[el siguiente texto integra el libro Diplomáticos y hacedores de las relaciones internacionales, compilado por Beatriz Figallo y editado por Ciccus]
La diplomacia de Henry Kissinger y el terrorismo de estado en la
Argentina[1]
Leandro Morgenfeld*
“El país que encontré no es el
que publicita la prensa internacional. Su situación es malentendida en Europa y
los Estados Unidos [...]. El Mundial ha proyectado una excelente imagen de la
Argentina hacia el mundo.
Es obvio que el país ha
obtenido un notable progreso en un lapso muy corto”
Henry Kissinger, revista Somos, N. 92, Buenos Aires, 23 de junio de 1978
Introducción
Kissinger jugó un rol central en la elaboración de la
política exterior estadounidense y, en particular, en el vínculo con las
dictaduras en el Cono Sur. En el caso de la Argentina, no sólo cuando se
produjo el golpe del 24 de marzo de 1976, y él encabezaba el Departamento de
Estado, sino en los primeros tiempos del gobierno de James Carter (1977-1981),
a pesar de que ya no era funcionario.
Si bien se ha
escrito mucho sobre la relación entre la dictadura argentina y el gobierno
estadounidense, la reciente desclasificación de nuevos cables diplomáticos
permite entender mejor cuáles fueron las distintas líneas en disputa y cómo
actuaron antes, durante y después del golpe. Hubo una gran primera
desclasificación y entrega de documentos en 2002[2], tras la cual se sumaron
la que prometió Obama cuando visitó la Argentina en marzo de 2016 (Nahón, 2016;
Morgenfeld, 2018)[3]
y, por último, las entregas realizadas por Trump, la última de las cuáles se
produjo el 12 de abril de 2019, con más 43.000 fojas nuevas.
Como señala Marcos
Lohlé, sobre las más de 59.000 fojas de documentos desclasificados desde 2002:
Contar tantos años después con el contenido de aquellos testimonios y de
conversaciones mantenidas entre altos responsables de los dos países, facilita
conocer cómo funcionó el sistema de decisiones que produjeron aquellos hechos,
muchos que históricamente fueron negados. La transcripción de dichas
conversaciones, muchas veces textual, con sus argumentos, aceptaciones y
negaciones, cruzada con la evolución que tuvieron esos mismos hechos que
conocemos a partir del relato de las víctimas o sus familiares, resulta de un
inestimable valor para la justicia, y como ejercicio de Memoria en la
reconstrucción histórica que realizan familiares, investigadores, periodistas y
especialistas en estudios sobre violaciones a los derechos humanos (Lohlé,
2019).
La Casa Blanca,
tras haber apoyado el golpe de Augusto Pinochet contra Salvador Allende, que
generó rechazo en muchos países del continente, intentó recomponer las
relaciones con América Latina (Rabe, 2012). Nixon y Kissinger, quien en septiembre
de 1973 fue nombrado secretario de Estado –aunque ya desde 1969 se desempeñaba
en el estratégico cargo de consejero de Seguridad Nacional[4]-, lanzaron un Nuevo Diálogo con la región. Durante el
gobierno de Isabel Perón, la relación bilateral fue contradictora. Desde la
Casa Rosada se enviaron señales a Washington para mejorar el vínculo, a la vez
que se anunciaron ciertas políticas nacionalistas que afectaban importantes
negocios estadounidenses. El Fondo Monetario Internacional (FMI) y la banca
estadounidense retuvieron créditos destinados a la Argentina que ya habían sido
aprobados, hasta asfixiarla financieramente, en las semanas previas al
anunciado golpe de Estado (Morgenfeld, 2012b).
El vínculo
bilateral dio un giro desde marzo de 1976 cuando, luego de la asunción de Jorge
Rafael Videla, se conoció el nombramiento como ministro de economía de José Alfredo
Martínez de Hoz, con fluidos vínculos con David Rockefeller –hermano menor del
vicepresidente Nelson- y la gran banca estadounidense. El dictador proclamó
rápidamente su alineamiento con Occidente y la lucha contra el comunismo,
siguiendo la Doctrina de Seguridad Nacional. Sin embargo, tras los primeros
meses desde que usurparon el poder, los roces con la Casa Blanca estuvieron a
la orden del día, y se incrementaron cuando asumió Carter, en enero del año
siguiente.
La figura de
Kissinger es clave para entender el rol de Estados Unidos, antes, durante y
después del golpe. Los nuevos documentos desclasificados por Estados Unidos desde
2016 arrojan más luz sobre el apoyo de Kissinger a la dictadura, incluso
después de haber abandonado el Departamento de Estado, y en particular en el
momento de su visita al país en 1978 (Anderson, 2016; Ruiz, 2017; Verbitsky,
2017; Morgenfeld, 2018; Lohlé, 2019; Esquivada, 2019).
Kissinger y la relación argentino-estadounidense antes del golpe
Ni bien asumió, en 1969, Nixon procuró recomponer la
relación con América Latina y resolvió enviar al gobernador de New York y ex
rival en la interna republicana, Nelson A. Rockefeller, a visitar los países de
la región. El viaje, que abarcó 20 países latinoamericanos, generó múltiples
protestas y hechos de violencia, que recordaban la dificultosa gira de Nixon
por la región en 1958, cuando era vicepresidente (Morgenfeld, 2013 y 2018).
Rockefeller elevó un informe tras su periplo, en el que recomendaba que su país
disminuyera las restricciones a la ayuda exterior hacia la región y que les
otorgara, a los países latinoamericanos, preferencias especiales para acceder
con sus exportaciones al mercado estadounidense. Más allá de que Nixon prometió
tener en cuenta las demandas planteadas por los gobiernos latinoamericanos, las
emanadas del Informe Rockefeller y también las del National Security Study Memorandum N. 15 (julio de 1969, bajo el
comando de Kissinger), en realidad la asistencia económica hacia la región se
redujo significativamente: en 1971, por ejemplo, fue de sólo 463 millones de
dólares, 50% menos que el promedio de la década anterior (Selser, 1971: 117).
En el medio de una profunda crisis económica -que llevó a la devaluación del
dólar- para Nixon y Kissinger, más allá de las expresiones públicas, América
Latina no estaba entre sus prioridades.
En la
Argentina, en tanto, después de 7 años de dictadura y 18 de proscripción,
volvió el peronismo al poder, tras lo cual se tensaron las relaciones con
Washington[5]. Ya en su discurso de
asunción, el presidente Héctor Cámpora disparó sus críticas contra el sistema
interamericano liderado por Estados Unidos:
...la Organización de los Estados Americanos (OEA) sufre una profunda
crisis. Lo que ocurre, en el fondo, es que no ha servido a los fines de la
Liberación de nuestros Pueblos, sino que por el contrario ha contribuido a
mantenerlos en la dependencia y en el subdesarrollo. Surgida en los momentos
álgidos de la guerra fría, ni siquiera se justifica ahora dentro de ese
contexto, que debe considerarse totalmente superado por la nueva perspectiva
internacional de la coexistencia pacífica y el multipolarismo creciente. Todo
indica, como acabamos de señalar, que los problemas latinoamericanos deben ser
solucionados en nuestra propia sede...[6]
En
esa misma línea, en junio de 1973, en Lima, Argentina planteó que era necesario
reestructurar la OEA, debido a que Estados Unidos había alentado la balcanización americana y a que no había
confluencia de intereses entre las transnacionales estadounidenses y los países
latinoamericanos. El representante argentino, Jorge Vázquez, exigió la revisión
del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y pidió también la
reincorporación de Cuba, expulsada una década atrás:
La presencia de este pacto militar con una superpotencia como los
Estados Unidos constituye un factor de desequilibrio que origina situaciones de
sojuzgamiento incompatibles con los principios enunciados en el instrumento
constitucional de la Organización de los Estados Americanos. [...] El resultado
ha sido una cadena de omisiones y abusos que no podemos callar: episodios como
el desembarco en la Bahía de los Cochinos, intervención armada en Santo Domingo
y la expulsión del gobierno cubano, integran una historia sombría ante la cual sólo
cabe avergonzarse.[7]
Además, reconoció
los derechos de Panamá sobre el canal interoceánico, ocupado por Estados Unidos
desde principios del siglo XX. Esta posición marcadamente anti-estadounidense
generó simpatías en América Latina, lo que llevó al gobierno de Nixon a
reaccionar con cautela. La respuesta de Washington llegó recién días más tarde,
negando que Estados Unidos tuviera las pretensiones hegemónicas denunciadas por
Argentina.
