Cuando asumió, en enero del año pasado,
Biden imaginó que la IX Cumbre de las Américas sería el ámbito ideal
para el relanzamiento de las relaciones con América Latina y el Caribe.
El Hemisferio Occidental, como se refieren formalmente a su despreciado patio trasero,
es fundamental para la proyección imperial estadounidense y para seguir
sosteniendo su hegemonía global, debilitada por el ascenso de China y
otros actores de peso, como Rusia y la India, que articulan en el grupo
BRICS. Sin embargo, el cónclave de Los Ángeles resultó en un rotundo
fracaso diplomático y político para la Casa Blanca. Nuestra América, en
tanto, tiene una nueva oportunidad de relanzar la coordinación política
regional y unificar una estrategia emancipatoria.
Como representante de la fracción globalista de la clase dominante,
Biden está intentando infructuosamente revertir la crisis de hegemonía
estadounidense. Procura recomponer el alicaído multilateralismo
unipolar, a diferencia de Trump, que había promovido el unilateralismo
unipolar desdeñando los ámbitos multilaterales como la ONU, la OEA o el
G20. Por eso el año pasado el demócrata declaró pomposamente que
«Estados Unidos estaba de vuelta» (Trump, en cambio, faltó a último
momento a la cumbre hemisférica de Lima, en 2018).
La IX Cumbre de las Américas, insinuaba Biden, sería el escenario
perfecto para relanzar el vínculo con América Latina y el Caribe, así
como lo había hecho Obama en la Cumbre de Trinidad y Tobago, en 2009,
pocos meses después de llegar a la Casa Blanca, luego del traspié que
había significado el «No al ALCA» en Mar del Plata cuatro años antes.
Justamente el actual mandatario se jactaba de haber visitado 16 veces la
región durante sus 8 años como vicepresidente (a diferencia de Trump,
que no viajó al sur del Río Bravo en todo su mandato, salvo para la
fugaz visita a Buenos Aires el 30 de noviembre de 2018 para asistir a la
Cumbre presidencial del G20).
Sin embargo, la esperada reunión de Los Ángeles se concretó en un
momento muy inoportuno para Estados Unidos, luego del bochornoso retiro de Afganistán en 2021,
que implicó una humillación para el imperio tras dos décadas de
ocupación de ese país (que se suma a la incapacidad de haber concretado
la caída de los gobiernos de Venezuela y Siria, hostigados de todas las
formas posibles).
A la crisis global que profundizó la pandemia se le suma ahora la guerra en Ucrania,
luego de que Rusia reaccionara ante la creciente presión de la OTAN.
Esta coyuntura disparó los problemas económicos internos en Estados
Unidos (la mayor inflación en 40 años obligó a la Reserva Federal a
subir las tasas de interés, alentando un enfriamiento de la economía,
que en consecuencia podría entrar en recesión en 2023) y el acelerado
deterioro de la imagen del gobierno demócrata, cuyo partido muy
probablemente perderá en las elecciones de medio término de noviembre el
hoy ajustado control del congreso.
Intentando un delicado equilibro entre necesidades internas y
externas, Biden cedió a las presiones del senador republicano Marco
Rubio, del senador demócrata Bob Martínez y el presidente del BID, el
trumpista Mauricio Claver-Carone, y resolvió que solo invitaría a los
líderes «elegidos democráticamente», excluyendo así a los mandatarios de
Cuba (había vuelto a las Cumbres de las Américas en 2015), Venezuela
(había sido excluida en la de Lima) y Nicaragua.
Mantener la política de Trump de asediar a la llamada «troika del
mal» desató un vendaval político en el continente y signó la suerte de
la cumbre. Además, Estados Unidos, en términos económicos, no tiene casi
nada para ofrecer a la región, frente a una China que avanza
implacablemente como socio comercial, prestamista e inversionista en
todo el continente. Washington pretende que los países latinoamericanos
se le subordinen en su disputa global con Pekín y Moscú, pero, a
diferencia de lo que ocurrió en los años noventa del siglo XX, ya no
tiene ni el proyecto (el ALCA o luego el Tratado TransPacífico) ni el
peso económico que ostentaba hace algunos años.
