martes, 4 de octubre de 2022

"Cumbre de las Américas: la respuesta latinoamericana ante la embestida de Biden"

 


 


Foro, Revista de la Fundación Foro Nacional por Colombia, Bogotá, Número 107, septiembre de 2022, pp. 93-100. ISSN 0121-2559.

Cumbre de las Américas: la respuesta latinoamericana ante la embestida de Biden

Por Leandro Morgenfeld

 

Desde 1994, las Cumbres de las Américas sirven como termómetro para medir la temperatura de las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos del sur. Cuando asumió, en enero del año pasado, Joe Biden imaginó que la novena edición de estos encuentros de mandatarios sería el ámbito ideal para el relanzamiento de las relaciones con América Latina y el Caribe. El Hemisferio Occidental, como se refieren formalmente a su patio trasero, es fundamental para la proyección imperial estadounidense y para seguir sosteniendo su hegemonía global, debilitada por el ascenso de China y otros actores de peso, como Rusia y la India, que articulan en el grupo BRICS. Sin embargo, el cónclave de Los Ángeles resultó en un fracaso político para la Casa Blanca y desnudó los límites que enfrenta a la hora de sostener su histórico dominio. Nuestra América, en tanto, tiene una nueva oportunidad para relanzar la coordinación política regional y unificar una estrategia para ampliar sus márgenes de autonomía, en el marco de la derrota electoral de gobiernos derechistas aliados a Washington, entre el que se destaca el de Colombia.

 

El escenario que se abrió tras la derrota de Trump y la llegada de Biden

 

A pesar de la alternancia entre demócratas y republicanos, los objetivos estratégicos de Estados Unidos hacia la región se mantienen desde hace dos siglos, cuando se planteó la Doctrina Monroe (1823): alejar a las potencias extra-hemisféricas, mantener el control del patio trasero y tratar de evitar que avance cualquier proyecto de coordinación política e integración latinoamericana. Divide y reinarás. El llamado “gobierno permanente de las grandes corporaciones”, el complejo militar-industrial y de inteligencia y el equilibrio de pesos y contrapesos bloquea cualquier alternativa de cambio real, como la que podía haber expresado Bernie Sanders, quien sí fue muy crítico del injerencismo estadounidense. Ante cada cambio de los inquilinos de la Casa Blanca, hay más continuidades que las aparentes. Tener esto en claro es fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva relación “entre iguales” con los países de la región.

Sin embargo, para la América Latina no daba igual que ganase Trump o Biden en noviembre pasado[2]. Comparten objetivos, pero existen diferencias en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Biden), en apelar más al bilateralismo (Trump) o al multilateralismo (Biden) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba. El actual presidente se enmarca en la corriente que adscribe al “internacionalismo liberal”, o sea a la fracción globalista de la clase dominante estadounidense.

La reelección de Trump hubiera potenciado a las ultraderechas, como ocurrió con Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca, es difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el poder. Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump hubieran implicado un corrimiento todavía mayor hacia a la derecha en todo el mundo, y en especial en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos hubiera implicado un peligro enorme para la región. La derrota de Trump y su política del garrote, entonces, debilita al gobierno de Brasil y a todas las fuerzas y líderes, en cada país de la región, que se referenciaban en ellos[3].

Para América Latina esto puede significar una enorme oportunidad. La vuelta al poder de Luis Arce y el MAS en Bolivia, de Pedro Castillo en Perú, de Gabriel Boric en Chile y de Gustavo Petro en Colombia, más el retorno de Lula como posible candidato en Brasil en 2022, auguran un nuevo ciclo de protagonismo de los pueblos y las fuerzas sociales y políticas radicales y progresistas en la región, luego de las enormes movilizaciones de los últimos meses del 2019, pausadas por el estallido de la pandemia.