El
diputado Raúl Lastiri, durante su breve mandato como presidente interino
(junio-octubre de 1973), intentó una ligera moderación del perfil confrontativo
de su antecesor, aunque las tensiones bilaterales perduraron: Argentina
reingresó al Movimiento de los Países No Alineados en septiembre de 1973 -en el
que se planteó la reivindicación de Malvinas-, criticó la doctrina
estadounidense de seguridad hemisférica y rompió el bloqueo económico que
afectaba a Cuba desde hacía más de una década. Durante este gobierno de transición,
el ministerio de economía siguió a cargo de José Ber Gelbard, impulsor de los
acuerdos comerciales con la isla caribeña y de la profundización de la apertura hacia el Este. En ese breve
lapso, en la agenda de las relaciones bilaterales se destacaron cuatro temas:
la crítica del encargado de negocios estadounidense a tres proyectos de ley que
afectaban las inversiones de su país, el anuncio de Gelbard del otorgamiento de
un crédito de 200 millones de dólares a Cuba para comprar automóviles -que
rompía por primera vez el embargo establecido en 1962-, la decisión del general
Carcagno, jefe del ejército, de retirar la misión militar estadounidense que
ocupaba dependencias del Comando en Jefe de su fuerza, y la expansión de las
actividades guerrilleras, que incluían el secuestro de directivos extranjeros
(Escudé y Cisneros, 2000).
El 12
de octubre de ese año, Perón asumió su tercera presidencia. Si bien mantuvo
ciertos límites a los intereses estadounidenses -establecidos en la nueva ley
de inversiones extranjeras-, moderó la confrontación y planteó la necesidad de
un entendimiento con Estados Unidos, en función de su política de atracción de
capitales de las potencias del llamado mundo
libre:
Llegado a la presidencia, Perón procuró mantener respecto de Estados
Unidos una actitud equidistante que permitiera aumentar el margen de maniobra
externo de la Argentina, pero sin llegar al extremo de la confrontación como
había ocurrido durante el gobierno de Cámpora. La gestión peronista no dejó de
plantear sus diferencias con Washington, pero lo hizo a través del previo
consenso con otros países latinoamericanos “críticos” respecto de la política
norteamericana, en temas tales como la reincorporación de Cuba o las cuestiones
comerciales pendientes entre Estados Unidos y los países de la región (Escudé y
Cisneros, 2000).
Profundizando los
vínculos con Europa Occidental, a la vez, Perón pretendía conservar cierta
autonomía respecto de Estados Unidos. Sin embargo, en este período no faltaron
los gestos positivos hacia Washington. Uno de ellos fue la firma en mayo de
1974 de un convenio para la lucha contra el narcotráfico, entre el ministro
López Rega y el embajador Robert C. Hill. En el mismo se afirmaba el vínculo
entre terrorismo y narcotráfico, en línea con la estrategia de guerra contra las drogas iniciada por la
Administración Nixon.
Esta
política hacia Estados Unidos coincidió con el anuncio de Kissinger de un Nuevo Diálogo con América Latina, en la
Conferencia de Tlatelolco, que reunió a los cancilleres americanos en febrero
de 1974. El gobierno de Nixon, para intentar morigerar la reacción
anti-estadounidense en el continente, que se había profundizado luego del
derrocamiento de Allende, prometió abordar el problema del canal de Panamá y
revisar medidas comerciales y financieras que afectaban a los países
latinoamericanos, en un contexto de crisis económica internacional y caída de
la demanda europea de bienes primarios. Una vez más, se desplegaba una
combinación de garrotes y zanahorias. La CIA participó activamente
en el derrocamiento en Chile del primer gobierno socialista electo en América y
también en el golpe de Estado en Uruguay. Meses después, la Casa Blanca
prometía una nueva etapa en la relación con su patio trasero. Lo hacía en un momento de relativa debilidad,
producto de su retirada poco honrosa de Vietnam, de la crisis económica y luego
del estallido del escándalo Watergate,
que terminaría con la renuncia de Nixon.
En
octubre de 1973, Kissinger se entrevistó con el canciller Vignes. Expuso las
concesiones económicas que estaban dispuestos a realizar en el marco del Nuevo Diálogo y destacó la importancia
de Argentina para que la iniciativa llegara a buen puerto, lo cual llevó a su
par argentino a pretender erigirse como vocero
de América Latina con el aval de la Casa Blanca. En forma similar a lo que
había ocurrido con la Alianza del Progreso una década antes, el Nuevo Diálogo nunca fue más allá de la
retórica y las promesas, tendientes a aplacar la renovada yanqui-fobia regional. A pesar de ser un gobierno republicano, la
doble estrategia de concesiones y presiones no parecía ser muy distinta a la
desplegada una década atrás por sus antecesores demócratas, luego de la
revolución cubana (Morgenfeld, 2012a):
A partir de la renuncia de Nixon y la asunción de Gerald Ford a la Casa
Blanca en agosto de 1974, quedó claro que el “Nuevo Diálogo” era una promesa
retórica, vacía de contenido. Ford justificó las actividades de la CIA en el
derrocamiento del izquierdista Salvador Allende en Chile e hirió de muerte el
“Nuevo Diálogo” cuando aprobó la ley de Comercio Exterior (Trade Bill), que contenía una serie de medidas proteccionistas que
discriminaban varios productos exportables latinoamericanos (Escudé y Cisneros,
2000).
Las promesas
hechas luego de la gira de Rockefeller, un lustro antes, fueron, entonces,
tiradas por la borda.
Durante
la primera etapa de la vuelta del peronismo, se profundizó la apertura hacia el Este, iniciada anteriormente:
Fue recién durante el final del gobierno de la Revolución Argentina
cuando bajo la dirección del general Alejandro A. Lanusse se inició el proceso
llamado de ruptura de las “barreras ideológicas”, barreras que tan rígidamente
se habían mantenido durante la gestión de los generales Juan C. Onganía y
Roberto M Levingston. En junio de 1971 la Argentina y la Unión Soviética
suscribieron un Acuerdo Comercial por tres años que establecía la aplicación de
la cláusula de la nación más favorecida y una atención muy especial para los
productos manufacturados. Si bien sus términos eran exclusivamente económicos,
es indudable que el acuerdo del año 1971 tuvo una significación política. Pero
será sin duda el año 1974 el que marcará un hito histórico en las relaciones
argentino-soviéticas. Ese fue el momento del gran cambio en las
tradicionalmente distantes y recelosas relaciones entre Buenos Aires y Moscú; el
comienzo de una vinculación comercial que, por razones quizás ajenas a la
voluntad de las partes, transformaría a la Unión Soviética en el principal
cliente de la Argentina (Lanús, 1984: 110).
