Elecciones 2020: el declive de Estados Unidos
Por Leandro Morgenfeld para El País Digital, 29 de agosto de 2020
(Integrante del Grupo Geopolítica y Economía desde el Sur Global)
Cada cuatro años, las elecciones presidenciales en Estados Unidos acaparan la atención mundial. El 3 de noviembre se renovará también la totalidad de la Cámara de Representantes (435 escaños), un tercio de los 100 senadores y se elegirán 11 gobernadores, así como autoridades municipales. Faltan poco más de 9 semanas. Si hace seis meses la reelección de Donald Trump era el escenario más probable, hoy parecería que acompañará a James Carter y George Bush en el selecto club de mandatarios que no lograron ser reelectos desde 1932 (en toda la historia, sólo 10 de 45 presidentes fracasaron en ese intento, el último hace 28 años). Pero la candidatura de Joe Biden, su contrincante demócrata, tampoco genera demasiado entusiasmo, sobre todo entre los jóvenes, los más renuentes a involucrarse. El aislamiento que impone la pandemia puede cercenar la participación popular, por lo cual el resultado electoral todavía es incierto. Estos atípicos comicios se realizan en medio de una crisis sanitaria, económica, social y política, que pone de manifiesto el declive hegemónico estadounidense, iniciado en 2008, pero acelerado en el transcurso del presente año. Existen grandes posibilidades de que el proceso de elección del jefe de la Casa Blanca termine en un escándalo político-institucional superior al del año 2000 –cuando George W. Bush ganó por apenas 538 votos el estado de Florida, donde gobernaba su hermano Jeff, luego de semanas de controversias e impugnaciones judiciales y acusaciones de fraude electoral-, profundizando la crisis del liderazgo global que Estados Unidos ostentó desde la segunda posguerra. Trump viene insistiendo en que no sabe si reconocerá el resultado electoral, hace algunas semanas planteó públicamente la posibilidad de aplazar los comicios y el 20 de agosto directamente declaró, sin mostrar ninguna evidencia, que “Esta será la elección más fraudulenta de la historia”.
La tormenta perfecta
Estados Unidos atraviesa una crisis sistémica. El desmanejo de Trump hizo que su país pasara rápidamente a ser el centro de la pandemia global. La crisis sanitaria provocada por el COVID-19 ya se cobró más de 180.000 víctimas fatales y hay más de 6 millones de infectados confirmados, mientras que los especialistas estiman que la cifra total de contagiados sería 10 veces mayor. La reacción tardía, la falta de coordinación entre el gobierno federal y las autoridades de los estados y municipios, el hostigamiento a los gobernadores demócratas que dispusieron aislamientos sociales y el aliento a la militancia anti-cuarentena, sumados a un sistema de salud que deja afuera a millones de ciudadanos (1) y a las crecientes desigualdades sociales, produjeron una catástrofe sanitaria cuya profundidad es en parte responsabilidad de Trump (2). El mandatario ordenó a fines de mayo la salida Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), acusándola de “pro-china”, desfinanciando a esta institución multilateral clave para la lucha coordinada contra el coronavirus. Justamente la OMS advirtió recientemente sobre el peligro de un rebrote en distintas ciudades y estados norteamericanos, producto de la presión por avanzar a rápidos desconfinamientos, antes de que la situación sanitaria estuviera controlada. El temor es que ocurra una segunda ola. El 26 de junio Ranieri Guerra, subdirector de la OMS para Iniciativas Estratégicas, advirtió: “La comparación es con la gripe española, que se comportó exactamente como el Covid-19: disminuyó en el verano y se reanudó ferozmente en septiembre y octubre, provocando 50 millones de muertes durante la segunda ola”. Justamente ésta puede producirse en la fecha en que están previstas las elecciones. La única preocupación de Trump, en este sentido, pareciera ser poder anunciar, antes de noviembre, que ya está lista la vacuna.