Como señaló Evo Morales el lunes 19 de octubre de 2020, horas después del contundente triunfo electoral, es el momento de reconstruir la UNASUR y demás herramientas regionales de coordinación y cooperación política, atacadas por gobiernos derechistas en los últimos años. Álvaro García Linera, hace algo más de dos años y, frente a tantos agoreros que pronosticaban una robusta restauración conservadora, pronosticó que no habría un largo invierno neoliberal ya que, a diferencia de los años noventa de siglo pasado, cuando se impuso el llamado Consenso de Washington, el neoliberalismo del siglo XXI no tenía un proyecto. Parecía, más bien, un “neoliberalismo zombi”, con poco combustible. La crisis hegemónica del imperio –en cuyo seno miles y miles de jóvenes que simpatizan con el socialismo se lanzan a la participación política– genera condiciones para que el renovado protagonismo de los pueblos latinoamericanos impulse un cambio histórico y ponga en marcha la construcción de la tantas veces anhelada Patria Grande. La región podrá aprovechar la circunstancia de que el gobierno estadounidense deberá abocarse mucho más a las fracturas domésticas que a la proyección hegemónica global.

 

Smart power y multilateralismo para afrontar los desafíos geopolíticos

 

Cuando a principios de febrero de 2021 dio su primer discurso en el Departamento de Estado, Biden declaró pomposamente: “Estados Unidos ha vuelto. La diplomacia está en el centro de nuestra política exterior”. Allí expuso los lineamientos: caracterizó a China como su “mayor competidor” (“Enfrentaremos los abusos económicos de China, contrarrestaremos su acción agresiva y coercitiva para rechazar el ataque de China a los derechos humanos, la propiedad intelectual y la gobernanza global. Pero estamos listos para trabajar con Beijing cuando sea de interés para Estados Unidos hacerlo”), endureció el tono con Rusia (“Le dejé en claro al presidente Putin, de una manera muy diferente a la de mi predecesor, que los días en que Estados Unidos se volcaba ante las acciones agresivas de Rusia, interfiriendo con nuestras elecciones, ciberataques, envenenando a sus ciudadanos, se acabaron”), denunció violaciones de derechos humanos, exaltó a las agencias de seguridad estadounidenses y planteó que cooperaría con el resto del mundo. Al mismo tiempo, realizó tres anuncios, que en parte modifican orientaciones de su antecesor: aumentó el límite de refugiados admitidos (de 15.000 a 125.000), el fin del apoyo de Estados Unidos a la ofensiva de sus aliados en la guerra de Yemen y el freno a la retirada de tropas estadounidenses de Alemania[4].

            Más allá de mantener el objetivo geopolítico de frenar el avance chino, la estrategia es parcialmente distinta a la de Trump. Apeló a la cooperación internacional, y al fortalecimiento de las alianzas tradicionales, aunque también a la posibilidad de entendimientos con Moscú y Pekín: “Liderar con la diplomacia significa trabajar codo a codo con nuestros aliados y socios clave de nuevo. (...) Al liderar con diplomacia, también debemos trabajar con nuestros adversarios y competidores de forma diplomática, cuando esté en nuestro interés y en el de la mejora de seguridad del pueblo estadounidense”. Como ejemplo, señaló el acuerdo entre Estados Unidos y Rusia para extender, por otros cinco años, el tratado de armas nucleares Start.

            En esa línea, remarcó la vuelta de Estados Unidos al Acuerdo de París y la cumbre multilateral sobre el cambio climático, realizada el 22 y 23 de abril, para la cual convocó a líderes de los cinco continentes. Estados Unidos también volvió a la Organización Mundial de la Salud (OMS), bastardeada por Trump. En las últimas semanas se están intentando reflotar, además, las negociaciones con Irán, en función de volver a un acuerdo nuclear, como el logrado durante la Administración Obama, del que Trump se había retirado.