Más allá del giro
impulsado por Cámpora, Gelbard y Leopoldo Tettamanti -secretario de Relaciones
Económicas Internacionales-, el canciller Vignes, desde su asunción, se había
opuesto a ese aspecto central de la nueva inserción internacional argentina.
Sin embargo, no logró evitar, por ejemplo, la misión comercial que viajó en
mayo de 1974 a la Unión Soviética, Polonia, Hungría y Checoslovaquia. Esa
orientación se plasmó, un año más tarde, en el inicio de las negociaciones para
la firma de un acuerdo entre la Argentina y el Consejo de Ayuda Mutua Económica
(COMECON). Estos vínculos económicos y políticos con el bloque socialista generaban pocas simpatías en Washington.
Muerto
Perón, su esposa Isabel, ahora a cargo de la presidencia, debió enfrentar una
creciente crisis económica, que no hizo sino horadar su frágil base política.
Necesitado su gobierno de créditos internacionales, la relación con Washington
y con los organismos financieros fue clave. La política exterior se mostró
sumamente contradictoria. Hubo un anuncio de nacionalización de las bocas de
expendio de combustible, pertenecientes a la anglo-holandesa Shell y la estadounidense Esso, que chocaba con la orientación
liberal del Acta Automotriz y con la retracción en relación con la actitud
confrontativa respecto a la OEA iniciada durante la gestión de Cámpora. Las
contradicciones de la política hacia Estados Unidos se enmarcaban en los
propios vaivenes de una política exterior errática:
En síntesis, el nivel de gestión de la política exterior del gobierno de
Isabel evidenció las dificultades propias de un régimen constitucional que
venía arrastrando serios problemas de funcionamiento desde mucho antes de la
asunción de la viuda de Perón a la presidencia. Por cierto, el alto grado de
conflictividad facciosa en el seno del partido gobernante —expresado en la violencia
política—, la falta de estabilidad política y económica y la capacidad de veto
de los grupos de presión —sindicatos, empresarios, sectores agropecuarios,
Fuerzas Armadas— no fueron condicionantes exclusivos del período de gobierno de
Isabel Perón. Muy por el contrario, estuvieron presentes desde el inicio mismo
del régimen, en mayo de 1973, hasta su implosión casi tres años después. No
obstante, dichos problemas de origen en la gestión del régimen político interno
y en la política exterior de dicho régimen, la capacidad de liderazgo y de
arbitraje de Juan Perón permitió moderar sus negativos efectos en la política
interna y exterior, hasta su muerte en julio de 1974 (Corigliano, 2007: 76).
Vignes
operó para que el embajador argentino en Washington, Alejandro Orfila, fuera
nombrado nuevo secretario general de la OEA:
En mayo de 1975, la posición crítica del gobierno argentino ante el rol
de la OEA dio indicios de revertirse. Esta actitud estuvo vinculada a la
expectativa del canciller Vignes de poder asumir un papel de intermediario
entre Estados Unidos y los países de la región partidarios de las reformas del
sistema panamericano, y a la posibilidad de que el hasta entonces embajador
argentino en Washington, Alejandro Orfila, fuera elegido secretario general de
la OEA. El gobierno y los medios de prensa que respondían al partido gobernante
festejaron la elección de Orfila en marzo de 1975, en la errónea creencia de
que la presencia de una figura argentina con buena imagen en la Casa blanca
sería condición suficiente para atraer respaldo político e inversiones de
Washington (Escudé y Cisneros, 2000).
En
pocos meses, Argentina pasó, entonces, de una suerte de impugnación del
organismo, denunciándolo como un instrumento de la política imperialista estadounidense,
a negociar para lograr la elección de un diplomático local como máxima
autoridad de ese organismo regional. Pero ese inmenso gesto hacia Washington
-que resultó beneficioso para el Departamento de Estado, que buscaba distender
las relaciones interamericanas- no logró el apoyo político y financiero
esperado. La gran banca estadounidense y el FMI retuvieron créditos ya
aprobados para la Argentina en los meses finales del caótico gobierno de Isabel
Perón, para alentar su agonía e impulsar a los sectores golpistas. Más allá de
ciertas prevenciones de diplomáticos estadounidenses y del Capitolio, dominado
por los demócratas desde 1975, Kissinger[8] alentó la toma del poder
por parte de las fuerzas armadas.
Kissinger y Videla en 1976
El golpe del 24 de marzo de 1976 produjo un giro en la
relación con Estados Unidos. No hubo intervención directa de la Agencia Central
de Inteligencia (CIA), como en el caso chileno, pero sí un apoyo político,
económico, diplomático y militar a la dictadura. El anuncio del plan de
Martínez de Hoz, el 2 de abril, llevó a la Administración Ford a otorgar ayuda
financiera a la Junta Militar encabezada por Videla. En los meses siguientes,
fluyó también la asistencia militar. El ministro de economía, según la Casa
Blanca, era una garantía para los intereses económicos estadounidenses en la
región. Y el gobierno de facto, una garantía para el combate contra la
subversión. Las fuerzas armadas, después del auge de luchas populares
inaugurado por el Cordobazo y del traumático retorno del peronismo, daban
seguridades a Kissinger de mantener al país en el rumbo occidental, cristiano y
anticomunista. La Junta Militar parecía ser un resguardo para la seguridad
nacional de Estados Unidos. Esto era música para los oídos de la administración
republicana, a pesar de las voces en el congreso y en el propio Departamento de
Estado que tempranamente cuestionaron la violación sistemática de los derechos
humanos en Argentina. El gobierno encabezado por Videla, por su parte, quería
evitar esas críticas y era consciente de que, siendo un año de elecciones
presidenciales en Estados Unidos, se tornaba difícil para la Casa Blanca apoyar
públicamente y sin matices a una junta militar responsable de una cruenta
represión interna.
Dos
días después del golpe se reunieron Kissinger y William D. Rogers, subsecretario
de Estado, y debatieron sobre Argentina y la postura que debía tomar la Casa
Blanca frente al golpe. Mientras Rogers anticipaba que se derramaría mucha
sangre y aconsejaba no apresurarse, Kissinger planteó que los golpistas necesitaban
del estímulo estadounidense y no quería dar la idea de que serían hostigados
por Washington. Como bien recuerda Jon Lee Anderson en un reciente artículo,
Kissinger fue casi inmediatamente advertido por su subalterno:
“Pienso que tendremos que esperar un grado de represión bastante alto,
probablemente una gran cantidad de derramamiento de sangre en la Argentina
dentro de muy poco tiempo. Pienso que van a aplicar mano muy dura no ya para
con los terroristas sino también con los disidentes gremiales y partidos
políticos”. A lo que Kissinger le contestó: “Entonces tendremos que apoyarlos
en todas las posibilidades con que cuenten […] porque realmente los quiero
apoyar. No deseo aparecer como que los EEUU los estén acosando…” (Anderson,
2016).
Estas dos
posiciones resumían el debate dentro del Departamento de Estado:
Desde el 24 de marzo de 1976 quedaron expresadas dos posturas en el
Departamento de Estado respecto al gobierno argentino. A aquellos que apoyaron
decididamente la política de la dictadura se opuso la de quienes planteaban que
no debían repetirse los errores cometidos en los casos chileno y uruguayo, que
le valieron, al Departamento de Estado, quejas del Congreso y la opinión
pública (Mazzei, 2013: 22).