A esta situación sanitaria crítica se agrega el desplome económico. En el primer trimestre la actividad se redujo un 4,8 por ciento, la mayor caída desde 2008. Entre marzo y mayo, hubo 41 millones de solicitudes de seguros de desempleo, cifra récord que sólo puede compararse con los guarismos de la Gran Depresión de los años treinta. La desocupación saltó del 3,5% en febrero al 13,3% en mayo. Casi 21 millones de personas figuraban como desempleadas en junio. Pero, si se suman las personas que el gobierno señaló que habían sido clasificadas erróneamente como empleadas y las que perdieron empleos, pero no buscaron nuevos trabajos, serían 32,5 millones las personas desempleadas. Según las previsiones del FMI de mayo, siempre optimistas, el PBI en Estados Unidos caería el 5,9 por ciento este año. El 24 de junio, sin embargo, modificó estos pronósticos, anticipando que la caída llegaría al 8 por ciento, la más alta desde la Segunda Guerra Mundial (el peor año, en 2009, tras la crisis financiera internacional, la caída de la actividad económica en Estados Unidos fue inferior al 2%). Hasta ahora ningún presidente logró reelegirse en un contexto económico tan adverso –Herbert Hoover, también republicano, perdió las elecciones de 1932 frente a Roosevelt, en medio de la Gran Depresión- y esa parece ser la obsesión del actual presidente estadounidense, dispuesto a sacrificar vidas para apurar el acelerado rebote económico, cada vez más improbable.
El índice de confianza del consumidor muestra una pronunciada caída desde hace cuatro meses, aunque esto no se refleja en el precio de las acciones, que se recuperaron luego del desplome de marzo. Sin embargo, esta suba en el precio de los activos financieros se debió al anuncio por parte de Estados Unidos y la Unión Europea de una inyección de liquidez récord. Así, la Reserva Federal otorgó 2,3 billones de dólares de facilidades crediticias. Los bancos centrales de las 10 mayores economías del mundo expandieron la masa monetaria por la exorbitante cifra de 6 billones de dólares entre enero y mayo. En solo cinco meses, se inyectó más del doble de dinero que en 2008-2009. La última semana del junio, el FMI advirtió que la desconexión entre la economía “real” (récord de caída de la actividad, el empleo y empresas en default) y la financiera abría la posibilidad de un crack bursátil de enormes dimensiones. En el segundo trimestre del año la economía registró la brutal caída del 9,5%, la mayor desde 1947, cuando se empezaron a tomar estos registros. Trump apuesta a un rápido rebote, pero la posibilidad de salir de la recesión antes de noviembre es baja. Las cifras de la esperada recuperación del tercer trimestre deberían hacerse públicas recién el 29 de octubre, es decir solo cinco días de las elecciones.
Si la catástrofe sanitaria y el desastre económico ya de por sí complicaban las posibilidades de éxito electoral de Trump, el 25 de mayo se produjo el brutal asesinato de George Floyd en Minneapolis, desatando una rebelión social comparable a la de los años sesenta. Una de las novedades de las masivas movilizaciones impulsadas, entre otros, por el cada vez más popular movimiento Black Lives Matter, es que no solo participan los afroestadounidenses, sino también infinidad de jóvenes blancos e hispanos. Además, hubo manifestaciones de apoyo en las capitales de muchos países europeos y una reacción masiva a nivel global. La inicial mesura de Trump duró poco. El lunes 1 de junio, desde los jardines de una Casa Blanca asediada por las protestas –como cientos de ciudades en todo el país- amenazó a los gobernadores que se negaban a convocar a la Guardia Nacional con aplicar una ley de insurrección de 1807 para enviar el ejército a reprimir a sus estados. Con la Biblia en la mano, e intentando emular a Richard Nixon, arremetió con un discurso de “ley y orden”. Acusó de terroristas a la infinidad de movimientos que se revindican como antifascistas y pidió a los gobernadores que recuperaran el dominio del espacio público a fuerza de balas. Las protestas, lejos de desvanecerse con el paso de los días, se multiplicaron.