Cuando el 2 de mayo el subsecretario de Estado Brian Nichols reiteró
que los gobiernos que «no respetan la carta democrática» no serían
invitados, se le plantó a Estados Unidos el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador
(AMLO), quien tras visitar Cuba declaró que no viajaría a Los Ángeles
si se imponían restricciones a la participación de países soberanos.
Pronto lo secundaron los integrantes de la Comunidad del Caribe
(CARICOM), el presidente boliviano Luis Arce y la presidenta hondureña Xiomara Castro.
A partir de ese momento, y frente a la posibilidad de que la cumbre
no se realizara, la Administración Biden se vio obligada a realizar
intensas gestiones diplomáticas, incluidos los viajes de la primera dama
y del exsenador Chris Dodd, para evitar que el boicot la hiciera
naufragar. Logró que Bolsonaro finalmente viajara —a cambio de una
reunión bilateral con su par estadunidense— y comprometió la asistencia
de Gabriel Boric y Alberto Fernández, quienes, si bien criticaron la
decisión del Departamento de Estado, no se plegaron a AMLO. El 27 de
mayo, en tanto, los mandatarios del ALBA (creada en 2004 como proyecto
alternativo al ALCA) se reunieron en La Habana para repudiar las
exclusiones y enviar un mensaje a Estados Unidos.
Ante la ausencia de muchos mandatarios de la región (finalmente solo
terminaron asistiendo 23 de 35, resultando la edición de la Cumbre con
más faltazos a nivel presidencial), la participación o no de Alberto Fernández
cobraba especial relevancia. Si se unía a AMLO, a Luis Arce y a Xiomara
Castro, quienes cumplieron su palabra y no fueron por las anacrónicas
exclusiones, el golpe a la Cumbre hubiera sido letal (también faltaron,
por otros motivos, los gobiernos derechistas de Guatemala y El Salvador,
que eran fundamentales porque junto con México son claves para resolver
la crisis migratoria que preocupa a la Casa Blanca).
En los días previos, el presidente argentino subió el tono de las
críticas a Estados Unidos. Sin embargo, tras el llamado telefónico de
Biden y la promesa de una visita a la Casa Blanca el próximo 25 de
julio, anunció que asistiría a la Cumbre, rompiendo en los hechos la
sintonía diplomática que se venía cultivando con México desde la
formación del Grupo de Puebla y que fue importante, por ejemplo, para
lograr la salida con vida de Evo Morales y Álvaro García Linera tras el
golpe de Estado en Bolivia en 2019.
Si bien viajó a Los Ángeles, el tono del discurso de Alberto Fernández (ahora presidente pro témpore
de la CELAC) fue extremadamente duro. Señaló que el país anfitrión no
podía ejercer el derecho de admisión, pidió reemplazar a Luis Almagro en
la OEA por su apoyo al golpe contra Evo («Se ha utilizado a la OEA como
un gendarme que facilitó un golpe de estado en Bolivia») y reclamó que
la dirección del BID debía volver a manos de un latinoamericano. También
llevó el reclamo por la soberanía de Malvinas: criticó que el logo de
las Cumbre no las incluyera. Además, invitó a Biden a la Cumbre de la
CELAC que se realizará el 1º de diciembre en Buenos Aires, dando a
entender que es necesario articular regionalmente para desde allí
plantear unificadamente un diálogo o negociación con Estados Unidos.
Las múltiples ausencias, sumadas a los discursos críticos
—especialmente el del canciller mexicano, quién sí viajó a Los Ángeles—,
el escrache contra el golpista Luis Almagro el martes 7 de junio
(repudiado como «asesino», «mentiroso» y «títere de Washington»), la
realización de la contra Cumbre de los Pueblos y la movilización
callejera en contra de las exclusiones, muestran que Estados Unidos ya
no puede imponer su voluntad como antes.