En un
libro publicado hace casi una década, Marcos Novaro (2011) cuestiona la idea
del fuerte apoyo del gobierno de Estados Unidos al golpe, y plantea que, ya
bien por la experiencia adquirida tras los golpes en Chile y Uruguay, ya bien
porque pocos meses después habría elecciones presidenciales -donde el tema del
apoyo a las dictaduras latinoamericanas fue parte del debate entre Ford y
Carter-, prevaleció una postura más bien prescindente:
Argentina fue, ya entre 1975 y 1976, un caso aparte en el Cono Sur,
tanto debido a la complejidad de los conflictos políticos que la atravesaban,
como a la virulencia que había alcanzado en ella el fenómeno de la violencia
política, y al menos así fue tratada por parte de una porción de la diplomacia
norteamericana; lo que implicó que, más allá de las preferencias pro militares
y anticomunistas que la guiaban (especialmente intensas en el caso de su jefe,
el secretario de Estado Kissinger), esta mantuviera una actitud que en términos
generales podemos denominar “prescindente” frente al golpe de Estado… (Novaro,
2011: 23).
A
nuestro juicio, Novaro se circunscribe a las posiciones dentro del Departamento
de Estado y soslaya, en cambio, el boicot financiero del FMI al gobierno de
Isabel Perón en los meses previos al golpe, y el flujo de créditos que se dio a
la Junta Militar en sus primeras semanas. Además, no toma en cuenta que, más
allá de las posiciones diferentes en el Departamento de Estado -por ejemplo,
las fuertes divergencias entre Kissinger y el propio embajador en Buenos Aires,
Robert C. Hill-, en realidad terminó prevaleciendo la posición del jefe de la
cancillería estadounidense. Escudé y Cisneros, a diferencia de Novaro, resaltan
el fuerte apoyo estadounidense al golpe:
...la emergencia de un gobierno autocrático en la Argentina fue
percibida como una salida “necesaria” al caos generado por el gobierno de
Isabel Perón. Así, desde Washington, medios de prensa y organismos oficiales
emitieron evidentes gestos de la posición favorable de la administración Ford
hacia el nuevo gobierno argentino. Un cable proveniente de la capital norteamericana
informó acerca de la “buena disposición” con que el Fondo Monetario
Internacional saludaba al régimen militar argentino, mencionándose la
posibilidad de que el gobierno de Videla obtuviese un crédito stand-by por 300 millones de dólares. A
su vez, el propio gobierno de Ford recomendó el envío a los militares
argentinos de 49 millones de dólares en concepto de asistencia militar para el
año 1977. Por cierto, estos gestos demostraron la positiva repercusión que en
las autoridades y los hombres de negocios norteamericanos tuvo el plan liberal
del ministro Martínez de Hoz, que apuntaba a la apertura financiera y la
atracción del capital extranjero. Desde la óptica de la administración Ford, la
política económica de Martínez de Hoz era una “garantía de los intereses de la
política económica exterior de los EE.UU.” y el gobierno de Videla constituía “un
factor de perfecta estabilización” después de “las luchas con características
de casi guerra civil” en los años de las administraciones peronistas (Escudé y
Cisneros, 2000).
Ya en
junio, por ejemplo, la CIA tenía conocimiento de la existencia del Plan Cóndor,
la coordinación represiva con las dictaduras de Argentina, Chile, Bolivia, Perú
y Paraguay para el asesinato secreto de perseguidos políticos (Verbitsky, 2017;
Lohlé, 2019; Londoño, 2019). Sin embargo, ambas tendencias en el Departamento
de Estado caracterizaban a Videla como la línea moderada dentro de la Junta Militar
que gobernaba Argentina y eran renuentes a atacarlo directamente, supuestamente
para no fortalecer su desplazamiento por parte de la línea dura.
Desde nuestra
perspectiva, más que concluir que, a diferencia de los casos de Chile o
Uruguay, en el caso argentino primó la política de hands off -de prescindencia o de distancia-, en realidad ocurrió
algo similar que una década atrás. En 1966, a pesar de las simpatías para con
Onganía, el reconocimiento diplomático de su gobierno se demoró unos días, a
diferencia de lo que había ocurrido dos años antes con el golpe contra Joao Goulart
en Brasil. Como señalamos en un trabajo anterior (Morgenfeld, 2014), eso
respondía a la necesidad de “guardar las formas”, o sea de no contradecir tan
abiertamente la prédica democrática que acompañaba la Alianza para el Progreso.
Lo mismo puede decirse respecto al golpe de 1976. Más que una política de no
intromisión, lo que hubo fue un doble discurso por parte de Kissinger,
planteando el público la preocupación por la violación de los derechos humanos,
y en privado avalando el terrorismo de estado, ya conocido por el Departamento
de Estado semanas después del golpe. En las entrevistas entre Kissinger y
Guzzetti, en junio y octubre de 1976, el primero respaldó el terrorismo de
Estado y hasta sugirió que “hicieran lo que tuvieran que hacer lo más
rápidamente posible”.
La primera reunión
entre los dos jefes de las cancillerías se produjo en Santiago de Chile, el 10
de junio de 1976. En 2004 se desclasificaron las 13 páginas del Memorándum de
esa conversación, en la que el secretario de Estado le dijo a su par argentino:
Estamos siguiendo de cerca los eventos en Argentina. Esperamos que al
Nuevo gobierno le vaya bien y tenga éxito. Vamos a hacer lo que podamos para
que tenga éxito […] Nosotros sabemos que Uds. están atravesando por un período
difícil. Resulta un tiempo curioso toda vez que se juntan actividades
terroristas, criminales y políticas, sin una separación clara entre sí.
Comprendemos que deben ustedes adoptar una posición de autoridad bien clara […].
Si existiesen cosas que deben ser hechas, deberán ustedes hacerla rápidamente[9].
Cuatro meses más
tarde, el 7 de octubre, Kissinger se reunió nuevamente con el almirante Guzzetti
en el famoso hotel Waldorf Astoria de Nueva York, ocasión en la que volvió a manifestarle
al canciller su apoyo:
Nuestra actitud básica es que estamos interesados en que tengan éxito.
Tengo una visión a la antigua de que los amigos deben ser apoyados. Lo que no
se entiende en EE.UU. es que ustedes tienen una guerra civil. Leemos sobre los
problemas de los derechos humanos, pero no el contexto. Cuánto más rápido
tengan éxito, mejor (Rosales, 2003).
Estos dichos de
Kissinger se conocieron por la desclasificación de documentos diplomáticos impulsada
por organismos de derechos humanos y por el National
Security Archive desde hace dos décadas y gracias a la ley de libertad de
información. Estas transcripciones de las reuniones entre los cancilleres –y
también con el secretario de Estado interino Charles Robinson- hicieron
explícito el apoyo de la Casa Blanca a la represión ilegal que se estaba
desarrollando en la Argentina desde el 24 de marzo.
Guzzetti salió
eufórico de la reunión con Kissinger, declarando que contaban con el apoyo de
Washington. Esto fue sistemáticamente negado por el secretario de Estado para
el Hemisferio Occidental, Harry Shlaudeman (“Guzzetti escuchó lo que quiso
escuchar”)[10].
Pero los cables[11]
confirman que el enviado de Videla efectivamente había recibido el aval
explícito de la máxima autoridad del Departamento de Estado:
Carlos Osorio, director del Proyecto de Documentación de la Argentina,
del National Security Archive, dijo a LA NACION que los nuevos documentos “no
dejan la menor duda de que había dos líneas: una, la oficial y otra, la que
mantenían en reserva, como fue el mensaje directo y claro de parte de Kissinger
a los militares argentinos. Los militares interpretaron perfectamente lo que
habían escuchado”, señaló el experto que trabaja en la desclasificación de
documentos. Indicó que los nuevos memorándum [2003] no se habían incorporado en
la entrega que hizo el Departamento de Estado en agosto del año pasado [2002] y
que por ello la historia estaba inconclusa (Rosales, 2003).