En la madrugada del 13 de junio se consumó otro crimen racial, en Atlanta, que fue sede de enormes protestas, lo cual llevó a la renuncia del jefe de la policía. Hoy ya no sólo se discuten necesarias reformas en las fuerzas de seguridad, sino que crecen los reclamos para reducir el presupuesto a las policías y dedicarlos a programas sociales de salud, educación y vivienda. Aparece, también, la propuesta de abolir directamente esos corruptos cuerpos de seguridad, cuyos integrantes se ensañan, sistemáticamente, con los pobres, afrodescendientes e hispanos (3). La deriva contra la violencia policial, encarnada en las demandas Reform, Defund, Abolish, indica el grado de radicalización que está adquiriendo el movimiento social en Estados Unidos. Biden hizo un guiño a los reclamos de reformas (en la Convención Nacional Demócrata fue homenajeado George Floyd), aunque aclarando que no está dispuesto a grandes modificaciones del statu quo. Trump, en cambio, profundiza el discurso de “ley y orden”, estigmatizando a las protestas, reivindicando a las fuerzas de seguridad e intentando mostrarse como el paladín de la lucha contra la inseguridad y contra las propuestas “radicales” de los demócratas.
El tema volvió esta semana a los primeros planos del debate público tras los siete disparos que recibió Jacob Blake en Kenosha, Wisconsin, a las que siguieron protestas multitudinarias. Un simpatizante de Trump, con una ametralladora, asesinó a dos manifestantes. Mientras la reacción del presidente, para consolidar su base, fue enviar la Guardia Nacional a reprimir y vanagloriarse de que restablecería la “ley y el orden”, la indignación social se esparce. Seis equipos de la NBA suspendieron su participación en los play off en repudio a la brutalidad policial. La estrella de ese deporte, LeBron James, llamó el miércoles a deshacerse de Trump y a conseguir un cambio en serio. Además, otros equipos de poderosas ligas como la MLS (fútbol) y la MLB (béisbol) se sumaron al boicot (4).
La brutal reacción militarista de Trump generó incluso una grieta en su propio partido, provocando una crisis política que se suma a la sanitaria, la económica y la social. El 3 de junio, Mark Esper, su Secretario de Defensa, salió públicamente a rechazar la idea de Trump de sacar las tropas a la calle para reprimir al pueblo. A él se sumó nada menos que James Mattis, el jefe del Pentágono en 2017 y 2018, quien afirmó que Trump era divisivo y un peligro para la Constitución estadounidense, y que había que apoyar a los manifestantes. También plantearon sus voces críticas otros militares como el general John F. Kelly, ex Jefe de Gabinete de Trump, y John Allen, ex comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, quien declaró: “Trump fracasó en proyectar emoción o el liderazgo que se necesita desesperadamente en cada rincón del país en este difícil momento”. Pocos días después, el General retirado Collin Powell, ex Secretario de Estado de Bush (2001-2005), fue todavía más lejos y declaró que votaría por Joe Biden en las elecciones del 3 de noviembre (aunque, hay que decirlo, Powell es el republicano que viene apoyando a los demócratas desde las elecciones de 2008). El 18 de agosto lo reiteró en la Convención Nacional del Partido Demócrata, indicando que apoyaría la fórmula Biden-Kamala Harris porque representaba “los valores” que hay que “restaurar” en la Casa Blanca. Lo mismo hizo Cindy McCain, viuda del ex senador y ex candidato a presidente republicano en 2008, John McCain, quien también se pronunció en ese mismo sentido, y John Kasich, ex gobernador de Ohio (2011-2019) por el partido republicano, quien expresó apoyó al aspirante demócrata, destacando que lo conocía bien y sabía que no iba a girar a la izquierda.
¿Democracia o plutocracia?
Los principales medios de comunicación y los políticos del establishment de Occidente abonan la idea y la percepción general de que Estados Unidos es una democracia modelo, el ejemplo a imitar. Sin embargo, eso es uno de los grandes mitos forjados en el poderoso país del norte, para consumo externo y también para reforzar su dominio ideológico, cultural y político global.