            Para comandar la política exterior, Biden eligió a Antony Blinken, uno de sus asesores más cercanos, quien ofició como el “número dos” del Departamento de Estado entre 2015 y 2017. Ya hace casi dos décadas que trabaja con el ahora presidente, desde que en el senado participaba en el Comité de Relaciones Exteriores, y luego ofició como su asesor de seguridad nacional durante sus ocho años como vicepresidente de la Administración Obama. Conocido eurófilo y ferviente multilateralista, el actual jefe de la diplomacia estadounidense augura una orientación similar a la que se desplegó durante el último gobierno demócrata. Su estrategia se centrará en intentar restablecer los lazos con los aliados tradicionales de Estados Unidos –muchos de ellos fustigados por Trump- y privilegiar los foros multilaterales desdeñados por el antecesor de Biden.

 

La política hacia América Latina y el Caribe

 

Biden, desde que asumió, está intentando mejorar la alicaída imagen de su gobierno en la región, apelando al multilateralismo –previsiblemente, utilizará su condición de anfitrión en la Cumbre de las Américas 2021 para escenificar un nuevo vínculo más respetuoso y menos prepotente hacia los países de la región-, retomará cierto diálogo con Cuba (aunque por ahora no dio señales de dar marcha atrás con el endurecimiento que se registró durante la Administración Trump) y mantendrá las presiones y sanciones contra Venezuela, pero quizás con una estrategia que involucre a más actores internacionales (la Unión Europea y, quizás, algunos gobiernos latinoamericanos).

A diferencia de Trump, quien no visitó la región durante sus cuatro años en la Casa Blanca (excepto el fugaz viaje a Buenos Aires, pero para asistir a la cumbre de mandatarios del G20 en noviembre de 2018), Biden viajó 16 veces a América Latina y el Caribe durante los ocho años en los que secundó a Obama. Seguramente priorizará el diálogo con nuevos interlocutores, como Alberto Fernández, en vez de Jair Bolsonaro, quien atraviesa un momento de gran debilidad, producto de su pésimo manejo de la crisis sanitaria y de haber perdido a su principal referente y casi único sostén internacional, Trump. Avanzará con la siempre postergada reforma migratoria –que involucra a millones de hispanos, denostados por su antecesor- y ampliará la agenda de temas en las relaciones interamericanas –incluyendo lo vinculado a lo medioambiental-. Obviamente, el objetivo seguirá siendo contener la creciente presencia china, pero con herramientas y recursos parcialmente distintos a los empleados por la saliente administración republicana.

Por el tema migratorio, habrá un énfasis especial en el vínculo con el triángulo México-Centroamérica-Caribe (Biden prometió destinar 4.000 millones de dólares a América Central, como parte de una estrategia para reducir los incentivos para emigrar hacia Estados Unidos) y se espera que, de alguna manera, se retome el proceso de normalización de las relaciones con Cuba, que había iniciado Obama en su segundo mandato y fue congelado y parcialmente revertido durante la Administración Trump, por presión del lobby de Miami y en particular del senador Marco Rubio. En América del Sur, la prioridad será encontrar una manera de forzar la salida de Nicolás Maduro, tras el fracaso de la estrategia de Trump y Guaidó (aunque la Administración Biden sigue reconociéndolo como “presidente encargado”, a diferencia de la Unión Europea), y a la vez reorientar las relaciones con el gobierno de Bolsonaro, con el que existe una débil afinidad ideológica y diferencias por las políticas medioambientales, fundamentalmente en torno a la desforestación de la Amazonia.

 

La expectativa por la Novena Cumbre de las Américas

 

Para poner en contexto el análisis de la cumbre necesario, en primer lugar, realizar un diagnóstico adecuado de la situación mundial. La pandemia aceleró el proceso de transformaciones geopolíticas que se iniciaron a principios de este siglo y se potenciaron a partir de la crisis de 2008, entre las que se destacan la crisis de la hegemonía estadounidense, el ascenso de Asia-Pacífico en general y China en particular, la crisis del multilateralismo de la segunda posguerra y la agudización de las tensiones y desequilibrios económicos, financieros y monetarios, políticos, militares, tecnológicos, migratorios y medioambientales. Asistimos a una profunda transición en orden global, en la que lo viejo no termina de morir y el nuevo orden, más multipolar, todavía es incipiente. Por eso lo que prima actualmente es el desorden mundial. La actual guerra en Ucrania, parte de la llamada Guerra Mundial Híbrida y Fragmentaria[5], no hizo sino acelerar las contradicciones y los cambios que venían produciéndose en los últimos años.