Según reportó el
propio embajador Hill, esto fue interpretado por el gobierno como una luz verde
para avanzar con el terrorismo de estado. Y esta línea política perduró, más
allá de las voces disidentes:
El agravamiento de la situación de los derechos humanos multiplicó los
reclamos de los congresistas norteamericanos y de una segunda línea del
Departamento de Estado que impulsaban sanciones económicas y militares hacia la
Argentina. No obstante, se impuso la postura de Kissinger de no importunar a
las dictaduras latinoamericanas, consideradas aliadas en la lucha de Occidente
contra el Comunismo (Mazzei, 2013: 22-23).
Kissinger
era por entonces cada más duramente presionado por el congreso estadounidense,
crítico del férreo apoyo que venía otorgando a las dictaduras del Cono Sur
desde su asunción como secretario de Estado. Poco antes del recambio político
de enero de 1977, el Subcomité sobre Organizaciones Internacionales del
Congreso de los Estados Unidos – conocido como Subcomité Fraser[12], que desde 1973 venía
haciendo audiencias sobre la situación de los derechos humanos en distintos
países de América Latina- invitó a una serie de testigos a declarar sobre el
caso de Argentina. Según un documento desclasificado en 2019, esto generó la
ira del embajador Hill:
No ha ayudado a nuestros esfuerzos el hecho de que, entre los cinco
testigos convocados por el Subcomité Fraser a los que se mencionó en los
telegramas de referencia A y B (Rodolfo Puiggrós, Juan Gelman, Gustavo Roca,
Lucio Garzón Macedo y Roberto Pizarro), los cuatro primeros son todos miembros
o ex miembros del Partido Comunista argentino o del ERP. ¿Son estos testigos
objetivos?.[13]
Tras criticar esa
selección de testigos –indicando que darían argumentos a la junta militar
respecto a que las críticas a las violaciones de derechos humanos eran parte de
una campaña comunista internacional- el cable de Hill cierra pidiendo al
Departamento de Estado que alentara al Subcomité Fraser a convocar a “un puñado
de argentinos que, aunque profundamente comprometidos con la defensa de los
derechos humanos, no estén tan identificados con la izquierda radical como para
perder toda credibilidad como testigos”.[14]
Poco
antes de la reunión con Guzzetti en New York, Kissinger enviaba a Hill
directivas sobre el Plan Cóndor:
… Henry Kissinger envió instrucciones precisas a su embajador en Buenos
Aires a través de un telegrama secreto que lleva por título “Plan Cóndor”. El
23 de agosto de 1976, Kissinger le pide al embajador Robert Hill que hable con
Jorge Rafael Videla el presidente argentino y que le diga que los Estados
Unidos se encuentran preparados para intercambiar información sobre la
actividad terrorista en cualquier lugar del mundo. El telegrama secreto
contiene también instrucciones concretas para sus representaciones en Santiago
de Chile, Asunción, La Paz y Montevideo. En el último párrafo, llama la
atención que Kissinger alerte sus embajadores, advirtiéndoles que en ningún
caso una agencia estadounidense puede señalar individuos para que sean
asesinados (Lohlé, 2019).
Este
cable, entre otros, confirma la activa participación de Estados Unidos en el
plan regional de persecución y exterminio de opositores a las dictaduras. Días
después del envío de estas instrucciones, el 21 de septiembre, el ex canciller
de Salvador Allende, Orlando Letelier, era asesinado mediante una bomba, en
Washington DC, por Michael Townley, agente de la CIA, quien recibía también
órdenes del General Pinochet.
Kissinger tras abandonar el Departamento de Estado: la visita de 1978, antes
de la CIDH
La situación comenzó a cambiar recién en enero de 1977,
cuando los demócratas volvieron al poder. Durante la presidencia de Carter
(1977-1981), uno de los ejes de su política exterior fue denunciar la violación
de los derechos humanos en determinados países. El flamante mandatario desplegó
esta política, en el marco de una estrategia para recomponer la hegemonía
norteamericana a nivel global, circunstancia que explica, en parte, la mayor
hostilidad de Washington hacia la dictadura argentina. Desde distintos
estamentos del gobierno de Carter se condenaron las flagrantes violaciones de
los derechos humanos por parte del régimen encabezado por Videla y, desde 1978,
se suspendió la ayuda militar a la Argentina (Rapoport y Spiguel, 2005: 57).
Claro que había, al menos en Washington, una doble vara. Mientras se sancionaba
la represión en Argentina, no se hacía lo propio con la dictadura de Pinochet
en Chile, ni había una condena al Plan Cóndor, en el que participaba la propia CIA.
Desde la asunción de Carter hubo un giro, desde una óptica supuestamente
realista, defendida por Kissinger para justificar sus alianzas con dictadores
sudamericanos, hacia una concepción más idealista o principista. Argentina se
transformó en un caso testigo para entender los alcances y límites de este
viraje de la política exterior estadounidense en general, y de la política
hacia América Latina en particular[15].
La posición de
Kissinger frente a las dictaduras en la región –en particular el apoyo a
Pinochet- fue clave para alentar a los golpistas argentinos en 1976, y luego
para sostenerlos en el tiempo, a pesar de las presiones internas y de la
oposición que planteaban los demócratas, de cara a las elecciones de noviembre
de ese año. Incluso en 1978, cuando arreciaban en Estados Unidos las críticas a
Videla por las violaciones de derechos humanos, Kissinger visitó la Argentina,
donde se jugaba el Mundial de Fútbol.
Antes de
aterrizar, el ex jefe de la cancillería estadounidense declaró ante los
periodistas que lo acompañaban: “Siempre quise conocer la Argentina. Por fin
llegó la hora de concretar ese anhelo. Por lo pronto, veo que Buenos Aires es,
sencillamente, deslumbrante” (Sagaian, 2018). Estuvo en el país durante cinco
días, presenciando partidos del Mundial en los estadios de River Plate y de
Rosario Central, pero también participando en reuniones, comidas, visitas a
instituciones como el Consejo Argentino de Relaciones Internacionales (CARI),
en charlas y entrevistas con militares, empresarios, intelectuales y
funcionarios de la dictadura, como Martínez de Hoz, quien lo llevó de visita a
una estancia en Tandil (Martínez de Hoz, 2014).
Hasta acompañó a
Videla a visitar el vestuario visitante, en el polémico partido en el que la
selección local terminó venciendo por 6 a 0 a Perú –debía hacerlo por al menos
cuatro goles, para avanzar en el torneo-. Así lo recordó en marzo de 2018 el ex
jugador peruano José “El Patrón” Velásquez, titular en aquel famoso partido,
quien reveló, ante al diario peruano Trome,
que hubo cosas raras –como la inclusión en el equipo titular del arquero
argentino naturalizado peruano Ramón Quiroga, pese a la oposición de sus
compañeros-:
“Videla entró al vestuario con el secretario general de Estados Unidos,
Henry Kissinger, supuestamente a desearnos suerte. ¿Qué tenían que hacer ahí?
Fue como una manera de presionarnos, para ver a los que se habían vendido”.
Esta versión fue ratificada por otro integrante de esa selección peruana,
Germán Leguía, en declaraciones a Radio Programas de Perú: “Videla entró con
Kissinger, nos habló de los hermanos argentinos, nos leyó un comunicado de
Morales Bermúdez (dictador de Perú en esa época). Que siempre hemos colaborado,
que nos han defendido... Te estaba diciendo que si Argentina no salía campeón
reventaba todo” (Hein, 2018).
