La caída de Trump, la llegada de Biden y sus consecuencias para América Latina
Luego de cuatro días de tensión e incertidumbre, Joe Biden se transformó en el nuevo presidente electo de Estados Unidos. Donald Trump, golpeado, todavía no reconoció la derrota.
El sábado 7 de noviembre, tras conocerse finalmente los resultados de la elección en Pensilvania y luego de cuatro días de tensión e incertidumbre, Joe Biden se transformó en el nuevo presidente electo de Estados Unidos. Proclamado por las principales cadenas de noticias y agencias de prensa, esa misma noche dio su primer discurso presidencial. Donald Trump, golpeado, todavía no reconoció la derrota, sigue denunciando un fraude masivo, multiplica las impugnaciones judiciales y los pedidos de recuentos de votos y ayer echó al Secretario de Defensa Mark Esper, con quien venía manteniendo diferencias públicas desde junio. Crecen las especulaciones sobre una transición más caótica de la historia –incluso poderosos integrantes del Partido Republicano respaldan por estas horas la embestida de Trump-, mientras el magnate deja correr el rumor de que va a presentarse como candidato en 2024. Por otra parte, en Georgia volverá a haber elecciones en enero para definir las dos bancas de senadores, que definirán si Biden será el primer presidente en 30 años que asuma sin controlar esa estratégia Cámara.
La derrota de Trump
Contra lo que muchos especularon y lo que indicaban la mayoría de las encuestas, no hubo una ola azul demócrata. El actual presidente cosechó la nada desdeñable cantidad de 71 millones de votos (en 2016 había conseguido 63) y nada indica que su corriente vaya a desaparecer en el corto plazo, incluso si se confirma que deba abandonar la Casa Blanca en enero. Trump consolidó en octubre una Corte Suprema con seis miembros conservadores, y los resultados en el Senado bloquearían la promesa demócrata de ampliar los miembros de ese tribunal, para volver a un mayor equilibrio. Más allá de estos atenuantes, lo cierto es que la derrota del actual presidente implica la salida del gobierno del principal referente de las ultraderechas en todo el mundo. La no reelección de Trump implica una derrota para quienes, con una retórica propia de la guerra fría, “acusan” a todos de socialistas, intentando bloquear cualquier perspectiva emancipatoria a nivel local, nacional, regional o internacional e incluso cualquier iniciativa estatal con orientación igualitarista.
El caótico recuento de votos expuso, en Estados Unidos, la necesidad imperiosa de una reforma integral del sistema electoral –lo reiteró el miércoles Bernie Sanders-. Otro elemento a tener en cuenta es que la tensión y la movilización social tendrá que incorporarse como un dato permanente de la política estadounidense. Quedó claro también que es necesaria una renovación política, que supere al actual esquema bipartidista. En parte este recambio ya se está produciendo, ya que en esta elección se amplió la llegada al congreso de una nutrida y joven camada de representantes progresistas y de izquierda, liderada por Alexandria Ocasio Cortéz y su squad y referenciada en el carismático y popular senador Sanders. Ratificaron sus bancas, además de la carismática representante de New York, Ilhan Omar, Rashida Tlaib y Ayanna Pressley. También llegará al congreso la enfermera y referente de Black Lives Matter Cori Bush, el afrodescendiente Jamaal Bowman, y Sarah McBride, primera senadora trans, quien arrasó en las elecciones de Delaware con casi el 90 % de los votos.
La derrota de Trump, más allá del enorme apoyo que sigue cosechando –y de que probablemente los republicanos conserven la mayoría en la estratégica Cámara de Senadores-, implica un triunfo para los y las millones de mujeres, inmigrantes, trabajadores, ambientalistas, afrodescendientes, estudiantes, hispanos, militantes de las disidencias sexuales, científicos y artistas que desde hace cuatro años vienen luchando contra la agenda regresiva y anti-derechos impulsada por su Administración y por el partido republicano. Por eso el sábado hubo múltiples festejos populares cuando se confirmó la noticia.
Más allá de cómo termine la compleja transición política en la Casa Blanca, la crisis institucional en curso está profundizando el declive hegemónico estadounidense y contribuyendo a horadar todavía más la imagen de Estados Unidos en el mundo entero. Biden tendrá que concentrarse más en los problemas domésticos, en hacer frente a un Estados Unidos fracturado y polarizado social, económica y políticamente y por eso le costará restablecer el liderazgo global, incluso si logra concretar las promesas de regresar al Acuerdo de París y a la Organización Mundial de la Salud, o retomar el acuerdo con Irán del que Trump se retiró.
Qué puede esperar América Latina de Biden
Después de los auspiciosos resultados electorales de octubre en Bolivia y Chile, tras meses y meses de sostenidas luchas populares, la derrota de Trump profundiza el debilitamiento de las ultraderechas en Nuestra América, y en especial del gobierno brasilero encabezado por Jair Bolsonaro. Los nuevos vientos políticos en el continente generan una mejor correlación de fuerzas para avanzar con una agenda popular, en un contexto de desplome económico histórico (el PBI global se achicaría entre 4 y 5 % este año –el de América Latina 9%-y el comercio internacional se desplomaría un 20%), que requiere iniciativas audaces para frenar y revertir la creciente desigualdad económica, la pauperización social y el ecocidio en marcha.
