Foro, Revista de la Fundación Foro Nacional por Colombia,
Bogotá, Número 107, septiembre de 2022, pp. 93-100. ISSN 0121-2559.
Cumbre de las
Américas: la respuesta latinoamericana ante la embestida de Biden
Por Leandro
Morgenfeld
Desde 1994, las Cumbres de las Américas sirven como termómetro para
medir la temperatura de las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos del
sur. Cuando asumió, en enero del año pasado, Joe Biden imaginó que la novena
edición de estos encuentros de mandatarios sería el ámbito ideal para el
relanzamiento de las relaciones con América Latina y el Caribe. El Hemisferio
Occidental, como se refieren formalmente a su patio trasero, es fundamental para la proyección imperial
estadounidense y para seguir sosteniendo su hegemonía global, debilitada por el
ascenso de China y otros actores de peso, como Rusia y la India, que articulan
en el grupo BRICS. Sin embargo, el cónclave de Los Ángeles resultó en un
fracaso político para la Casa Blanca y desnudó los límites que enfrenta a la
hora de sostener su histórico dominio. Nuestra América, en tanto, tiene una
nueva oportunidad para relanzar la coordinación política regional y unificar
una estrategia para ampliar sus márgenes de autonomía, en el marco de la
derrota electoral de gobiernos derechistas aliados a Washington, entre el que
se destaca el de Colombia.
El escenario que se abrió tras la derrota de Trump y
la llegada de Biden
A pesar de la
alternancia entre demócratas y republicanos, los objetivos estratégicos de
Estados Unidos hacia la región se mantienen desde hace dos siglos, cuando se
planteó la Doctrina Monroe (1823): alejar a las potencias extra-hemisféricas,
mantener el control del patio trasero
y tratar de evitar que avance cualquier proyecto de coordinación política e
integración latinoamericana. Divide y reinarás. El llamado “gobierno permanente
de las grandes corporaciones”, el complejo militar-industrial y de inteligencia
y el equilibrio de pesos y contrapesos bloquea cualquier alternativa de cambio
real, como la que podía haber expresado Bernie Sanders, quien sí fue muy
crítico del injerencismo estadounidense. Ante cada cambio de los inquilinos de
la Casa Blanca, hay más continuidades que las aparentes. Tener esto en claro es
fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a
quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva relación “entre iguales”
con los países de la región.
Sin
embargo, para la América Latina no daba igual que ganase Trump o Biden en
noviembre pasado.
Comparten objetivos, pero existen diferencias en las tácticas y las modalidades
empleadas, en el uso de hard (Trump)
o soft power (Biden), en apelar más
al bilateralismo (Trump) o al multilateralismo (Biden) y en la retórica más o
menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba. El actual presidente se enmarca en la
corriente que adscribe al “internacionalismo liberal”, o sea a la fracción
globalista de la clase dominante estadounidense.
La
reelección de Trump hubiera potenciado a las ultraderechas, como ocurrió con
Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca, es difícil imaginar
que el militar podría haberse encaramado en el poder. Lo mismo puede decirse
sobre la ofensiva contra cualquier política económico-social incluso
tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por
conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las
luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas
contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump hubieran implicado un
corrimiento todavía mayor hacia a la derecha en todo el mundo, y en especial en
América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre
comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó guerras en el extranjero.
Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y
sus émulos latinoamericanos hubiera implicado un peligro enorme para la región.
La derrota de Trump y su política del garrote, entonces, debilita al gobierno
de Brasil y a todas las fuerzas y líderes, en cada país de la región, que se
referenciaban en ellos.
Para
América Latina esto puede significar una enorme oportunidad. La vuelta al poder
de Luis Arce y el MAS en Bolivia, de Pedro Castillo en Perú, de Gabriel Boric
en Chile y de Gustavo Petro en Colombia, más el retorno de Lula como posible
candidato en Brasil en 2022, auguran un nuevo ciclo de protagonismo de los
pueblos y las fuerzas sociales y políticas radicales y progresistas en la
región, luego de las enormes movilizaciones de los últimos meses del 2019,
pausadas por el estallido de la pandemia.