La presencia del
influyente Kissinger en el país, y acompañando al presidente de facto argentino
en pleno Campeonato Mundial de Fútbol, implicaba un claro apoyo, que pretendía
contrarrestar las presiones de Derian, promoviendo su pérdida de influencia en
Washington. La tenaz funcionaria terminaría tiempo después teniendo que
alejarse del gobierno (Schmidli, 2013).
El respaldo que implicó
esta destacada visita se refleja en los memos emitidos por la embajada de
Estados Unidos en Buenos Aires, desclasificados recientemente: “Kissinger
aplaudió los esfuerzos de la Argentina en la lucha contra el terrorismo”,
señala uno de los comunicados emitidos por el embajador estadounidense Raúl
Castro, luego de un almuerzo entre Videla y el ex Secretario de Estado:
Mi principal preocupación es que Kissinger repitió varias veces su
satisfacción por la acción desarrollada por la Argentina en pro de aniquilar el
terrorismo y que este reconocimiento tal vez haya calado muy profundamente en
el pensamiento de quienes lo habían invitado. […] Existiría un cierto grado de
peligro de que los argentinos puedan utilizar estas declaraciones laudatorias
emitidas por Kissinger como justificativo para endurecer aún más su posición
con respecto a los derechos humanos.[16]
En otro de esos
comunicados de la embajada estadounidense se señala un apoyo todavía más
explícito por parte de Kissinger, en ocasión de la reunión que mantuvo en el
CARI: “El gobierno de la Argentina había hecho un trabajo excelente aniquilando
a las fuerzas terroristas”[17].
Una vez más, como
en 1976, Kissinger avaló el terrorismo de Estado, a pesar de que ya no era
funcionario y de que un sector del gobierno de Carter pretendía modificar su
política de alianza con la dictadura argentina. Claramente su objetivo era
boicotear ese giro parcial en la relación con la dictadura argentina. Y lo hizo
poco antes de otra visita clave, la de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH), en 1979. La visita de Kissinger fue criticada también por
Robert Pastor, funcionario del Consejo de Seguridad Nacional, quién escribió en
un cable –desclasificado en 2016-: “Los elogios [de Kissinger] al Gobierno argentino
en relación a su campaña contra el terrorismo fueron la música que el Gobierno
argentino ansiaba escuchar”.[18]
Carter ejerció
presión sobre Videla de distintas formas: no vendiendo armamentos, limitando la
provisión de bienes estratégicos e impulsando una misión de la OEA que llegó al
país a recoger acusaciones sobre el terrorismo de Estado. Hubo una negociación
entre el gobierno argentino y el Departamento de Estado para aceptar la llegada
de esta delegación a cambio de que no realizara un informe demasiado duro
contra la Junta Militar (Novaro, 2011: 117-155). Sin embargo, el documento que
produjo la CIDH tras la visita dejó muy mal parado al gobierno e incrementó las
presiones externas e internas. De todas formas, la gran banca privada, liderada
por David Rockefeller, siguió financiando a la Junta, y lo propio ocurrió con
el Tesoro estadounidense. De esta forma, continuaron fluyendo los créditos
hacia la Argentina. Los contactos de Martínez de Hoz con el gran capital
estadounidense, entonces, limitaron las sanciones esbozadas por Carter. Además,
en 1979 triunfó en Nicaragua la Revolución Sandinista, con lo cual Washington
incrementó la política dura e injerencista, con la excusa del combate contra el
comunismo ahora en América Central. En consecuencia, se fortalecieron las
críticas estadounidenses al énfasis de Carter en el tema de las violaciones de
los derechos humanos por parte de las dictaduras aliadas. La guerra fría, argumentaban los halcones, obligaba a soslayar los
excesos de los gobiernos militares en la cruzada contra el peligro rojo.
La visita de la
CIDH se concretó entre el 6 y el 20 de septiembre de 1979[19]. Diversas corporaciones se plegaron a la posición oficial de la Junta Militar
y respaldaron su accionar en una solicitada, que pretendía contrarrestar las
denuncias de los organismos de derechos humanos. La Sociedad Rural Argentina,
el Rotary Club de Buenos Aires, el Centro de Exportadores de Cereales, la
Cámara Argentina de Frigoríficos, la Federación de Cámaras de Exportadores de
la República Argentina, el Centro Argentino de Ingenieros, la Cámara Argentina
de Productos Avícolas, la Unión General de Tamberos, el Consejo Empresario
Argentino y el Consejo Publicitario Argentino, entre otras entidades,
respaldaron públicamente la “lucha antisubversiva” encarada a partir de marzo
de 1976. También la denominada “Agrupación Democrática Argentina” repudió el
accionar de la CIDH.
Estas expresiones
acompañaron la campaña gubernamental que llamaba a la población civil a
manifestarse bajo la consigna “Los argentinos somos derechos y humanos”. Pese a
esta táctica de la dictadura cívico-militar, la visita, esperada por los
organismos de derechos humanos, logró dejar asentadas miles de denuncias[20].
Este intento de
Videla de “lavarse la cara” ante Estados Unidos y el resto del mundo fue
aprovechado por algunos dirigentes de partidos políticos, y también con los
sectores de las fuerzas armadas que desaprobaban la táctica de haber aceptado
esta visita. Más allá de las intenciones de Videla, la llegada de la CIDH
provocó una movilización muy importante, que escapó al control militar y
amplificó en el exterior las denuncias por el terrorismo de estado. No
casualmente poco después, en octubre de 1980, Adolfo Pérez Esquivel recibiría
el Premio Nobel de la Paz y se
multiplicarían las presiones internacionales por las sistemáticas violaciones
de derechos humanos en Argentina. Internamente, marcó también el inicio de una
creciente movilización popular contra la dictadura, que se manifestaría también
en la activación sindical, a través del llamado a huelgas y la masiva
movilización de marzo de 1982, poco antes del inicio del conflicto de Malvinas.
Tras la vuelta a
la Casa Blanca de los republicanos, estos criticaron el supuesto oprobio al que
Carter había sometido a la Junta Militar argentina. Durante el gobierno de
Ronald Reagan (1981-1989), el tema de los derechos humanos volvería al terreno
de la quiet diplomacy que había
cultivado Kissinger: las “observaciones” sobre esta temática sensible debían
plantearse a través de canales reservados, no públicos. Dos meses después de
asumir, Reagan anunció planes para convencer a los legisladores de derogar la
prohibición de vender armamentos y suplementos militares a la Argentina, y en
julio de 1981 se terminó con la política de votar en contra de los créditos
solicitados por la Casa Rosada en las instituciones financieras
internacionales, basada en el tema de los derechos humanos. La línea de
Kissinger volvía a imponerse.
Conclusiones
En cuanto a la ponderación de figuras diplomáticas y
hacedores de las relaciones internacionales, existe un extendido consenso
acerca de la enorme relevancia de Kissinger, quien, al día de hoy, con 97 años,
sigue siendo una figura de consulta clave de la Casa Blanca y se ha reunido en
más de una ocasión con Donald Trump. Incluso todavía es una voz muy escuchada
en el ámbito de los analistas internacionales[21]. En diversos trabajos se
analizó el rol que cumplió en la consolidación de las dictaduras del Cono Sur
en los años setenta. En el caso específico que abordamos en este texto, y
gracias a nuevos documentos diplomáticos desclasificados desde 2016, podemos
comprender mejor el papel clave que jugó en dos coyunturas distintas: cuando
transitaba sus últimos meses como secretario de Estado, en 1976, y dos años más
tarde, cuando hizo valer su influencia para contrarrestar la política exterior
de Carter, en particular una de sus líneas, la que encabezaba la secretaria de
Derechos Humanos Derian. La tensión y disputa existente entre esas dos líneas
para orientar la política exterior de Carter fue aprovechada por la Junta Militar
encabezada por Videla, para evitar sanciones y lograr apoyo internacional, en
un momento en que empezaban a arreciar las críticas por el terrorismo de estado
implementado en Argentina.
