Juegos de guerra: el trasfondo geopolítico de la escalada militar mundial
Todavía en plena recuperación post pandemia y su consecuente crisis económica y social, el mundo se vio nuevamente sacudido desde febrero de este año con el estallido de la guerra entre Rusia y Ucrania, que más bien es el enfrentamiento entre EE.UU. -y su brazo armado, la OTAN- y la ex república soviética. Si algunos pronosticaron erróneamente una rápida resolución del conflicto, lo cierto es que fracasaron hasta ahora las iniciativas diplomáticas y el enfrentamiento militar se prolonga, con final incierto y una crisis económica y sistémica de magnitud difícil de calcular.
A esta situación hay que sumarle las explosivas declaraciones del presidente estadounidense, Joe Biden, contra China en su reciente gira por Asia -al responder que usaría la fuerza militar para defender a Taiwán, generó dudas sobre la pervivencia de la “ambigüedad estratégica” que tradicionalmente caracterizó la posición estadounidense frente al espinoso tema de la reunificación territorial de China-, y luego la incendiaria visita de Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes y tercera en la línea de sucesión, a la isla. Estos hechos dispararon los juegos de guerra y los debates sobre cómo se tramitarán los cambios geopolíticos que están remodelando el mundo.
En nuestra última columna para Primera Línea decíamos que, para no confundirse con las aparentemente contradictorias novedades sobre el conflicto, que a diario pueblan los medios de comunicación, había que entender los cambios geopolíticos profundos que se están sucediendo en los últimos 15 años: la crisis de la hegemonía que supo ostentar EE.UU. desde la segunda posguerra, el ascenso de China, el movimiento de Occidente a Oriente y la constitución de un eje de poder en el Indo-Pacífico. Estos movimientos no son para nada armónicos, sino que profundizan el desorden mundial.
Tres escenarios posibles
La discusión sobre las posibles reconfiguraciones geopolíticas ya es casi cotidiana en todos los ámbitos, dada la aceleración de las tendencias señaladas, sobre todo desde 2020. Un primer escenario es el de sustitución de una potencia por otra. ¿Nos encaminamos a un proceso clásico de transición hegemónica, a través del cual China reemplazará inexorablemente a EE.UU.? ¿Será mediante un conflicto bélico de gran magnitud o en forma pacífica, dado lo imbricadas que están económicamente las economías de esos países? En la primera alternativa, ¿la conflagración tendrá las características de las dos grandes guerras que sacudieron el siglo XX o las de la actual Guerra Mundial Híbrida y Fragmentada?
Otros auguran, en cambio, que durante décadas se irá gestando un nuevo orden bipolar, con centros en Washington y Pekín. ¿Qué similitudes y diferencias tendrá con la guerra fría? ¿Sirven las analogías con el período de casi medio siglo en el que se enfrentaron EE.UU. y la Unión Soviética? ¿O es más bien una forma de presentar el conflicto funcional a los intereses de la fracción globalista, que se presenta como defensora del mundo libre y los valores occidentales, para justificar su accionar imperialista?
Un tercer escenario posible, en cambio, es la transición hacia un inédito mundo multipolar. En este caso, no habría un “reemplazo hegemónico”, ni una bipolaridad, sino varios polos de poder, ampliando los márgenes de autonomía de los países del llamado Sur Global.
Responder a este interrogante sobre cómo se reconfigurará el mundo en lo que queda del siglo XXI no es fácil. Lo cierto es que tendremos por delante años de creciente inestabilidad y de profundo desorden en las jerarquías y las relaciones interestatales. Si al inicio de la posguerra fría, tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, Francis Fukuyama y otros imaginaban el fin de la historia y un avance imparable de la globalización neoliberal, comandada por la tríada EE.UU.-Europa-Japón, que inhibía cualquier posibilidad de grandes guerras, hoy esas erradas predicciones descansan en el basurero de la historia.
La (interminable) guerra Rusia-Ucrania
La guerra en Ucrania iniciada hace seis meses -pero cuyo conflicto se remonta, por los menos, al 2014- tiene y tendrá consecuencias fundamentales en el actual resquebrajamiento del orden global, acelerando los cambios que se vienen produciendo hace dos décadas. Como bien sintetiza Claudio Katz, “ciertamente hubo una responsabilidad primordial de EE.UU., que intentó sumar a Kiev a la red de misiles de la OTAN contra Moscú y alentó la violencia de las milicias ultraderechistas en el Donbass. Pero Putin consumó una acción militar inadmisible y funcional al imperialismo occidental, que no tiene justificación como acción defensiva. El jefe del Kremlin despreció a los ucranianos, suscitó odio hacia el ocupante e ignoró la generalizada aspiración de soluciones pacíficas. Con su incursión generó un escenario muy negativo para las esperanzas emancipadoras de los pueblos de Europa”.
El analista argentino destaca el resultado abierto del conflicto, habida cuenta de que todavía no se sabe si las drásticas sanciones económicas contra Moscú serán más adversas para Rusia o para Occidente. La Casa Blanca apuesta a prolongar el conflicto, intentando que su otrora rival de la guerra fría afronte las mismas dificultades que encontró en Afganistán hace cuatro décadas. Washington logró someter a Europa a su agenda belicista y se prepara para ampliar la OTAN, sumando a Finlandia y Suecia. Sin embargo, no logró aislar completamente a Rusia, que articula con China, India, Irán y otros actores, y sufre internamente las consecuencias económicas del aumento de los precios de combustibles y alimentos, generando en EE.UU. la inflación más alta en 40 años.