Como
señaló Evo Morales el lunes 19 de octubre de 2020, horas después del
contundente triunfo electoral, es el momento de reconstruir la UNASUR y demás
herramientas regionales de coordinación y cooperación política, atacadas por
gobiernos derechistas en los últimos años. Álvaro García Linera, hace algo más
de dos años y, frente a tantos agoreros que pronosticaban una robusta restauración
conservadora, pronosticó que no habría un largo invierno neoliberal ya que, a
diferencia de los años noventa de siglo pasado, cuando se impuso el llamado Consenso de Washington, el
neoliberalismo del siglo XXI no tenía un proyecto. Parecía, más bien, un
“neoliberalismo zombi”, con poco combustible. La crisis hegemónica del imperio
–en cuyo seno miles y miles de jóvenes que simpatizan con el socialismo se
lanzan a la participación política– genera condiciones para que el renovado
protagonismo de los pueblos latinoamericanos impulse un cambio histórico y
ponga en marcha la construcción de la tantas veces anhelada Patria Grande. La
región podrá aprovechar la circunstancia de que el gobierno estadounidense
deberá abocarse mucho más a las fracturas domésticas que a la proyección
hegemónica global.
Smart power
y multilateralismo para afrontar los desafíos geopolíticos
Cuando a
principios de febrero de 2021 dio su primer discurso en el Departamento de
Estado, Biden declaró pomposamente: “Estados Unidos ha vuelto. La diplomacia
está en el centro de nuestra política exterior”. Allí expuso los lineamientos:
caracterizó a China como su “mayor competidor” (“Enfrentaremos los abusos
económicos de China, contrarrestaremos su acción agresiva y coercitiva para
rechazar el ataque de China a los derechos humanos, la propiedad intelectual y
la gobernanza global. Pero estamos listos para trabajar con Beijing cuando sea
de interés para Estados Unidos hacerlo”), endureció el tono con Rusia (“Le dejé
en claro al presidente Putin, de una manera muy diferente a la de mi
predecesor, que los días en que Estados Unidos se volcaba ante las acciones
agresivas de Rusia, interfiriendo con nuestras elecciones, ciberataques,
envenenando a sus ciudadanos, se acabaron”), denunció violaciones de derechos
humanos, exaltó a las agencias de seguridad estadounidenses y planteó que
cooperaría con el resto del mundo. Al mismo tiempo, realizó tres anuncios, que
en parte modifican orientaciones de su antecesor: aumentó el límite de
refugiados admitidos (de 15.000 a 125.000), el fin del apoyo de Estados Unidos
a la ofensiva de sus aliados en la guerra de Yemen y el freno a la retirada de
tropas estadounidenses de Alemania.
Más allá de mantener el objetivo geopolítico
de frenar el avance chino, la estrategia es parcialmente distinta a la de
Trump. Apeló a la cooperación internacional, y al fortalecimiento de las
alianzas tradicionales, aunque también a la posibilidad de entendimientos con
Moscú y Pekín: “Liderar con la diplomacia significa trabajar codo a codo con
nuestros aliados y socios clave de nuevo. (...) Al liderar con diplomacia,
también debemos trabajar con nuestros adversarios y competidores de forma
diplomática, cuando esté en nuestro interés y en el de la mejora de seguridad
del pueblo estadounidense”. Como
ejemplo, señaló el acuerdo entre Estados Unidos y Rusia para extender, por
otros cinco años, el tratado de armas nucleares Start.
En
esa línea, remarcó la vuelta de Estados Unidos al Acuerdo de París y la cumbre
multilateral sobre el cambio climático, realizada el 22 y 23 de abril, para la
cual convocó a líderes de los cinco continentes. Estados Unidos también volvió
a la Organización Mundial de la Salud (OMS), bastardeada por Trump. En las
últimas semanas se están intentando reflotar, además, las negociaciones con
Irán, en función de volver a un acuerdo nuclear, como el logrado durante la
Administración Obama, del que Trump se había retirado.
Para
comandar la política exterior, Biden eligió a Antony Blinken, uno de sus
asesores más cercanos, quien ofició como el “número dos” del Departamento de
Estado entre 2015 y 2017. Ya hace casi dos décadas que trabaja con el ahora
presidente, desde que en el senado participaba en el Comité de Relaciones
Exteriores, y luego ofició como su asesor de seguridad nacional durante sus
ocho años como vicepresidente de la Administración Obama. Conocido eurófilo y
ferviente multilateralista, el actual jefe de la diplomacia estadounidense
augura una orientación similar a la que se desplegó durante el último gobierno
demócrata. Su estrategia se centrará en intentar restablecer los lazos con los
aliados tradicionales de Estados Unidos –muchos de ellos fustigados por Trump-
y privilegiar los foros multilaterales desdeñados por el antecesor de Biden.