A principios de
los años setenta, Estados Unidos recrudeció su cruzada anticomunista y
contraria también a los nacionalismos en la región. La Casa Blanca, tras haber
apoyado el golpe de Pinochet contra Allende, generó rechazo en muchos países
del continente. Luego de esta acción, Nixon intentó recomponer las relaciones
con América Latina. Kissinger prometió un Nuevo
Diálogo con América Latina, que entusiasmó al canciller argentino Vignes,
quien se (auto) vislumbraba como un posible mediador entre sus pares de la
región y la Casa Blanca. Tras la asunción de Cámpora, se prefiguraba una
profundización de la política exterior con tendencia autónoma vinculada a la
Tercera Posición (Míguez, 2018). Hubo críticas a la OEA, intentos de romper el
bloqueo económico a Cuba, revisar el TIAR y plantear un vínculo más intenso con
los países latinoamericanos. Desplazados Cámpora y su canciller, Juan Carlos
Puig, durante la gestión de Vignes al frente del Palacio San Martín hubo
elementos contradictorios en la relación con Washington y tensiones con otros
funcionarios influyentes del gobierno, como el ministro de Economía Gelbard
(Vignes, 1982). Ya durante el mandato interino de Lastiri, se morigeraron los
choques con la Casa Blanca. Cuando asumió Perón, si bien se mantuvieron los
principios de la Tercera Posición, se moderó el enfrentamiento con Estados
Unidos, en función del objetivo de atraer al país capitales de ese origen y
conseguir mejor acceso al mercado estadounidense para las exportaciones
argentinas (tal fue el planteo en el encuentro continental de Tlatelolco,
México, en febrero de 1974).
Durante
el gobierno de Isabel Perón, y en medio de una profunda crisis económica, la
relación bilateral fue contradictoria. Se enviaron señales a la Casa Blanca
para mejorar el vínculo -así puede leerse la elección del argentino Orfila al
frente de la OEA, luego de que el gobierno argentino hubiera repudiado ese
organismo y amenazado con abandonarlo-, a la vez que se anunciaron ciertas
políticas nacionalistas que irritaron a Washington. Kissinger, si bien debía
cuidar las formas, vio con buenos ojos la llegada al poder de los militares y
les facilitó cobertura diplomática y apoyos políticos internos. El vínculo
bilateral dio un giro radical desde marzo de 1976. Cuando se conoció el
nombramiento del ministro de economía, Martínez de Hoz, con fluidas relaciones
con David Rockefeller y la gran banca estadounidense, se sumó el sostenimiento
financiero. Videla proclamó rápidamente su alineamiento con Occidente y la
lucha contra el comunismo como eje de su gobierno, siguiendo los mandatos de la
Doctrina de Seguridad Nacional, lo cual le valió el apoyo de Kissinger. Más
allá del acercamiento, hacia el final de la presidencia de Ford, los choques
con Washington reaparecerían tras la asunción de Carter, cuando los derechos
humanos pasaron a ser uno de los ejes de la política exterior estadounidense y
una recurrente fuente de conflicto con la dictadura argentina.
Kissinger
fue una pieza clave en el vínculo de Estados Unidos con las fuerzas golpistas
en la Argentina, antes, durante y después del 24 de marzo. Y, como mostramos en
este artículo, siguió ejerciendo presiones a favor de la dictadura al menos
hasta 1978, cuando ya no dirigía el Departamento de Estado y un sector del
mismo pretendía sancionar al gobierno militar argentino por las reiteradas
violaciones a los derechos humanos. Los documentos desclasificados recientemente
aportan novedosas evidencias de la gran influencia de Kissinger, incluso en el
breve período en el cual el grupo comandado por Derian tuvo mayor influencia en
Washington. Esto muestra la complejidad de los canales diplomáticos, a través
de los cuales, por vías formales (en el caso de Kissinger hasta 1976) e
informales (ya como ex Secretario de Estado), se expresaban las distintas
líneas que pugnaban en Washington para dirimir la orientación de la política
estadounidense hacia las dictaduras del Cono Sur, en este caso la Argentina.
También observamos cómo operó la Junta militar que entonces gobernaba el país
para para aprovechar esas disputas en función de consolidar y legitimar el
golpe, primero, y luego de evitar o minimizar las sanciones, después. Las dos entrevistas
de Kissinger con Guzzetti en 1976 aportaron al primer objetivo, mientras que su
visita en el marco del Mundial de Fútbol permitió lo segundo, anticipándose a
la polémica llegada de la CIDH. Incluso en su visita a Buenos Aires, declaró en
entrevista con el periodista Bernardo Neustadt que la exitosa represión estatal
podía ser un ejemplo para otros países: “No creo que, de ninguna manera, el
terrorismo sea un problema argentino. Creo que es un fenómeno internacional. Y
la guerra o la lucha que la Argentina tuvo que librar contra el terrorismo es
de importancia. No solamente para la Argentina sino para muchos otros países”.[22]
El trabajo con la
documentación diplomática desclasificada en los últimos años permite
profundizar ese conocimiento y matizar la interpretación que subraya la
supuesta prescindencia del gobierno estadounidense frente al terrorismo de
estado desplegado por la dictadura argentina. Más allá de las dos orientaciones
contradictorias que coexistían en Washington, la que terminó imponiéndose es la
que propiciaba Kissinger. Como bien documenta Schmidli (2013) cuando analiza el
rol de los derechos humanos en la política exterior estadounidense, que
permitió modificar la dirección que los halcones impusieron en el Departamento
de Estado desde que la doctrina de la seguridad nacional se estableció en los
inicios de la guerra fría, el alcance de ese giro, durante la primera mitad de
la Administración Carter, fue limitado y breve (Morgenfeld, 2015). En el
ascenso, auge y posterior declinación de Derian parece graficarse la fugacidad
del lugar destacado que supieron ganar las consideraciones de los derechos
humanos en la política trazada por el Departamento de Estado. Sin lugar a
dudas, la dictadura supo, durante el Mundial de Fútbol y como bien lo
advirtiera el embajador Castro en los cables recientemente desclasificados, aprovechar
los vínculos con Kissinger para debilitar lo más posible el ímpetu de ese fugaz
giro. El ex secretario de Estado despejó el frente externo de Videla, a la vez
que contribuyó a desgastar al grupo que comandaba Derian en el Departamento de
Estado.
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[1] El presente
artículo es producto de una investigación en el marco de los proyectos
PUE-CONICET: “El estado argentino y sus gestores: trayectorias, identidades y
disrupciones, 1852/3-2010. De lo disyunto a lo complejo”, PIP-CONICET: “Los
condicionantes domésticos de la inserción internacional argentina. Presiones,
debates y movilizaciones en torno a la política exterior desde la década de
1960 a la actualidad” y UBACYT: “Política exterior, inserción económica
internacional y movilización popular (1966-2016)”.
* Profesor
Regular UBA. Investigador Adjunto del CONICET, en el IDEHESI.