Desde hace casi tres décadas, estas reuniones de los/as mandatarios/as del continente sirven para medir el estado de las relaciones interamericanas. La primera se realizó en Miami, en 1994, para discutir el ambicioso proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), una iniciativa con la que Estados Unidos intentaba consolidar su hegemonía continental, en el fugaz momento de unipolaridad que caracterizó el fin de la guerra fría y la imposición del Consenso de Washington. En 1998 hubo un segundo encuentro de los 34 jefes de estado americanos –todos menos el de Cuba, expulsada de la OEA en enero de 1962- y en 2001 el tercero, cuando apareció la primera voz disonante: la del venezolano Hugo Chávez, quien puso reparos frente al avance de esa iniciativa imperial. La historia posterior es más conocida. Las rebeliones populares en Nuestra América contra el neoliberalismo, la emergencia de gobiernos progresistas, de izquierda y/o nacional populares, la confluencia y articulación de las luchas en espacios como el Foro Social Mundial y las Cumbres de los Pueblos, que permitieron construir el histórico NO al ALCA en Mar del Plata.

Luego de esa derrota, Estados Unidos impulsó tratados de libre comercio bilaterales y ya no tuvo para ofrecer un proyecto global para América Latina y el Caribe, cuyos países que avanzaron, en cambio, hacia una mayor coordinación y cooperación políticas, y hacia una incipiente integración regional, con iniciativas nuevas con el ALBA, la UNASUR y la CELAC, entre otras. Además, China fue profundizando sus relaciones económicas con el continente, transformándose en un socio comercial fundamental para los países latinoamericanos, y en un inversor y prestamista de primer orden, desplazando en algunos casos la histórica dependencia de Estados Unidos.

Biden, como representante de la fracción globalista de la clase dominante estadounidense, está intentando infructuosamente revertir la crisis de hegemonía estadounidense. Procura recomponer el alicaído multilateralismo unipolar, a diferencia de Trump que había promovido el unilateralismo unipolar, desdeñando los ámbitos multilaterales como la ONU, la OEA o el G20.  Por eso el año pasado, como señalamos más arriba, el demócrata declaró pomposamente que “Estados Unidos estaba de vuelta” (Trump, en cambio, faltó a último momento a la cumbre hemisférica de Lima, en 2018). La IX Cumbre de las Américas, insinuaba, sería el escenario perfecto para relanzar el vínculo con América Latina y el Caribe, así como lo había hecho Obama en la Cumbre de Trinidad y Tobago, en 2009, pocos meses después de llegar a la Casa Blanca, luego del traspié que había significado el NO al ALCA en Mar del Plata cuatro años antes. Justamente el actual mandatario se jactaba de haber visitado 16 veces la región durante sus 8 años como vice, a diferencia de Trump que no viajó al sur del Río Bravo en todo su mandato, salvo para la fugaz visita a Buenos Aires el 30 de noviembre de 2018, para asistir a la Cumbre presidencial del G20.

Sin embargo, la esperada reunión de Los Ángeles se concretó en un momento muy inoportuno para Estados Unidos, luego del bochornoso retiro de Afganistán en 2021, que implicó una humillación para el imperio tras dos décadas de ocupación de ese país (que se suma a la incapacidad de haber concretado la caída de los gobiernos de Venezuela y Siria, hostigados de todas las formas posibles). A la crisis global que profundizó la pandemia se le suma ahora la guerra en Ucrania, luego de que Rusia reaccionara ante la creciente presión de la OTAN. Esta coyuntura disparó los problemas económicos internos en Estados Unidos (la mayor inflación en 40 años obligó a la Reserva Federal a subir las tasas de interés, alentando un enfriamiento de la economía, que en consecuencia podría entrar en recesión en 2023) y el acelerado deterioro de la imagen del gobierno demócrata, cuyo partido muy probablemente perderá en las elecciones de medio término de noviembre el hoy ajustado control del congreso.