La política hacia América Latina y el Caribe
Biden, desde que
asumió, está intentando mejorar la alicaída imagen de su gobierno en la región,
apelando al multilateralismo –previsiblemente, utilizará su condición de
anfitrión en la Cumbre de las Américas 2021 para escenificar un nuevo vínculo más
respetuoso y menos prepotente hacia los países de la región-, retomará cierto
diálogo con Cuba (aunque por ahora no dio señales de dar marcha atrás con el
endurecimiento que se registró durante la Administración Trump) y mantendrá las
presiones y sanciones contra Venezuela, pero quizás con una estrategia que
involucre a más actores internacionales (la Unión Europea y, quizás, algunos
gobiernos latinoamericanos).
A
diferencia de Trump, quien no visitó la región durante sus cuatro años en la
Casa Blanca (excepto el fugaz viaje a Buenos Aires, pero para asistir a la
cumbre de mandatarios del G20 en noviembre de 2018), Biden viajó 16 veces a
América Latina y el Caribe durante los ocho años en los que secundó a Obama.
Seguramente priorizará el diálogo con nuevos interlocutores, como Alberto
Fernández, en vez de Jair Bolsonaro, quien atraviesa un momento de gran
debilidad, producto de su pésimo manejo de la crisis sanitaria y de haber
perdido a su principal referente y casi único sostén internacional, Trump.
Avanzará con la siempre postergada reforma migratoria –que involucra a millones
de hispanos, denostados por su antecesor- y ampliará la agenda de temas en las
relaciones interamericanas –incluyendo lo vinculado a lo medioambiental-.
Obviamente, el objetivo seguirá siendo contener la creciente presencia china,
pero con herramientas y recursos parcialmente distintos a los empleados por la
saliente administración republicana.
Por el tema migratorio, habrá un énfasis especial en el vínculo con el
triángulo México-Centroamérica-Caribe (Biden prometió destinar 4.000 millones
de dólares a América Central, como parte de una estrategia para reducir los
incentivos para emigrar hacia Estados Unidos) y se espera que, de alguna manera,
se retome el proceso de normalización de las relaciones con Cuba, que había
iniciado Obama en su segundo mandato y fue congelado y parcialmente revertido
durante la Administración Trump, por presión del lobby de Miami y en particular
del senador Marco Rubio. En América del Sur, la prioridad será encontrar una
manera de forzar la salida de Nicolás Maduro, tras el fracaso de la estrategia
de Trump y Guaidó (aunque la Administración Biden sigue reconociéndolo como
“presidente encargado”, a diferencia de la Unión Europea), y a la vez
reorientar las relaciones con el gobierno de Bolsonaro, con el que existe una
débil afinidad ideológica y diferencias por las políticas medioambientales,
fundamentalmente en torno a la desforestación de la Amazonia.
La expectativa
por la Novena Cumbre de las Américas
Para poner en contexto el análisis de la cumbre
necesario, en primer lugar, realizar un diagnóstico adecuado de la situación
mundial. La pandemia aceleró el proceso de transformaciones geopolíticas que se
iniciaron a principios de este siglo y se potenciaron a partir de la crisis de
2008, entre las que se destacan la crisis de la hegemonía estadounidense, el
ascenso de Asia-Pacífico en general y China en particular, la crisis del
multilateralismo de la segunda posguerra y la agudización de las tensiones y
desequilibrios económicos, financieros y monetarios, políticos, militares,
tecnológicos, migratorios y medioambientales. Asistimos a una profunda
transición en orden global, en la que lo viejo no termina de morir y el nuevo
orden, más multipolar, todavía es incipiente. Por eso lo que prima actualmente
es el desorden mundial. La actual guerra en Ucrania, parte de la llamada Guerra
Mundial Híbrida y Fragmentaria, no hizo sino acelerar las
contradicciones y los cambios que venían produciéndose en los últimos años.
Desde hace casi tres décadas, estas reuniones de
los/as mandatarios/as del continente sirven para medir el estado de las
relaciones interamericanas. La primera se realizó en Miami, en 1994, para
discutir el ambicioso proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas
(ALCA), una iniciativa con la que Estados Unidos intentaba consolidar su
hegemonía continental, en el fugaz momento de unipolaridad que caracterizó el
fin de la guerra fría y la imposición del Consenso de Washington. En 1998 hubo
un segundo encuentro de los 34 jefes de estado americanos –todos menos el de
Cuba, expulsada de la OEA en enero de 1962- y en 2001 el tercero, cuando
apareció la primera voz disonante: la del venezolano Hugo Chávez, quien puso
reparos frente al avance de esa iniciativa imperial. La historia posterior es
más conocida. Las rebeliones populares en Nuestra América contra el
neoliberalismo, la emergencia de gobiernos progresistas, de izquierda y/o
nacional populares, la confluencia y articulación de las luchas en espacios
como el Foro Social Mundial y las Cumbres de los Pueblos, que permitieron
construir el histórico NO al ALCA en Mar del Plata.