[2] La primera
desclasificación se produjo luego de una solicitud por parte de Madres y
Abuelas de Plaza de Mayo y el CELS el 16 de agosto de 2000, en ocasión de la
visita a la Argentina de la secretaria de Estado Madeleine Albright. Luego el
CELS realizó un convenio con la ONG estadounidense National Security Archives –liderada por Carlos Osorio-,
especializada en la investigación sobre materiales públicos compartimentados
(Verbitsky, 2017). Los documentos desclasificados están disponibles en:
<https://nsarchive.gwu.edu/>. Las traducciones de los mismos al español
en este artículo son propias.
[3] Sobre los documentos
desclasificados por la Administración Obama, Horacio Verbitsky, presidente del
CELS, señala críticamente: “La segunda tanda de documentos desclasificados
sobre el periodo de la última dictadura argentina no se aparta de una pauta
férrea: cuando hay algún elemento significativo sobre cuestiones operativas de
la represión, la fuente son las embajadas estadounidenses en distintos países
de la región o el Departamento de Estado en Washington, que pese a su nombre se
encarga de las relaciones exteriores. Desoyendo el pedido de los organismos
argentinos defensores de los Derechos Humanos, comunicado tanto al gobierno
argentino como al estadounidense, hay muy pocos documentos de origen militar,
de seguridad nacional o inteligencia. Y los pocos que aparecen de la CIA y del
Consejo de Seguridad Nacional contienen evaluaciones académicas sobre
lineamientos políticos, cuyo interés cuatro décadas más tarde sólo alcanza a
los especialistas” (Verbitsky, 2017).
[4] En diciembre de 1973,
además, Kissinger recibió el Premio Nobel de la Paz, tras negociar el alto al
fuego en Vietnam. Había sido clave, por otra parte, en el restablecimiento de
las relaciones diplomáticas con la China de Mao.
[5] Para un balance de la
política exterior en el período 1973-1976, véase Míguez (2018).
[6] Citado en La Opinión, Buenos Aires, 26 de mayo de
1973, p. 4.
[7] Discurso
del subsecretario Vázquez en sesión plenaria. Tercera Asamblea General de la
OEA. Citado en Lanús (1984: 167).
[8] Incluso un memorándum suyo, de diciembre de 1973 ya alertaba que el
verdadero riesgo para los intereses estadounidenses en la región no era el
comunismo y los grupos insurgentes, sino los gobiernos nacionalistas,
impulsores del estatismo y del nacionalismo económico. CIA RECORDS. Memorandum from Henry Kissinger,
The White House, for The Director of Central Intelli-gence “Key Intelligence
Questions FY 1974”, National Security Council, December 10, 1973. LOC-HAK-453-3-9-6. Citado en Míguez (2018: 43).
[9]
El
documento completo puede consultarse en Osorio y Costar (2004).
[10] Véase la transcripción
del cable completo en
<https://nsarchive2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB104/Doc9%20761022.pdf>.
[11] La transcripción
completa de los mismos puede consultarse en Osorio y Costar (2003). Allí
también están los cables de las conversaciones previas, de septiembre y
octubre, entre el embajador Hill, el ministro Guzzetti y el dictador Videla.
[12] Donald
Fraser era el representante demócrata por Minnesota, que impulsó ese subcomité.
[13] Citado en Esquivada
(2019).
[14] Citado en Esquivada (2019).
[15] Sobre la
política de derechos humanos de Carter y el vínculo Argentina-Estados Unidos
durante la dictadura, se recomienda el libro de William Michael Schmidli
(2013), reseñado críticamente en Morgenfeld (2015). Reconstruye allí la amplia
tarea de Franklin A. “Tex” Harris, funcionario en la embajada en Buenos Aires,
quien se transformaría en un gran aliado de la Subsecretaria de Derechos
Humanos Patricia Derian para presionar en Estados Unidos en pos del recorte de
la ayuda económica y la asistencia militar a la Junta Argentina. Esta ofensiva,
sin embargo, se topó con una enorme oposición por parte de la burocracia en
Washington, la cúpula empresarial, funcionarios de alta jerarquía de la
Administración Carter, el Departamento de Defensa y los medios de comunicación
conservadores. Schmidli describe la gran batalla que se dio en torno al voto
estadounidense negativo para otorgar créditos a la Argentina en las
instituciones financieras internacionales, como el Banco Interamericano de
Desarrollo o el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, que forzaron a
Videla, por ejemplo, a aceptar la visita de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, en septiembre de 1979. Este incremento de la presión sobre la
Junta –que se produjo también en un encuentro personal entre Carter y Videla en
Panamá-, fue pasajero. En Washington, las críticas de los líderes empresarios,
medios conservadores y sus representantes en el Congreso llegaron a su punto
máximo, argumentándose que esta política principista enarbolada por Derian y
sus acólitos perjudicaba la economía estadounidense: “Exacerbadas [esas
críticas] por el creciente déficit en la balanza de pagos y el resurgimiento de
la tensión en la guerra fría, hacia la segunda mitad de la presidencia de
Carter la agenda de los derechos humanos iría debilitándose en el rubro de las
prioridades de la política estadounidense” (Schimidli, 2013: 155). Harris chocó
sistemáticamente con su superior, el embajador en Buenos Aires, Raúl Castro,
partidario de apoyar a la facción “moderada” de Videla y Viola. Entrevista a
Harris realizada por el autor en Buenos Aires, el 26 de marzo de 2016, en
ocasión de la visita de Obama a la Argentina.
[16]
Document 03 Department of State, “Henry Kissinger Visit to Argentina”, Cable
Confidencial, 27 de junio de 1978. Disponible en:
<https://nsarchive.gwu.edu/dc.html?doc=3010640-Document-03-Department-of-State-Henry-Kissinger>.
[17]
Ididem.
[18]
Document 04 National Security Council, “Kissinger on Human Rights in Argentina
and Latin America”, Cable Confidential, 11 de julio de 1978. Disponible
en: < https://nsarchive.gwu.edu/briefing-book/southern-cone/2016-08-11/declassified-diplomacy-argentina>.
[19]
La delegación de la CIDH la integraban su presidente, el venezolano
Andrés Aguilar, el costarricense Luis Timoco Castro, el estadounidense Thomas
Farer, el colombiano Marco Monroy Cabral, el brasilero Carlos Alberto Dunshoe
de Abranches, el salvadoreño Francisco Bertrand Galindo y el chileno Edmundo
Vargas Camaño. En Buenos Aires, se entrevistaron con la Junta Militar, y
también, entre otros, con María Estela Martínez de Perón, Lorenzo Miguel y
Jacobo Timerman. Ver “Comisión de Derechos Humanos ¿Qué buscan?”, Somos 1979 (Buenos Aires), Nº 155, 7 de setiembre, pp. 4-9. Citado en
Cisneros y Escudé (2000: 295).
[20] “Cuando el
telón comenzó a levantarse” en Página/12
1999 (Buenos Aires) 29 de agosto. Para un análisis más amplio de las reacciones
que suscitó esta visita, véase Míguez y Morgenfeld (2017).
[21] Véase, a
modo de ejemplo, su análisis del nuevo orden mundial tras la pandemia del
COVID-19 (Kissinger, 2020).
[22] Entrevista
de Bernardo Neustadt a Henry Kissinger, Tiempo
Nuevo, Buenos Aires, 25 de junio de 1978. Transcripta en “Puse un Kissinger
en mi vida”, en REVISTA EXTRA, AÑO
XIV. Nº 157, Buenos Aires, julio 1978.
<http://www.bernardoneustadt.org/contenido_547.htm>.