En realidad, lo que se observa en Estados Unidos es más bien una democracia (burguesa) de baja intensidad, en la cual la participación política ciudadana está muy mediatizada. Se vota cada dos años, pero garantizando la alternancia prácticamente exclusiva entre los dos partidos del orden. En los procesos electorales hay una serie de mecanismos para que cambie algo –un demócrata o un republicano al mando de la Casa Blanca-, pero sin que nada se modifique estructuralmente. La presencia de legisladores de terceras fuerzas políticas es casi inexistente. Hace una década, por ejemplo, Bernie Sanders era el único senador independiente. Y, para dar batalla a nivel nacional, debió hacerlo al interior del Partido Demócrata, cuyo establishment lo boicoteó en las primarias de 2016 contra Hillary Clinton y en las de este año contra Biden.
Desde que George W. Bush desreguló los aportes electorales privados –y de las corporaciones y lobistas- quedó más en evidencia que lo que realmente existe es más una plutocracia que una democracia. En 2016, por ejemplo, se registraron 2.368 SuperPACs (Comités de Acción Política) ante la Comisión Federal Electoral, grupos de lobistas que invirtieron más de 1.000 millones de dólares en esas campañas presidenciales. Si se suman los gastos de los aspirantes a las Cámaras de Representantes y de Senadores, las cifras se disparan. La carrera para controlar el Capitolio insumió 4.267 millones, de dólares. El gasto total estimado alcanzó la astronómica cifra de 7.000 millones de dólares hace cuatro años (5). La contracara, por cierto, son las campañas del senador Sanders de 2016 y 2020, con pequeños aportes, situación que también se replicó en las de otros aspirantes socialistas democráticos (DSA), quienes recaudan importantes cifras con cientos de miles de aportes de menos de 20 dólares.
El sistema electoral estadounidense, además, es uno de los más anacrónicos, heredado del período esclavista: en cuatro oportunidades, no llegó a la Casa Blanca el candidato presidencial que más votos sacó, sino el que ganó en el colegio electoral, en el cual están sobre-representados algunos estados escasamente poblados. La última vez ocurrió en 2016: Trump ganó en colegio electoral (538 integrantes), a pesar de que obtuvo 2.800.000 votos menos que Hillary Clinton. Lo mismo ocurrió en 2000, cuando Bush le arrebató la elección a Al Gore, habiendo sacado menos votos que él a nivel nacional. Además, existen muchos mecanismos de supresión del voto. Esto quiere decir que a millones de personas –pobres, negros e hispanos, en su mayoría-, en cada elección, se les niega el derecho político más elemental: el derecho a votar (6). La elección, además, se realiza en un día laborable (martes), el voto no es obligatorio y es necesario empadronarse para poder participar. En 2016, por ejemplo, de una población total de 325 millones de personas, había habilitados para votar 231 millones, pero sólo ejercieron ese derecho 137 millones. La participación fue de apenas el 55% de los votantes habilitados (en las presidenciales de Argentina, en 2019, la participación llegó al 81%). Trump, entonces, se convirtió en presidente con apenas el 27% de los votos del total de personas en condiciones de sufragar.
Un error común entre los analistas es reducir la política a las contiendas electorales, que son sólo un aspecto de la misma. Hoy Estados Unidos no sólo atraviesa elecciones, sino que se ve sacudido por múltiples movimientos que cuestionan el statu quo de diversas formas: Black Lives Matter, feministas, hispanos, ambientalistas, sindicatos, organizaciones LGBTI+, inmigrantes que resisten las deportaciones, jóvenes contra la libre portación de armas que defiende la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA), pueblos originarios, militantes que luchan por cobertura médica universal y estudiantes que procuran la gratuidad de la educación y la condonación de sus deudas son algunos de los protagonistas de la resistencia a Trump desde 2017.