Luego de esa derrota, Estados Unidos impulsó tratados
de libre comercio bilaterales y ya no tuvo para ofrecer un proyecto global para
América Latina y el Caribe, cuyos países que avanzaron, en cambio, hacia una
mayor coordinación y cooperación políticas, y hacia una incipiente integración
regional, con iniciativas nuevas con el ALBA, la UNASUR y la CELAC, entre otras.
Además, China fue profundizando sus relaciones económicas con el continente,
transformándose en un socio comercial fundamental para los países
latinoamericanos, y en un inversor y prestamista de primer orden, desplazando
en algunos casos la histórica dependencia de Estados Unidos.
Biden, como representante de la fracción globalista de
la clase dominante estadounidense, está intentando infructuosamente revertir la
crisis de hegemonía estadounidense. Procura recomponer el alicaído
multilateralismo unipolar, a diferencia de Trump que había promovido el
unilateralismo unipolar, desdeñando los ámbitos multilaterales como la ONU, la
OEA o el G20. Por eso el año pasado,
como señalamos más arriba, el demócrata declaró pomposamente que “Estados
Unidos estaba de vuelta” (Trump, en cambio, faltó a último momento a la cumbre
hemisférica de Lima, en 2018). La IX Cumbre de las Américas, insinuaba, sería
el escenario perfecto para relanzar el vínculo con América Latina y el Caribe,
así como lo había hecho Obama en la Cumbre de Trinidad y Tobago, en 2009, pocos
meses después de llegar a la Casa Blanca, luego del traspié que había
significado el NO al ALCA en Mar del Plata cuatro años antes. Justamente el
actual mandatario se jactaba de haber visitado 16 veces la región durante sus 8
años como vice, a diferencia de Trump que no viajó al sur del Río Bravo en todo
su mandato, salvo para la fugaz visita a Buenos Aires el 30 de noviembre de
2018, para asistir a la Cumbre presidencial del G20.
Sin embargo, la esperada reunión de Los Ángeles se
concretó en un momento muy inoportuno para Estados Unidos, luego del bochornoso
retiro de Afganistán en 2021, que implicó una humillación para el imperio tras
dos décadas de ocupación de ese país (que se suma a la incapacidad de haber
concretado la caída de los gobiernos de Venezuela y Siria, hostigados de todas
las formas posibles). A la crisis global que profundizó la pandemia se le suma
ahora la guerra en Ucrania, luego de que Rusia reaccionara ante la creciente
presión de la OTAN. Esta coyuntura disparó los problemas económicos internos en
Estados Unidos (la mayor inflación en 40 años obligó a la Reserva Federal a
subir las tasas de interés, alentando un enfriamiento de la economía, que en
consecuencia podría entrar en recesión en 2023) y el acelerado deterioro de la
imagen del gobierno demócrata, cuyo partido muy probablemente perderá en las
elecciones de medio término de noviembre el hoy ajustado control del congreso.
Intentando un delicado equilibro entre necesidades
internas y externas, Biden cedió a las presiones del senador republicano Marco
Rubio, del senador demócrata Bob Martínez y el presidente del BID, el trumpista
Mauricio Claver-Carone, y resolvió que sólo invitaría a los líderes “elegidos
democráticamente”, excluyendo a los mandatarios de Cuba (había vuelto a las
Cumbres de las Américas en 2015), Venezuela (había sido excluida en la de Lima)
y Nicaragua. El mantener la política de Trump de asediar a la llamada “troika
del mal” desató un vendaval político en el continente y signó la suerte de la
cumbre. Además, Estados Unidos, en términos económicos, no tiene casi nada para
ofrecer a la región, frente a una China que avanza imparablemente como socio
comercial, prestamista e inversionista en todo el continente. Washington
pretende que los países latinoamericanos se le subordinen en su disputa global
con Pekín y Moscú, pero, a diferencia de lo que ocurrió en los años noventa del
siglo XX, ya no tiene ni un proyecto (el ALCA o luego el Tratado TransPacífico)
ni el peso económico que ostentaba hace algunos años.