Intentando un delicado equilibro entre necesidades internas y externas, Biden cedió a las presiones del senador republicano Marco Rubio, del senador demócrata Bob Martínez y el presidente del BID, el trumpista Mauricio Claver-Carone, y resolvió que sólo invitaría a los líderes “elegidos democráticamente”, excluyendo a los mandatarios de Cuba (había vuelto a las Cumbres de las Américas en 2015), Venezuela (había sido excluida en la de Lima) y Nicaragua. El mantener la política de Trump de asediar a la llamada “troika del mal” desató un vendaval político en el continente y signó la suerte de la cumbre. Además, Estados Unidos, en términos económicos, no tiene casi nada para ofrecer a la región, frente a una China que avanza imparablemente como socio comercial, prestamista e inversionista en todo el continente. Washington pretende que los países latinoamericanos se le subordinen en su disputa global con Pekín y Moscú, pero, a diferencia de lo que ocurrió en los años noventa del siglo XX, ya no tiene ni un proyecto (el ALCA o luego el Tratado TransPacífico) ni el peso económico que ostentaba hace algunos años.

El error político que puso en peligro la Cumbre y las oportunidades para Nuestra América

Cuando el 2 de mayo el subsecretario de Estado Brian Nichols reiteró que los gobiernos que “no respetan la carta democrática” no serían invitados, se le plantó a Estados Unidos el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien tras visitar Cuba declaró que no viajaría a Los Ángeles si se imponían restricciones a la participación de países soberanos. Pronto lo secundaron los integrantes de la Comunidad del Caribe (CARICOM), el presidente boliviano Luis Arce y la presidenta hondureña Xiomara Castro. A partir de ese momento, y frente a la posibilidad de que la cumbre no se realizara, la Administración Biden se vio obligada a realizar intensas gestiones diplomáticas, incluidos los viajes de la primera dama y del ex senador Chris Dodd, para evitar que el boicot hiciera naufragar. Logró que Bolsonario finalmente viajara –a cambio de una reunión bilateral con su par estadunidense- y comprometió la asistencia de Gabriel Boric y Alberto Fernández, quienes, si bien criticaron la decisión del Departamento de Estado, no se plegaron a AMLO. El 27 de mayo, en tanto, los mandatarios del ALBA –creada en 2004 como proyecto alternativo al ALCA- se reunieron en La Habana para repudiar las exclusiones y enviar un mensaje a Estados Unidos.

Ante la ausencia de muchos mandatarios de la región (finalmente sólo terminaron asistiendo 23 de 35, resultando la edición de la cumbre con más faltazos a nivel presidencial), la participación o no de Alberto Fernández cobraba especial relevancia. Si se unía a AMLO, a Luis Arce y a Xiomara Castro, quienes cumplieron su palabra y no fueron por las anacrónicas exclusiones, el golpe a la Cumbre hubiera sido letal (también faltaron, por otros motivos, los gobiernos derechistas de Guatemala y El Salvador, que eran fundamentales porque junto con México son claves para resolver la crisis migratoria que preocupa a la Casa Blanca). En los días previos, el presidente argentino subió el tono de las críticas a Estados Unidos. Sin embargo, tras el llamado telefónico de Biden y la promesa de una visita a la Casa Blanca el próximo 25 de julio, anunció que asistiría a la Cumbre, rompiendo en los hechos la sintonía diplomática que se venía cultivando con México desde la formación del Grupo de Puebla y que fue importante, por ejemplo, para lograr la salida con vida de Evo Morales y Álvaro García Linera tras el golpe de Estado en Bolivia en 2019.