Más allá de la alternancia de demócratas y republicanos, los objetivos estratégicos de Estados Unidos hacia la región se mantienen desde hace dos siglos, cuando se planteó la Doctrina Monroe: alejar a potencias extrahemisféricas, mantener el control del patio trasero y tratar de evitar que avance cualquier proyecto de coordinación política e integración latinoamericana. Divide y reinarás. El llamado “gobierno permanente de las grandes corporaciones” y el complejo militar-industrial y de inteligencia y el equilibrio de pesos y contrapesos bloquea cualquier alternativa de cambio real, como la que podía haber expresado Bernie Sanders, quien sí fue muy crítico del injerencismo estadounidense. Ante cada cambio de los inquilinos de la Casa Blanca, hay más continuidades que las aparentes. Tener esto en claro es fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva política “entre iguales” con los países de la región.
Más allá de esto, para la región no daba igual Trump o Biden. Comparten objetivos, pero existen diferencias en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Biden), en apelar más al multilateralismo (Biden) o al bilateralismo (Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba.
La reelección de Trump hubiera potenciado a las ultraderechas, como ocurrió con Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca, difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el poder. Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump hubieran implicado un corrimiento todavía mayor hacia a la derecha en todo el mundo, y en especial en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó (todavía) guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos hubiera implicado un peligro enorme para la región. La derrota de Trump, entonces, debilita al gobierno de Brasil y a todas las fuerzas y líderes, en cada país de la región, que se referenciaban en ellos.
Para América Latina esto puede significar una enorme oportunidad. La reciente vuelta al poder de Luis Arce y el MAS en Bolivia, sumada al triunfo popular en el plebiscito del 25 de octubre en Chile para reformar la constitución pinochetista y las venideras elecciones en Venezuela y Ecuador auguran un nuevo ciclo de protagonismo de los pueblos y las fuerzas sociales radicales y progresistas en la región, luego de las enormes movilizaciones de los últimos meses del año pasado, pausadas por el estallido de la pandemia.
Como señaló Evo Morales el lunes 19 de octubre, horas después del contundente triunfo electoral, es el momento de reconstruir la UNASUR –por estas horas su nombre suena como potencial Secretario General, lo cual implicaría un relanzamiento del organismo, al que podría sumarse nuevamente Ecuador, en caso de que ganara en febrero, como indican las encuestas, el correísta Andrés Arauz- y demás herramientas regionales de coordinación y cooperación política, atacadas por gobiernos derechistas en los últimos años. Álvaro García Linera, hace dos años y frente a tantos agoreros que pronosticaban una robusta restauración conservadora, pronosticó que no habría un largo invierno neoliberal ya que, a diferencia de los años noventa de siglo pasado, cuando se impuso el llamado Consenso de Washington, el neoliberalismo del siglo XXI no tenía un proyecto. Parecía, más bien, un “neoliberalismo zombi”, con poco combustible. La crisis hegemónica del imperio –en cuyo seno miles y miles de jóvenes que simpatizan con el socialismo se lanzan a la participación política– genera condiciones para que el renovado protagonismo de los pueblos latinoamericanos impulse un cambio histórico y ponga en marcha la construcción de la tantas veces anhelada Patria Grande. La región podrá aprovechar la circunstancia de que el gobierno estadounidense deberá abocarse mucho más a las fracturas domésticas que a la proyección hegemónica global.
Biden intentará mejorar la alicaída imagen de su gobierno en la región, apelará al multilateralismo –previsiblemente, utilizará su condición de anfitrión en la Cumbre de las Américas 2021 para escenificar un nuevo vínculo menos prepotente con la región-, retomará cierto diálogo con Cuba y mantendrá las presiones y sanciones contra Venezuela, pero quizás con una estrategia que involucre a más actores internacionales. Seguramente priorizará el diálogo con nuevos interlocutores –Alberto Fernández-, en vez de Bolsonaro, avanzará con la siempre postergada reforma migratoria –que involucra a millones de hispanos, denostados por Trump- y ampliará la agenda de temas en las relaciones interamericanas –incluyendo lo vinculado a lo medioambiental-. Obviamente, el objetivo seguirá siendo contener la creciente presencia china, pero con herramientas y recursos distintos a los empleados por la saliente administración republicana.
Con respecto a Argentina, es claro que el gobierno del Frente de Todos anhelaba un triunfo de Biden, aunque no lo haya manifestado públicamente para no repetir el error de Macri con Hillary Clinton en 2016. Prefería al candidato demócrata por las mayores afinidades políticas e ideológicas, por los vínculos construidos a lo largo de años –como senador, vicepresidente, además de sus negocios familiares-, y por las diferencias que lo separaban de Trump, quien mantuvo una fluidísima relación con Macri. Alberto Fernández espera superar los cortocircuitos que tuvo con el asesor Mauricio Claver-Carone –hoy al frente del BID, a pesar de la negativa argentina- y especula que con Biden tendrá un diálogo más amplio y constructivo, incluyendo la compleja negociación con el FMI. Hay expectativas, además, de destrabar el ingreso de las exportaciones de biodiesel –un negocio de 1200 millones de dólares-, bloqueadas por Trump desde 2017 como parte de su proteccionismo comercial.
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