El error
político que puso en peligro la Cumbre y las oportunidades para Nuestra América
Cuando el 2 de mayo el subsecretario de Estado Brian
Nichols reiteró que los gobiernos que “no respetan la carta democrática” no
serían invitados, se le plantó a Estados Unidos el presidente mexicano Andrés
Manuel López Obrador (AMLO), quien tras visitar Cuba declaró que no viajaría a
Los Ángeles si se imponían restricciones a la participación de países
soberanos. Pronto lo secundaron los integrantes de la Comunidad del Caribe
(CARICOM), el presidente boliviano Luis Arce y la presidenta hondureña Xiomara
Castro. A partir de ese momento, y frente a la posibilidad de que la cumbre no
se realizara, la Administración Biden se vio obligada a realizar intensas
gestiones diplomáticas, incluidos los viajes de la primera dama y del ex
senador Chris Dodd, para evitar que el boicot hiciera naufragar. Logró que
Bolsonario finalmente viajara –a cambio de una reunión bilateral con su par
estadunidense- y comprometió la asistencia de Gabriel Boric y Alberto
Fernández, quienes, si bien criticaron la decisión del Departamento de Estado,
no se plegaron a AMLO. El 27 de mayo, en tanto, los mandatarios del ALBA
–creada en 2004 como proyecto alternativo al ALCA- se reunieron en La Habana
para repudiar las exclusiones y enviar un mensaje a Estados Unidos.
Ante la ausencia de muchos mandatarios de la región
(finalmente sólo terminaron asistiendo 23 de 35, resultando la edición de la
cumbre con más faltazos a nivel presidencial), la participación o no de Alberto
Fernández cobraba especial relevancia. Si se unía a AMLO, a Luis Arce y a
Xiomara Castro, quienes cumplieron su palabra y no fueron por las anacrónicas
exclusiones, el golpe a la Cumbre hubiera sido letal (también faltaron, por
otros motivos, los gobiernos derechistas de Guatemala y El Salvador, que eran
fundamentales porque junto con México son claves para resolver la crisis
migratoria que preocupa a la Casa Blanca). En los días previos, el presidente
argentino subió el tono de las críticas a Estados Unidos. Sin embargo, tras el
llamado telefónico de Biden y la promesa de una visita a la Casa Blanca el
próximo 25 de julio, anunció que asistiría a la Cumbre, rompiendo en los hechos
la sintonía diplomática que se venía cultivando con México desde la formación
del Grupo de Puebla y que fue importante, por ejemplo, para lograr la salida
con vida de Evo Morales y Álvaro García Linera tras el golpe de Estado en
Bolivia en 2019.
Si bien viajó a Los Ángeles, el tono del discurso de
Alberto Fernández, como presidente pro témpore de la CELAC, fue extremadamente
duro. Señaló que el país anfitrión no podía ejercer el derecho de admisión,
pidió reemplazar a Luis Almagro en la OEA por su apoyo al golpe contra Evo (“Se
ha utilizado a la OEA como un gendarme que facilitó un golpe de estado en
Bolivia”) y reclamó que la dirección del BID debía volver a manos de un
latinoamericano. También llevó el reclamo por la soberanía de Malvinas: criticó
que el logo de las Cumbre no las incluyera. Además, invitó a Biden a la Cumbre
de la CELAC que se realizará el 1 de diciembre en la Argentina, dando a
entender que es necesario articular regionalmente para desde allí plantear
unificadamente un diálogo o negociación con Estados Unidos.
Las múltiples ausencias, más los discursos críticos
–especialmente el del canciller mexicano, quién sí viajó a Los Ángeles-, el
escrache contra el golpista Luis Almagro el martes 7 de junio –repudiado como
“asesino”, “mentiroso” y “títere de Washington”-, la contra Cumbre de los
Pueblos y la movilización callejera en contra de las exclusiones, muestran que
Estados Unidos ya no puede imponer su voluntad como antes. El problema es que
falta desplegar una estrategia regional conjunta y recuperar la iniciativa. La
UNASUR, convaleciente luego del retiro de los gobiernos derechistas alineados
con Estados Unidos durante la llamada restauración conservadora, y la CELAC
podrían ser un ámbito para empezar a avanzar hacia una mayor cooperación
política e integración regional.
