Núm. 55 (2020): 2do. Semestre
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Núm. 55 (2020): 2do. Semestre
El fin del gobierno de Donald Trump implica una serie de cambios en la política hemisférica de Estados Unidos. Sin embargo, no hay que sobreestimarlos, ya que las continuidades son también significativas. Joe Biden señaló que los objetivos de su política hacia América Latina y el Caribe son promover la democracia, combatir la corrupción y el cambio climático, impulsar las energías renovables, potenciar la presencia del capital estadounidense y contener a China y Rusia.
(Integrante del Grupo Geopolítica y Economía desde el Sur Global).
El fin del gobierno de Donald Trump implica una serie de cambios en la política hemisférica de Estados Unidos. Sin embargo, no hay que sobreestimarlos, ya que las continuidades son también significativas. Joe Biden señaló que los objetivos de su política hacia América Latina y el Caribe son promover la democracia, combatir la corrupción y el cambio climático, impulsar las energías renovables, potenciar la presencia del capital estadounidense y contener a China y Rusia. En este artículo analizamos los lineamientos de su estrategia, en el contexto de la crisis sistémica que expuso la pandemia y del recrudecimiento de la disputa geopolítica entre Washington, Pekín y Moscú.
El escenario que se abre tras la derrota de Trump
A pesar de la alternancia entre demócratas y republicanos, los objetivos estratégicos de Estados Unidos hacia la región se mantienen desde hace dos siglos, cuando se planteó la Doctrina Monroe (1823): alejar a las potencias extra-hemisféricas, mantener el control del patio trasero y tratar de evitar que avance cualquier proyecto de coordinación política e integración latinoamericana. Divide y reinarás. El llamado “gobierno permanente de las grandes corporaciones”, el complejo militar-industrial y de inteligencia y el equilibrio de pesos y contrapesos bloquea cualquier alternativa de cambio real, como la que podía haber expresado Bernie Sanders, quien sí fue muy crítico del injerencismo estadounidense. Ante cada cambio de los inquilinos de la Casa Blanca, hay más continuidades que las aparentes. Tener esto en claro es fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva relación “entre iguales” con los países de la región.
Sin embargo, para la América Latina no daba igual que ganase Trump o Biden en noviembre pasado. Comparten objetivos, pero existen diferencias en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Biden), en apelar más al bilateralismo (Trump) o al multilateralismo (Biden) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba. El actual presidente se enmarca en la corriente que adscribe al “internacionalismo liberal”, o sea a la fracción globalista de la clase dominante estadounidense.
La reelección de Trump hubiera potenciado a las ultraderechas, como ocurrió con Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca, es difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el poder. Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump hubieran implicado un corrimiento todavía mayor hacia a la derecha en todo el mundo, y en especial en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos hubiera implicado un peligro enorme para la región. La derrota de Trump, entonces, debilita al gobierno de Brasil y a todas las fuerzas y líderes, en cada país de la región, que se referenciaban en ellos.
Para América Latina esto puede significar una enorme oportunidad. La vuelta al poder de Luis Arce y el MAS en Bolivia, sumada al triunfo popular en el plebiscito del 25 de octubre en Chile para reformar la constitución pinochetista y el buen resultado electoral del correísmo en la primera vuelta de Ecuador en febrero, más el retorno de Lula como posible candidato en Brasil en 2022, auguran un nuevo ciclo de protagonismo de los pueblos y las fuerzas sociales y políticas radicales y progresistas en la región, luego de las enormes movilizaciones de los últimos meses del 2019, pausadas por el estallido de la pandemia.
Como señaló Evo Morales el lunes 19 de octubre pasado, horas después del contundente triunfo electoral, es el momento de reconstruir la UNASUR y demás herramientas regionales de coordinación y cooperación política, atacadas por gobiernos derechistas en los últimos años. Álvaro García Linera, hace algo más de dos años y, frente a tantos agoreros que pronosticaban una robusta restauración conservadora, pronosticó que no habría un largo invierno neoliberal ya que, a diferencia de los años noventa de siglo pasado, cuando se impuso el llamado Consenso de Washington, el neoliberalismo del siglo XXI no tenía un proyecto. Parecía, más bien, un “neoliberalismo zombi”, con poco combustible. La crisis hegemónica del imperio –en cuyo seno miles y miles de jóvenes que simpatizan con el socialismo se lanzan a la participación política– genera condiciones para que el renovado protagonismo de los pueblos latinoamericanos impulse un cambio histórico y ponga en marcha la construcción de la tantas veces anhelada Patria Grande. La región podrá aprovechar la circunstancia de que el gobierno estadounidense deberá abocarse mucho más a las fracturas domésticas que a la proyección hegemónica global.