El problema, de este lado, es la ausencia de una estrategia regional
conjunta: falta recuperar la iniciativa. La UNASUR, convaleciente luego
del retiro de los gobiernos derechistas alineados con Estados Unidos
durante la llamada restauración conservadora, tanto como la CELAC,
podrían ser un ámbito para empezar a avanzar hacia una mayor cooperación política e integración regional.
Nuestra América debe impulsar una estrategia multipolar multilateral y
plantear un programa de mínima con algunos puntos clave en base a
iniciativas que se esbozaron en los últimos tiempos: discutir
conjuntamente las condiciones para la explotación de sus estratégicos
recursos naturales (la «OPEP del litio», junto a una empresa estatal
latinoamericana para explotarlo, sería un buen ejemplo), avanzar hacia
una moneda común a partir de la reciente propuesta de Lula, plantear una
investigación y una moratoria conjunta de la deuda externa, avanzar
hacia una política sanitaria soberana —produciendo a nivel regional, por
ejemplo, algunas de las vacunas cubanas contra el COVID— y,
fundamentalmente, negociar conjuntamente con actores extrarregionales
como Estados Unidos, la Unión Europea y China. Es la única forma de
equilibrar mínimamente las enormes asimetrías con los países más
desarrollados.
El viernes 10 de junio Biden cerraba el encuentro de presidentes con
la firma de la «Declaración de Los Ángeles» y algunas limitadísimas
promesas de ayuda económica para contener a los migrantes y ampliar a 20
000 los refugiados anuales que aceptará Estados Unidos. En realidad,
hay una militarización de la problemática, ya que Estados Unidos
pretende sumar a México y Colombia como aliados principales extra OTAN, o
sea subordinarlos a la estrategia de Washington contra los otros polos
de poder global. En el discurso oficial aparecieron las habituales
apelaciones a la democracia, la seguridad hemisférica, el libre mercado,
los derechos humanos y la inversión privada. Sin embargo, esta vez,
Estados Unidos fracasó en imponer la doctrina Monroe de «América para
los (norte)americanos», que el año que viene cumple exactamente 200
años.
Y no solo lo hizo a nivel gubernamental, sino que, por abajo, y en
estrecha relación con las luchas que están haciendo retroceder a los
gobiernos neoliberales desde 2018, crece la articulación de las
resistencias. No solo se realizó la habitual contra Cumbre de los
Pueblos en Los Ángeles. En Ciudad de México, la semana pasada, miles de
académicos y activistas se reunieron en la Conferencia Latinoamericana y
Caribeña de Ciencias Sociales para pensar y debatir cómo construir ese
otro mundo posible.
El mismo día que cerraba el cónclave de mandatarios en Estados
Unidos, más de 100 000 personas colmaron el Zócalo de la capital azteca
para escuchar al cubano Silvio Rodríguez, en el más que simbólico cierre
del evento organizado por CLACSO. Como señaló allí Álvaro García Linera, en diálogo con La Jornada:
"Hay, de América Latina hacia Estados Unidos, pérdida de miedo y
hasta falta de respeto ante el poderoso. Se ha desvanecido la idolatría y
sumisión voluntaria de las élites políticas hacia lo norteamericano.
Era una especie de cadena mental que te amarraba a mover tu cabeza
siempre diciendo sí a lo que decía Estados Unidos. Ahora no lo oyes. Te
vas. No vienes. Dices lo que quieras. Los otros nos desprecian y
nosotros les hemos perdido el respeto. México ha liderado este divorcio".
El fracaso de la puesta en escena imperial en Los Ángeles abre
grandes oportunidades para reimpulsar el multipolarismo y ampliar los
márgenes de autonomía de Nuestra América, que bajo la dominación
imperial sigue siendo la región más desigual del mundo, con más de 200
millones de pobres según Naciones Unidas. Falta, ahora, que las fuerzas
políticas y sociales progresistas, de izquierda y nacional-populares
vuelvan a poner en el horizonte de sus luchas el proyecto de la Patria
Grande.