La plutocracia estadounidense, con su sistema electoral obsoleto y conservador, devino en una farsa democrática, que se manifiesta en la banalización-espectacularización de la política. Trump es un objeto más de consumo por parte de los grandes medios de comunicación –con menos recursos financieros que Hillary Clinton, hace cuatro años, logró mayor cobertura mediática por el rating que generaba a través de los escándalos que protagonizó durante toda la campaña-, pero él no es una rara avis. O al menos no totalmente, como pretenden mostrarlo los medios de prensa liberales. Todo aquel que siguió por estos días la transmisión de las convenciones demócrata y republicana puede percibir como la política estadounidense devino en un gran show, con un contenido diluido. Y los candidatos parecen envases vacíos, a merced de que los expertos en marketing los vendan lo mejor posible a sus potenciales clientes-consumidores-votantes. Si bien este fenómeno no global, en el caso de Estados Unidos, cuna de la tele-política desde hace 1960, esta tendencia está llevada a su máxima expresión.
Terminaron las convenciones partidarias, empieza una atípica campaña
Tradicionalmente, se considera que la campaña empieza tras las convenciones partidarias, luego de la formalización de las candidaturas. Este año es excepcional. Por la pandemia, ambas convenciones, luego de sucesivas suspensiones y modificaciones, pudieron realizarse recién en la segunda quincena de agosto, y con un formato cuasi virtual.
La Convención Demócrata se llevó a cabo, en forma virtual, del lunes 17 al jueves 20, dando cierre formal a unas internas que concitaron enorme atención en los meses previos a la pandemia. Si Sanders tuvo un inicio promisorio en las primarias, en enero y febrero, finalmente el establishment partidario forzó a los demás contendientes a bajar sus candidaturas y a alinearse detrás del poco carismático Biden, quien terminó imponiéndose luego de que el senador de Vermont suspendiera su campaña, por la crisis sanitaria y la imposibilidad de superarlo en número de delegados. Con 77 años, y tras 36 como senador (1973-2009) y 8 como número dos en la Casa Blanca (2009-2017), sería el candidato de mayor edad en imponerse en las elecciones presidenciales. Teniendo en cuenta que Sanders orilla los 80 años, está claro que la renovación generacional es uno de los grandes problemas entre los demócratas.
Hace dos semanas, el ex vicepresidente de Obama anunció que la fórmula se completaría con la senadora por California Kamala Harris, primera afrodescendiente e hija de inmigrantes -su padre es de Jamaica y su madre de la India- candidata a vice. Con esta confirmación se procuran cuatro objetivos: atraer el voto de las minorías que quiere representar el partido demócrata (afro-estadounidenses, asiáticos, inmigrantes), intentar romper el techo de cristal que hasta ahora bloqueó la llegada de una mujer a la Casa Blanca, mostrarse como la contracara de la misoginia de Trump (7) y, a la vez, poner en la línea de sucesión presidencial -por su edad, y según sus propias declaraciones, es probable que Biden aspire a un solo mandato- a una dirigente joven (55 años), que representa al establishment del partido, bloqueando así a las cada vez más populares expresiones de izquierda: la joven promesa Alexandria Ocasio-Cortez (con 30 años, Representante por New York, la diputada más joven de la historia estadounidense), Ilhan Omar (Minnesota), Ayanna Pressley (Massachusetts), Rashida Tlaib (Michigan), Cori Bush (enfermera afroamericana y militante de BLM, quien en agosto ganó la interna demócrata en Missouri) y otros líderes del grupo de socialistas democráticos que impulsaron a Sanders en el último quinquenio.
En la convención se demostró la fuerza persistente del ala progresista/izquierdista (Sanders contó con 1151 delegados frente a los 3558 de Biden). Además del breve pero potente discurso de Ocasio-Cortez, también habló Ady Barkan, activista a favor de Medicare para todos. El partido se mostró unido –a diferencia de lo que ocurrió en la convención de 2016-, pero Biden mostró que no haría concesiones por izquierda. Prometió que vetaría cualquier proyecto de ley de Medicare para todos, retiró de la plataforma de su partido el compromiso de eliminar los subsidios y otros beneficios fiscales para la industria de los combustibles fósiles y planteó su oposición al movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) (8). Además, resiste el proyecto de Sanders de un impuesto a quienes incrementaron su riqueza durante la pandemia.