Nuestra América debe impulsar una estrategia
multipolar multilateral y plantear un programa de mínima con algunos puntos
clave, en base a iniciativas que se esbozaron en los últimos tiempos: discutir
conjuntamente las condiciones para la explotación de sus estratégicos recursos
naturales –la “OPEP del litio”, junto a una empresa estatal latinoamericana
para explotarlo, sería un buen ejemplo-; avanzar hacia una moneda común, a partir
de la reciente propuesta de Lula; plantear una investigación y una moratoria
conjunta de la deuda externa; avanzar hacia una política sanitaria soberana
–produciendo a nivel regional, por ejemplo, algunas de las vacunas cubanas
contra el COVID- y, fundamentalmente, negociar conjuntamente con actores extra
regionales como Estados Unidos, la Unión Europea y China. Es la única forma de
equilibrar mínimamente las enormes asimetrías con los países más desarrollados.
El viernes 10 de junio Biden cerraba el encuentro de
presidentes con la firma de la “Declaración de los Ángeles” y algunas
limitadísimas promesas de ayuda económica para contener a los migrantes y
ampliar a 20.000 los refugiados anuales que aceptará Estados Unidos. En
realidad, hay una militarización de la problemática, ya que Estados Unidos
pretende sumar a México y Colombia como aliados principales extra OTAN, o sea
subordinarlos a la estrategia de Washington contra los otros polos de poder
global. En el discurso oficial aparecieron las habituales apelaciones a la
democracia, la seguridad hemisférica, el libre mercado, los derechos humanos y
la inversión privada. Sin embargo, esta vez, Estados Unidos fracasó en imponer
la doctrina Monroe de “América para los (norte)americanos”, que el año que viene
cumple exactamente 200 años.
El traspié no sólo ocurrió a nivel gubernamental, sino
que, por abajo, y en estrecha relación con las luchas que están haciendo
retroceder a los gobiernos neoliberales desde 2018, crece también la articulación
de las resistencias, como se vio en la habitual contra Cumbre de los Pueblos realizada
en Los Ángeles. En Ciudad de México, esa misma semana, miles de académicos y
activistas se reunieron en la Conferencia Latinoamericana y Caribeña de
Ciencias Sociales, para pensar y debatir cómo construir ese otro mundo posible.
El mismo día que cerraba el cónclave de mandatarios en Estados Unidos, más de
100.000 personas colmaron el Zócalo de la capital azteca para escuchar al
cubano Silvio Rodríguez, en el más que simbólico cierre del evento organizado
por CLACSO. Como señaló allí Álvaro García Linera, en diálogo con La Jornada, “Hay, de América Latina
hacia Estados Unidos, pérdida de miedo y hasta falta de respeto ante el
poderoso. Se ha desvanecido la idolatría y sumisión voluntaria de las élites
políticas hacia lo norteamericano. Era una especie de cadena mental que te
amarraba a mover tu cabeza siempre diciendo sí a lo que decía Estados Unidos.
Ahora no lo oyes. Te vas. No vienes. Dices lo que quieras. Los otros nos
desprecian y nosotros les hemos perdido el respeto. México ha liderado este
divorcio”.
El fracaso de la puesta en escena imperial en Los
Ángeles abre grandes oportunidades. El contexto político regional es, además,
más que oportuno por la derrota electoral que sufrieron gobiernos alienados a
la estrategia imperial. Desde 2018, se impusieron AMLO en México, Alberto
Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara
Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia. La
histórica derrota del uribismo en este último país, que actuaba como el
reaseguro militar del Comando Sur en la región, implica una novedad histórica. Si en octubre Lula se
impone sobre Bolsonaro, como indican todas las encuestas, se confirmará esa
tendencia política regional iniciada hace cuatro años. Como declaró
recientemente Evo Morales en su visita a la Argentina el 12 de julio, “Estados
Unidos ya no tiene la hegemonía en Latinoamérica. Ya no es una potencia
económica, a lo sumo puede ser potencia militar. (…) Estados Unidos sólo vive
de guerra. Esa doctrina inmoral, la doctrina Monroe de ‘América para los
americanos’ va terminándose. Nosotros en cambio hemos propuesto ‘América
Plurinación de los pueblos para los pueblos’”. Falta, entonces, que las
fuerzas políticas y sociales progresistas, de izquierda y nacional-populares
vuelvan a poner en el horizonte de sus luchas el proyecto de la Patria Grande.
Para reimpulsar el multipolarismo multipolar y ampliar los márgenes de
autonomía de Nuestra América, que bajo la dominación imperial sigue siendo la
región más desigual del mundo, con más de 200 millones de pobres según Naciones
Unidas.
Buenos Aires, 13 de julio de 2022