Las promesas de campaña de Biden y los lineamientos de su política exterior: smart power y multilateralismo para afrontar los desafíos geopolíticos
Cuando a principios de febrero dio su primer discurso en el Departamento de Estado, Biden declaró pomposamente: “Estados Unidos ha vuelto. La diplomacia está en el centro de nuestra política exterior”. Allí expuso los lineamientos: caracterizó a China como su “mayor competidor” (“Enfrentaremos los abusos económicos de China, contrarrestaremos su acción agresiva y coercitiva para rechazar el ataque de China a los derechos humanos, la propiedad intelectual y la gobernanza global. Pero estamos listos para trabajar con Beijing cuando sea de interés para Estados Unidos hacerlo”), endureció el tono con Rusia (“Le dejé en claro al presidente Putin, de una manera muy diferente a la de mi predecesor, que los días en que Estados Unidos se volcaba ante las acciones agresivas de Rusia, interfiriendo con nuestras elecciones, ciberataques, envenenando a sus ciudadanos, se acabaron”), denunció violaciones de derechos humanos, exaltó a las agencias de seguridad estadounidenses y planteó que cooperaría con el resto del mundo. Al mismo tiempo, realizó tres anuncios, que en parte modifican orientaciones de su antecesor: aumentó el límite de refugiados admitidos (de 15.000 a 125.000), el fin del apoyo de Estados Unidos a la ofensiva de sus aliados en la guerra de Yemen y el freno a la retirada de tropas estadounidenses de Alemania.
Más allá de mantener el objetivo geopolítico de frenar el avance chino, la estrategia es parcialmente distinta a la de Trump. Apeló a la cooperación internacional, y al fortalecimiento de las alianzas tradicionales, aunque también a la posibilidad de entendimientos con Moscú y Pekín: “Liderar con la diplomacia significa trabajar codo a codo con nuestros aliados y socios clave de nuevo. (...) Al liderar con diplomacia, también debemos trabajar con nuestros adversarios y competidores de forma diplomática, cuando esté en nuestro interés y en el de la mejora de seguridad del pueblo estadounidense”. Como ejemplo, señaló el acuerdo entre Estados Unidos y Rusia para extender, por otros cinco años, el tratado de armas nucleares Start.
En esa línea, remarcó la vuelta de Estados Unidos al Acuerdo de París y la cumbre multilateral sobre el cambio climático, convocada para el 22 y 23 de abril, para la cual convocó a 50 líderes de los cinco continentes. Estados Unidos también volvió a la Organización Mundial de la Salud (OMS), bastardeada por Trump. En las últimas semanas se están intentando reflotar, además, las negociaciones con Irán, en función de volver a un acuerdo nuclear, como el logrado durante la Administración Obama, del que Trump se había retirado.
Para comandar la política exterior, Biden eligió a Antony Blinken, uno de sus asesores más cercanos, quien ofició como el “número dos” del Departamento de Estado entre 2015 y 2017. Ya hace casi dos décadas que trabaja con el ahora presidente, desde que en el senado participaba en el Comité de Relaciones Exteriores, y luego ofició como su asesor de seguridad nacional durante sus ocho años como vicepresidente de la Administración Obama. Conocido eurófilo y ferviente multilateralista, el actual jefe de la diplomacia estadounidense augura una orientación similar a la que se desplegó durante el último gobierno demócrata. Su estrategia se centrará en intentar restablecer los lazos con los aliados tradicionales de Estados Unidos –muchos de ellos fustigados por Trump- y privilegiar los foros multilaterales desdeñados por el antecesor de Biden.
La política hacia América Latina
Biden está intentando mejorar la alicaída imagen de su gobierno en la región, apelando al multilateralismo –previsiblemente, utilizará su condición de anfitrión en la Cumbre de las Américas 2021 para escenificar un nuevo vínculo más respetuoso y menos prepotente hacia los países de la región-, retomará cierto diálogo con Cuba (aunque por ahora no dio señales de dar marcha atrás con el endurecimiento que se registró durante la Administración Trump) y mantendrá las presiones y sanciones contra Venezuela, pero quizás con una estrategia que involucre a más actores internacionales (la Unión Europea y, quizás, algunos gobiernos latinoamericanos).