En el caso del Partido Republicano (GOP), en la convención realizada entre el 24 y el 27 de agosto se ratificó la candidatura Trump-Pence. En las primarias, no surgieron desafiantes de peso al actual presidente, a pesar de la resistencia que generaba Trump en el establishment partidario. Su base se mantiene firme: más del 90% de los republicanos apoyan al magnate neoyorquino, lo cual frenó por ahora cualquier alternativa interna. Algo similar ocurre con sus índices de aprobación. A lo largo de casi toda su presidencia estuvieron en torno al 40%, sin modificaciones significativas, a pesar de los múltiples escándalos que protagonizó (9).
La Convención republicana reforzó el control casi absoluto de Trump sobre el partido (los protagonistas fueron sus familiares y no otras tradicionales figuras republicanas de peso), volvió a romper las reglas (utilizando la Casa Blanca para la campaña y autorizando al Secretario de Estado Mike Pompeo a dar un discurso partidario, desde Israel) y se ocupó no tanto de intentar ampliar su universo de potenciales votantes, sino de consolidar su entusiasta y firme base de apoyo, exaltando los supuestos logros de su presidencia, atacando a los demócratas como si fueran socialistas marxistas (planteando la ridícula comparación de Biden con Fidel Castro). Durante los cuatro días desfilaron exultantes oradores antiaborto y pro armas, que exaltaban al ciudadano medio, en peligro por el avance comunista, la anarquía y la inmigración descontrolada que provocaría un eventual triunfo demócrata.
Hoy las encuestas muestran que Trump está en promedio entre 7,1 (RealClearPolitics.com) y 8,4 (FiveThirtyEight.com) puntos porcentuales debajo de Biden –menos diferencia que hace algunos días- y perdiendo en algunos estados estratégicos, como Wisconsin, Michigan, Florida, Pensilvania y Arizona. Después del traspié por las protestas anti-racistas, las malas noticias económicas y sanitarias y la pelea con dirigentes de su propio partido, reconocidos generales de las fuerzas armadas, ex funcionarios y hasta familiares (hace días se publicó un polémico libro de su sobrina Mary Trump), el actual presidente aspiraba a retomar la iniciativa política volviendo a participar en actos de campaña con su siempre entusiasta base de apoyo. Pese a las recomendaciones sanitarias, convocó a un masivo acto en Tulsa, Oklahoma, el 20 de junio. Si bien se habían inscripto más de un millón de personas para participar, lo cual hizo entusiasmarse a los jefes de campaña del republicano, terminó siendo un gran fiasco. Apenas hubo más de 6000 asistentes, en un estadio con capacidad para 19.000. Obviamente no pudo usar el escenario montado afuera del estadio para saludar a la esperada multitud, sino que incluso sectores importantes de las gradas lucían semi-vacíos. Horas más tarde, para frustración de Trump, se conoció que cientos de miles de Tiktokers y K-popers se habían puesto de acuerdo para reservar tickets que no usarían, como acto de protesta contra Trump. Días después, Trump contraatacó amenazando con prohibir esa popular red social de capitales chinos, si no se la vendían a Microsoft, lo cual se transformó en un nuevo capítulo de la disputa con China, aprovechada también desde el punto de vista electoral. Aunque todavía faltan 9 semanas para las elecciones, y la experiencia de 2016 indica que no hay que confiar demasiado en las encuestas, claramente cambió el panorama político que se vislumbraba hace algunos meses en Estados Unidos. Hoy, por primera vez, Trump parece correr con desventaja. El mal manejo de la respuesta sanitaria a la pandemia, los estragos que está causando la crisis económica, el malestar y las protestas sociales, agravadas por su virulento llamado a la represión, y las tensiones políticas incluso con sus aliados republicanos están mostrando un inesperado ocaso de la estrella trumpista.