Si bien viajó a Los Ángeles, el tono del discurso de Alberto Fernández, como presidente pro témpore de la CELAC, fue extremadamente duro. Señaló que el país anfitrión no podía ejercer el derecho de admisión, pidió reemplazar a Luis Almagro en la OEA por su apoyo al golpe contra Evo (“Se ha utilizado a la OEA como un gendarme que facilitó un golpe de estado en Bolivia”) y reclamó que la dirección del BID debía volver a manos de un latinoamericano. También llevó el reclamo por la soberanía de Malvinas: criticó que el logo de las Cumbre no las incluyera. Además, invitó a Biden a la Cumbre de la CELAC que se realizará el 1 de diciembre en la Argentina, dando a entender que es necesario articular regionalmente para desde allí plantear unificadamente un diálogo o negociación con Estados Unidos.

Las múltiples ausencias, más los discursos críticos –especialmente el del canciller mexicano, quién sí viajó a Los Ángeles-, el escrache contra el golpista Luis Almagro el martes 7 de junio –repudiado como “asesino”, “mentiroso” y “títere de Washington”-, la contra Cumbre de los Pueblos y la movilización callejera en contra de las exclusiones, muestran que Estados Unidos ya no puede imponer su voluntad como antes. El problema es que falta desplegar una estrategia regional conjunta y recuperar la iniciativa. La UNASUR, convaleciente luego del retiro de los gobiernos derechistas alineados con Estados Unidos durante la llamada restauración conservadora, y la CELAC podrían ser un ámbito para empezar a avanzar hacia una mayor cooperación política e integración regional.

Nuestra América debe impulsar una estrategia multipolar multilateral y plantear un programa de mínima con algunos puntos clave, en base a iniciativas que se esbozaron en los últimos tiempos: discutir conjuntamente las condiciones para la explotación de sus estratégicos recursos naturales –la “OPEP del litio”, junto a una empresa estatal latinoamericana para explotarlo, sería un buen ejemplo-; avanzar hacia una moneda común, a partir de la reciente propuesta de Lula; plantear una investigación y una moratoria conjunta de la deuda externa; avanzar hacia una política sanitaria soberana –produciendo a nivel regional, por ejemplo, algunas de las vacunas cubanas contra el COVID- y, fundamentalmente, negociar conjuntamente con actores extra regionales como Estados Unidos, la Unión Europea y China. Es la única forma de equilibrar mínimamente las enormes asimetrías con los países más desarrollados.

El viernes 10 de junio Biden cerraba el encuentro de presidentes con la firma de la “Declaración de los Ángeles” y algunas limitadísimas promesas de ayuda económica para contener a los migrantes y ampliar a 20.000 los refugiados anuales que aceptará Estados Unidos. En realidad, hay una militarización de la problemática, ya que Estados Unidos pretende sumar a México y Colombia como aliados principales extra OTAN, o sea subordinarlos a la estrategia de Washington contra los otros polos de poder global. En el discurso oficial aparecieron las habituales apelaciones a la democracia, la seguridad hemisférica, el libre mercado, los derechos humanos y la inversión privada. Sin embargo, esta vez, Estados Unidos fracasó en imponer la doctrina Monroe de “América para los (norte)americanos”, que el año que viene cumple exactamente 200 años.

El traspié no sólo ocurrió a nivel gubernamental, sino que, por abajo, y en estrecha relación con las luchas que están haciendo retroceder a los gobiernos neoliberales desde 2018, crece también la articulación de las resistencias, como se vio en la habitual contra Cumbre de los Pueblos realizada en Los Ángeles. En Ciudad de México, esa misma semana, miles de académicos y activistas se reunieron en la Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales, para pensar y debatir cómo construir ese otro mundo posible. El mismo día que cerraba el cónclave de mandatarios en Estados Unidos, más de 100.000 personas colmaron el Zócalo de la capital azteca para escuchar al cubano Silvio Rodríguez, en el más que simbólico cierre del evento organizado por CLACSO. Como señaló allí Álvaro García Linera, en diálogo con La Jornada, “Hay, de América Latina hacia Estados Unidos, pérdida de miedo y hasta falta de respeto ante el poderoso. Se ha desvanecido la idolatría y sumisión voluntaria de las élites políticas hacia lo norteamericano. Era una especie de cadena mental que te amarraba a mover tu cabeza siempre diciendo sí a lo que decía Estados Unidos. Ahora no lo oyes. Te vas. No vienes. Dices lo que quieras. Los otros nos desprecian y nosotros les hemos perdido el respeto. México ha liderado este divorcio”.