A contramano de lo que proponían los más encumbrados internacionalistas de EE.UU., Washington parece hasta ahora haber fracasado en debilitar el eje Pekín-Moscú, clave para desafiar la hegemonía estadounidense en Eurasia. El último miércoles el gobierno chino anunció que enviaría tropas a Rusia para realizar ejercicios militares conjuntos, entre el 30 de agosto y el 5 de septiembre, junto a fuerzas militares de la India, Bielorrusia, Mongolia, Tayikistán y otros países. Un día antes, Putin había apoyado a China en el conflicto por Taiwán: “El imprudente viaje de Pelosi fue una provocación cuidadosamente planeada, parte de una estrategia consciente y decidida de Estados Unidos”.
Estados Unidos arremete contra China
El recalentamiento de las tensiones entre China y EE.UU. por Taiwán, todavía más que el conflicto en Ucrania, es un termómetro para medir cómo se van a procesar los cambios que se están produciendo en el orden geopolítico. La isla de Formosa, donde se refugiaron los seguidores de Chiang Kai-Shek tras del triunfo en 1949 de la Revolución comunista liderada por Mao, es fundamental para China, que desde entonces viene reclamando la reincorporación de esa parte de su territorio, y logrando consenso internacional -unos 170 países- a su política de reconocimiento de “una sola China”.
Si bien EE.UU. aceptó esto cuando se reestablecieron las relaciones diplomáticas con Pekín, hace medio siglo, siguió apoyando militarmente la autonomía de Taiwán, por motivos geopolíticos. Gabriel Merino explica que Washington tiene tres motivos fundamentales para intentar evitar la reunificación de China, sosteniendo el control informal que ejerce sobre la isla de 23 millones de habitantes: mantener el dominio de las dos cadenas de islas -Corea del Sur, islas Senkaku/Diaoyu, el archipiélago Spratly/Nansha y las islas Paracelso- (y sus respectivas bases bases militares), que rodean a China y le impiden el acceso directo al Pacífico; evitar que la reunificación de Taiwán con China continental -como ocurrió con Hong Kong- le permita al gigante asiático el dominio de los semiconductores, una tecnología estratégica (la empresa taiwanesa TSMC es la mayor productora a nivel mundial); y obstaculizar la integridad territorial de China, un objetivo vital para Pekín, tras las ocupaciones y dominios coloniales que sufrió en los siglos XIX y XX.
Justamente esto último es central para el Partido Comunista Chino, que acaba de dar a conocer un nuevo libro blanco para promover la reunificación pacífica con Taiwán. En esta publicación, la primera sobre el tema en 22 años, señalan: “Estamos listos para crear un vasto espacio para la reunificación pacífica, pero no dejaremos lugar para actividades separatistas de ningún tipo. (…) Trabajaremos con la mayor sinceridad y haremos todo lo posible para lograr la reunificación pacífica. Pero no renunciaremos al uso de la fuerza y nos reservamos la opción de tomar todas las medidas necesarias”.
Luego de los recientes embates de la Administración Biden contra China -incluidas las visitas de Pelosi y otros altos representantes del congreso estadounidense-, aplaudidos por los republicanos, las respuestas de Xi Jinping no se hicieron esperar: desde enormes ejercicios militares hasta sanciones económicas.
Nuestra América ante los tambores de guerra
La crisis del imperialismo comandado por EE.UU. no va a procesarse a través de una transición armónica, sino de crecientes tensiones y disputas, producto de la aceleración de las contradicciones sistémicas. Si bien es cierto que la avanzada mundialización económica, sumadas a las dimensiones diplomáticas e ideológicas, son fundamentales para entender las diferencias con las grandes conflagraciones que sacudieron la primera mitad del siglo XX, la coerción específicamente militar sigue siendo determinante en el imperialismo contemporáneo, como lo muestran el actual enfrentamiento entre Rusia y Ucrania y la OTAN, o los movimientos bélicos en el mar de la China meridional. El comando que viene ejerciendo Washington está en declive, pero no hay que caer en visiones teleológicas: ni es inevitable su desaparición, ni el consecuente reemplazo por China. El futuro no está preestablecido.
Nuestra América, en esta inestable y dramática coyuntura de desorden global, de conflictos bélicos, recesiones económicas, amenazas de hambrunas, crisis migratorias y recrudecimiento del deterioro medioambiental, está llamada a jugar un rol relevante. En primer lugar, retomando las instancias de cooperación y coordinación políticas e integración regional para afrontar estos desafíos. En segundo lugar, promoviendo en los foros multilaterales un orden multipolar, que cuestione las jerarquías establecidas por las potencias del llamado Norte Global. En tercer lugar, impulsando iniciativas que permitan proteger y poner en valor los abundantes (y codiciados) bienes comunes de la tierra que abundan en América Latina, para desarrollarlos en función de las necesidades de sus pueblos y no de las corporaciones capitalistas globales. Por último, como zona de paz, planteando un alto el fuego en Ucrania y exigiendo una desmilitarización y desarme a nivel global y en la región, empezando por el retiro de las bases militares de la OTAN, diseminadas desde Centroamérica hasta Malvinas, y rearmando el Consejo Suramericano de Defensa, para defender la soberanía.
La próxima Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que se realizará en 100 días en la Argentina, puede ser una oportunidad para desplegar una activa política exterior, en función de aumentar la autonomía regional, de priorizar políticas favorables a los pueblos, y no a las corporaciones y los organismos internacionales de crédito. También puede alzar la voz para contribuir a disminuir las tensiones bélicas que hoy estremecen al mundo y tornan cada vez más peligrosa la amenaza de un desastre nuclear.
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