia como aliados principales
extra-OTAN, o sea, subordinarlos a la estrategia de Washington contra
los otros polos de poder global. En el discurso oficial aparecieron las
habituales apelaciones a la democracia, la seguridad hemisférica, el
libre mercado, los derechos humanos y la inversión privada. Sin embargo,
esta vez, Estados Unidos fracasó en imponer el dominio paternalista que
se desprende de la doctrina Monroe.
El traspié no solo ocurrió a nivel gubernamental, sino que, por
abajo, y en estrecha relación con las luchas que hicieron retroceder a
los gobiernos neoliberales desde 2018, crece también la articulación de
las resistencias, como se vio en la Contracumbre de los Pueblos
realizada en Los Ángeles. En Ciudad de México, esa misma semana, miles
de académicos y activistas se reunieron en la Conferencia
Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales para pensar y debatir
cómo construir ese otro mundo posible. El mismo día que cerraba el
cónclave de mandatarios en Estados Unidos, más de cien mil personas
colmaron el Zócalo de la capital azteca para escuchar al cubano Silvio
Rodríguez, en el más que simbólico cierre del evento organizado por
CLACSO. Como señaló Álvaro García Linera, en una entrevista desde
México: “Hay, de América Latina hacia Estados Unidos, pérdida de miedo y
hasta falta de respeto ante el poderoso. Se ha desvanecido la idolatría
y sumisión voluntaria de las élites políticas hacia lo norteamericano.
Era una especie de cadena mental que te amarraba a mover tu cabeza
siempre diciendo sí a lo que decía Estados Unidos. Ahora no lo oyes. Te
vas. No vienes. Dices lo que quieras. Los otros nos desprecian y
nosotros les hemos perdido el respeto. México ha liderado este
divorcio”. La anfitriona de ese evento masivo fue la entonces Jefa de
Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, quien justamente
esta semana acaba de colmar el Zócalo, el 1 de octubre, cuando asumió
como la primer presidenta en la historia de ese país, tras el sexenio de
AMLO.
¿Qué prometen Trump y Kamala para América Latina?
Al igual que en 2016, Trump volvió a elegir estigmatizar a los
inmigrantes indocumentados, sobre todo a los latinos, para la campaña
electoral. Promete llevar adelante la deportación más grande de la
historia y blindar la frontera con México. Forzó a los senadores
republicanos para que rechazaran un acuerdo fronterizo bipartidista al
que se había llegado a principios de este año, optando por defender sus
propuestas de línea dura. Su candidato a vice, J. D. Vance, repitió este
martes, en el debate vicepresidencial, la información errónea de que
hay 25 millones de indocumentados en Estados Unidos, más del doble que
la cifra oficial registrada.
Trump sostiene que procurará retomar los lineamientos de su anterior
mandato, vinculando la seguridad nacional de Estados Unidos con el
crecimiento económico del resto del continente, a través de la
iniciativa “América Crece”, que prometía inversiones en energía e
infraestructura, e impulsó al capital privado estadounidense en el resto
de América Latina, para competir con las inversiones chinas, y con la
dependencia de los organismos multilaterales de crédito, vilipendiados
por el candidato republicano.
El argumento de Mauricio Claver Carone,
uno de los principales asesores de Trump en la política hemisférica, es
que los demócratas abandonaron la región, por involucrarse en
conflictos globales: “Para ser justos con Biden, no tuvo mucho que
ofrecer en relación con las Américas en el discurso sobre el Estado de
la Unión de 2024 debido a sus políticas equivocadas. Además, bajo su
mandato, el mundo se ve nuevamente consumido por las crisis globales en
Ucrania, Oriente Medio y el Mar de China Meridional. Los enemigos de
Estados Unidos en Rusia, China, Irán y Corea del Norte han aprovechado
las distracciones y han unido fuerzas para diluir la capacidad de
Estados Unidos de responder a conflictos globales simultáneos”.