A diferencia de Trump, quien no visitó la región durante sus cuatro años en la Casa Blanca (excepto el fugaz viaje a Buenos Aires, pero para asistir a la cumbre de mandatarios del G20 en noviembre de 2018), Biden viajó 16 veces a América Latina y el Caribe durante los ocho años en los que secundó a Obama. Seguramente priorizará el diálogo con nuevos interlocutores, como Alberto Fernández, en vez de Jair Bolsonaro, quien atraviesa un momento de gran debilidad, producto de su pésimo manejo de la crisis sanitaria y de haber perdido a su principal referente y casi único sostén internacional, Trump. Avanzará con la siempre postergada reforma migratoria –que involucra a millones de hispanos, denostados por su antecesor- y ampliará la agenda de temas en las relaciones interamericanas –incluyendo lo vinculado a lo medioambiental-. Obviamente, el objetivo seguirá siendo contener la creciente presencia china, pero con herramientas y recursos parcialmente distintos a los empleados por la saliente administración republicana.
Por el tema migratorio, habrá un énfasis especial en el vínculo con el triángulo México-Centroamérica-Caribe (Biden prometió destinar 4.000 millones de dólares a América Central, como parte de una estrategia para reducir los incentivos para emigrar hacia Estados Unidos) y se espera que, de alguna manera, se retome el proceso de normalización de las relaciones con Cuba, que había iniciado Obama en su segundo mandato y fue congelado y parcialmente revertido durante la Administración Trump, por presión del lobby de Miami y en particular del senador Marco Rubio. En América del Sur, la prioridad será encontrar una manera de forzar la salida de Nicolás Maduro, tras el fracaso de la estrategia de Trump y Guaidó (aunque la Administración Biden sigue reconociéndolo como “presidente encargado”, a diferencia de la Unión Europea), y a la vez reorientar las relaciones con el gobierno de Bolsonaro, con el que existe una débil afinidad ideológica y diferencias por las políticas medioambientales, fundamentalmente en torno a la desforestación de la Amazonia.
Bolsonaro o Fernández: la búsqueda de ¿nuevos interlocutores?
Uno de los objetivos de Biden es, a través del multilateralismo y del soft power, recuperar la influencia de su país en la región, horadada por el rechazo que generaba Trump y por la creciente presencia económica e influencia china y rusa. En ese sentido, apelará a sus iniciativas medioambientales, en claro contraste con su antecesor. Previsiblemente, ya no será el mandatario brasilero su interlocutor privilegiado (negacionista del cambio climático, al igual que Trump), sino que intentará articular con Alberto Fernández, pese a los cortocircuitos bilaterales históricos y a la oposición de buena parte del establishment estadounidense al peronismo en general y al kirchnerismo en particular. Parte de esa esa estrategia se puso en marcha en las últimas semanas, cuando Biden invitó al presidente argentino a participar en la mencionada cumbre multilateral sobre el clima. En ese marco, el canciller Felipe Solá mantuvo una conversación el viernes 2 de abril con el Secretario de Estado Blinken, en la que se planteó la posibilidad de que el mandatario argentino visitara la Casa Blanca, ni bien la pandemia lo permitiera. En esa conversación, que duró casi una hora, el jefe de la diplomacia argentina señaló que su gobierno acompañaba los recientes anuncios de la Casa Blanca, en relación al regreso de Estados Unidos al Acuerdo de París y a la convocatorio a la Cumbre de Líderes sobre el Clima.
Ya Alberto Fernández le había confirmado días antes al ex Secretario de Estado John Kerry –encargado de esta acuciante problemática- su participación en dicha cumbre, a la vez que ratificó la voluntad de “trabajar en forma conjunta para que la recuperación económica pospandemia se pueda alinear con los compromisos climáticos a fin de promover un desarrollo integral y sostenible. (…) Vemos con mucha confianza la llegada de Biden al gobierno de los Estados Unidos. Esperábamos con ansiedad un cambio y tenemos buenas expectativas”, informó en ese entonces Presidencia de la Nación. Desde la Secretaría de Estado, en tanto, se señaló que, en diálogo con Solá, Blinken “enfatizó que nuestra relación de beneficio mutuo está arraigada en valores democráticos compartidos. Subrayó la importancia de trabajar juntos para combatir la crisis climática y expresó su apoyo a la iniciativa de Argentina de organizar una cumbre regional para unir a América Latina detrás de una ambiciosa agenda climática. También subrayó el imperativo de la participación diplomática regional para abordar las amenazas a la democracia, los derechos humanos y la seguridad en nuestro hemisferio” (Infobae, 02/04/2021). En dicha reunión, además, se reafirmaron los compromisos de cada uno de los dos gobiernos con las instituciones multilaterales (con especial mención a la Organización Mundial de la Salud y su mecanismo Covax para distribución de vacunas) y se mencionaron temas históricos que comparten las agendas de ambos países como la lucha el narcotráfico, contra la trata y el tráfico de armas, y también el fortalecimiento de las instituciones republicanas.