El fracaso de la puesta en escena imperial en Los Ángeles abre grandes oportunidades. El contexto político regional es, además, más que oportuno por la derrota electoral que sufrieron gobiernos alienados a la estrategia imperial. Desde 2018, se impusieron AMLO en México, Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia. La histórica derrota del uribismo en este último país, que actuaba como el reaseguro militar del Comando Sur en la región, implica una novedad histórica[6]. Si en octubre Lula se impone sobre Bolsonaro, como indican todas las encuestas, se confirmará esa tendencia política regional iniciada hace cuatro años. Como declaró recientemente Evo Morales en su visita a la Argentina el 12 de julio, “Estados Unidos ya no tiene la hegemonía en Latinoamérica. Ya no es una potencia económica, a lo sumo puede ser potencia militar. (…) Estados Unidos sólo vive de guerra. Esa doctrina inmoral, la doctrina Monroe de ‘América para los americanos’ va terminándose. Nosotros en cambio hemos propuesto ‘América Plurinación de los pueblos para los pueblos’”[7]. Falta, entonces, que las fuerzas políticas y sociales progresistas, de izquierda y nacional-populares vuelvan a poner en el horizonte de sus luchas el proyecto de la Patria Grande. Para reimpulsar el multipolarismo multipolar y ampliar los márgenes de autonomía de Nuestra América, que bajo la dominación imperial sigue siendo la región más desigual del mundo, con más de 200 millones de pobres según Naciones Unidas.

 

Buenos Aires, 13 de julio de 2022

 

 



[1] Profesor Regular UBA. Investigador Independiente CONICET. Co-Coordinador del GT CLACSO Estudios sobre Estados Unidos. Compilador de El legado de Trump en un mundo en crisis (SigloXXI, 2021). Dirige el sitio www.vecinosenconflicto.com  TW: @leandromorgen

[2] Morgenfeld, Leandro 2020 “Elecciones EEUU 2020: la crisis de hegemonía”, en Foro, Revista de la Fundación Foro Nacional por Colombia, Bogotá, Número 101-102, agosto-noviembre, pp. 58-66.

[3] Zuluaga, Jaime Nieto “El gobierno de Trump frente a América Latina y el Caribe: la política del garrote”, en Morgenfeld, Leandro y Aparicio, Mariana (coordinadores) 2021 El legado de Trump en un mundo en crisis (SigloXXI-CLACSO: México).

[4] Morgenfeld, Leandro 2021 “Biden, América Latina y las mutaciones geopolíticas”, en Estados Unidos. Miradas críticas desde Nuestra América. Boletín del Grupo de Trabajo CLACSO “Estudios sobre Estados Unidos”, Año 5, Número 5, “Los primeros 100 días del gobierno de Biden”, junio 2021.

[5] Merino, Gabriel, Bilmes Julián y Barrenengoa, Amanda 2022 (13 de junio) “Ascenso de China: contradicciones sistémicas y desarrollo de la guerra mundial híbrida y fragmentada”, en https://thetricontinental.org/es/argentina/chinacuaderno3/ . Consultado el 5 de julio de 2022.

[6] Merino, Gabriel 2022 “Petro en Colombia: revolución democrática y aspectos geopolíticos”, en Diagonales, 2 de julio.

[7] Entrevista a Evo Morales, Página/12, Buenos Aires, 13 de julio de 2022, pp. 1-3.

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