Mientras Estados Unidos pierde relevancia económica en la región,
excepto en México, China viene avanzando aceleradamente. El comercio
global entre el gigante asiático y América Latina fue de 475.259
millones de dólares en 2023 (280.632 importaciones y 194.627 millones
exportaciones). El total de inversiones de origen chino fue de 147.900
millones de dólares, de las cuales 130.100 fueron no-financieras. Ni
Trump ni Biden-Kamala lograron revertir esta tendencia cuando gobernaron
en los últimos ocho años.
Más allá de las promesas de uno u otra -exiguas en tanto en la
campaña hubo casi nulas referencias a la región, salvo para agredir a
Cuba y Venezuela o para plantearla como el origen de la invasión de
inmigrantes latinos ilegales-, lo cierto es que ambos candidatos ya
fueron gobierno recientemente. En un momento de declive relativo,
Estados Unidos refuerza la presión militar y diplomática para sostener
su histórico dominio en Nuestra América. En la actualidad, tal como se
establece en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2022, Estados Unidos
aplica la disuasión integrada. No es casual entonces que, en 2023,
justo en el bicentenario de la doctrina Monroe, Laura Richardson, la
jefa del Comando Sur, haya declarado que la región era fundamental para
Estados Unidos por los apetecidos recursos naturales que posee, en
particular litio, petróleo, cobre, oro y agua dulce, así como la
biodiversidad del Amazonas. Pero tiene poco para ofrecer en materia
económica. El caso argentino es elocuente. Pese a la política de
sumisión total a Washington desplegada por Javier Milei, recientemente
está iniciando un giro para atraer inversiones y financiamiento por
parte de China, ante los nulos resultados conseguidos por el equipo
económico liderado por Caputo (otra vez, como durante la gestión Macri,
no hubo “lluvia de inversiones”).
¿Para América Latina da igual que gane Trump o Kamala Harris?
Lo primero que hay que decir es que la estrategia estadounidense de
mantener a su patio trasero como su área de influencia, defender sus
bases militares y los intereses de sus corporaciones y atacar a los
gobiernos, actores sociales y políticos que promuevan una integración
latinoamericana autónoma es un objetivo compartido por todo el
establishment estadounidense desde el establecimiento de la doctrina
Monroe (1823).
Las diferencias son en las tácticas y las modalidades empleadas, en
el uso de hard (Trump) o soft power (Kamala), en apelar más al
multilateralismo (Kamala) o al bilateralismo (Trump) y en la retórica
más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba. Tener esto en claro es
fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a
quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva política “entre
iguales” con los países de la región. Dicho esto, hay diferencias.
La vuelta de Trump a la Casa Blanca potenciaría a las ultraderechas,
como ocurrió con Jair Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa
Blanca, difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el
poder. Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier
política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra
los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las
diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos
originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el
extractivismo). Cuatro años más de Trump implicarían un corrimiento
todavía mayor hacia a la (ultra)derecha en todo el mundo, y en especial
en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega
acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó
(todavía) guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional
ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos
implica un peligro enorme para la región, que hoy podemos padecemos en
Argentina y El Salvador, por poner dos ejemplos claros. Una derrota de
Trump sería también un revés para quienes, con una retórica propia de la
guerra fría, acusan a todos de socialistas intentando bloquear
cualquier perspectiva emancipatoria a nivel local, nacional, regional e
internacional. Una derrota de Trump dejaría más solo a Milei. El pasado
lunes hubo dos fotos elocuentes al respecto. Por un lado, el presidente
argentino saliendo al balcón de la Casa Rosada, ante una plaza vacía,
con el presidente salvadoreño Nayib Bukele, ambos fervorosos admiradores
de Trump y de Elon Musk. Ese mismo día AMLO, con un 70% de imagen
positiva, se despedía de la presidencia de México junto a los
presidentes de Brasil, Colombia, Cuba, Chile, Honduras, Guatemala y
Belice, para recibir a Claudia Sheinbaum. Dos orientaciones antagónicas
en Nuestra América, que enfrentarán distintos escenarios, de acuerdo a
quién controle la Casa Blanca.