Hacia la Cumbre de las Américas
Aunque todavía es pronto para realizar un balance de la política de Biden hacia la región, ciertamente la Cumbre de las Américas, de la cual Estados Unidos volverá a ser anfitrión este año (la primera se realizó en Miami, en 1994, cuando el país del norte pretendía imponer el ALCA), será un termómetro para analizar el estado de las relaciones interamericanas. Veremos si se parece más a la Cumbre de Mar del Plata de 2005, cuando Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Venezuela rechazaron el proyecto hegemónico de Estados Unidos, en función de una estrategia de integración latinoamericana potencialmente más autónoma, o a la última de 2018, en la que primó la intrascendencia (Trump faltó a último momento, al igual que muchos otros mandatarios, debido a la creciente irrelevancia de esta instancia multilateral y a la falta de estrategia latinoamericana coordinada, producto del ascenso de gobiernos derechistas alineados con Washington). Se verá en este cónclave continental qué tiene el nuevo gobierno de Estados Unidos para ofrecer a la región, frente a una China cada día más presente económicamente y ante la reemergencia de gobiernos progresistas que plantean, al menos como horizonte, retomar la senda de coordinación y cooperación política regional. Tal como suelen hacer los demócratas, seguramente se insistirá en que la Casa Blanca procura promover la democracia, los derechos humanos y el respeto por el Estado de derecho en la región, aunque históricamente esa fue la justificación para atacar a gobiernos no alineados con Washington. En la Cumbre de 2009, en Trinidad y Tobago, Obama prometió una nueva “relación entre iguales” con los países latinoamericanos. Sin embargo, la esperanza que había generado en ese encuentro se transformó rápidamente en decepción.
Veremos, también, en la Cumbre de las Américas que se realizará este año, cómo se expresarán las cuatro estrategias regionales de inserción internacional que se despliegan en el actual contexto de crisis del orden global, y que identificamos, junto a Mariana Aparicio y Gabriel Merino, en una reciente investigación: la impulsada por los gobiernos neoliberales, que adscriben al “regionalismo abierto”, es decir que conciben a la asociación regional como un mero trampolín hacia acuerdos multilaterales de libre comercio con los países más desarrollados; la de los gobiernos progresistas o nacional-populares, que apostaron a consolidar el Mercosur o avanzar con nuevas instituciones, como la UNASUR, para ganar mayores márgenes de autonomía; la de los gobiernos bolivarianos, que intentaron avanzar hacia una integración más profunda, alrededor del Proyecto ALBA-TCP, una estrategia más radical y con una perspectiva contra hegemónica; y la de Bolsonaro, quien, si bien despliega una política económica neoliberal, en su alineamiento detrás de Estados Unidos, parece descartar directamente el multilateralismo en general.
Lo cierto es que, más allá de los cambios parciales en los instrumentos y en las tácticas que desplegará la Administración Biden, como ocurre desde hace décadas, Estados Unidos no cejará en su objetivo estratégico de intentar mantener a América Latina como su patio trasero, es decir como su zona de influencia, alejando por un lado a las potencias extra hemisféricas (hoy especialmente China y Rusia), pero también intentando frenar cualquier proyecto o iniciativa de integración regional. Divide y reinarás seguirá siendo su política hacia la región, que debe recuperar la iniciativa, aprovechar el contexto de creciente confrontación geopolítica y trazar una estrategia de coordinación y cooperación políticas, en función de retomar el proyecto de integración latinoamericana, que permita ampliar los márgenes de autonomía.
Sobre el Autor
Leandro Morgenfeld. Es Profesor Regular UBA. Investigador Independiente del CONICET. Integrante del grupo Geopolítica y Economía desde el Sur Global. Es co-coordinador del Grupo de Trabajo CLACSO “Estudios sobre Estados Unidos”.