Allan Lichman, profesor de American University y reconocido por su método de las 13 llaves, que le permitió acertar en sus pronósticos electorales desde 1984, señaló recientemente que Biden ganaría las elecciones: “La respuesta de Trump a la pandemia condenó su reelección” (La Nación, 22/08/2020). Pero no sólo lo afirma este simpatizante demócrata, quien hace cuatro años predijo, contra lo que decían las encuestas, el triunfo de Trump, sino también los ejecutivos de Wall Street. En una encuesta del Citigroup a 140 gestores de fondos, el 62% se inclinaban por un triunfo de Biden, cuando en diciembre pasado el 70% pronosticaba un triunfo de Trump (El Cronista, 05/07/2020). Esto se refleja también en los aportes de campaña de los grandes grupos económicos, que son cuatro veces mayores para Biden que para Trump.
Faltan poco más de dos meses para las elecciones, en un contexto de enorme incertidumbre global, por lo cual cualquier pronóstico debe ser cauto. Desde hace cuatro años hay un creciente escepticismo en la capacidad predictiva de las encuestas electorales. Más aún en Estados Unidos, donde apenas el 5% de los encuestados contestan los llamados telefónicos y existe un voto vergonzante a Trump, vilipendiado por la prensa. El magnate corre con la ventaja de todo presidente que aspira a la reelección, pero su suerte dependerá de si hay una rápida reactivación económica (hubo una importante recuperación de empleos en julio y agosto, superior a la esperada, debido a la flexibilización de la cuarentena y el retorno al trabajo de miles de trabajadores) y de cómo evolucione la pandemia (¿habrá una segunda ola? ¿se anunciará la vacuna estadounidense en octubre?). Y, también, de que no ocurra el famoso “cisne negro” de octubre, algún suceso sorpresivo que modifique el escenario electoral. En los últimos días la imagen de Trump parece recuperarse, se acorta la diferencia en la intención de voto y, en los mencionados swings states, la diferencia en las encuestas a favor de Biden no es significativa, por lo cual podría producirse un escenario similar al de 2016, cuando por diferencias mínimas termine imponiéndose Trump en el colegio electoral a pesar de perder en el voto popular. En cuanto al congreso, si bien todos coinciden en que los demócratas van a conservar su mayoría en la Cámara de Representantes, no está claro si pueden pasar a controlar también la de Senadores, modificando el escenario actual.
Elecciones como manifestación del declive estadounidense
Desde la debacle económica de 2008 se acentúa la pérdida de fuerza de Estados Unidos, a la par que recrudece la confrontación con China (10). La cuádruple crisis descripta más arriba modificó abruptamente el panorama político-electoral. Si en febrero Trump se encaminaba a una casi segura reelección, hoy en día ese parece el escenario más improbable. El liderazgo global de ese país, pese a la promesa del magnate de hacer grande a Estados Unidos nuevamente -Make America Great Again-, está más cuestionado que nunca. El abandono de las instancias multilaterales, su pésima gestión sanitaria de la pandemia, su carencia de iniciativas en pos de una coordinación global frente al desplome económico mundial y ahora su represiva reacción frente a las movilizaciones anti-racistas, profundizan el declive hegemónico de Estados Unidos. Su promesa de 2016 de recuperar la primacía estadounidense parece hoy más bien el canto del cisne. Es probable que el 2020 marque un mojón en la mutación geopolítica. Trump no sólo no logró el resurgimiento estadounidense, sino que expresa más bien un síntoma de la decadencia del “imperio americano” (11).
El martes 24 de junio, por ejemplo, se publicó el libro de John Bolton “La habitación donde sucedió: Una memoria de la Casa Blanca”, en el que el ex Consejero de Seguridad Nacional de Donald Trump revela, entre otras cuestiones, las estrategias del gobierno estadounidense para derrocar a Nicolás Maduro. El texto da a conocer, por ejemplo, las intervenciones de Colombia como principal aliado de Washington, y el rol de la oposición venezolana con la autoproclamación de Juan Guaidó. Esto abrió otro frente de conflicto para Trump. Bolton es un halcón histórico de los sectores más conservadores y más agresivos de la clase dominante norteamericana. Fue el Consejero de Seguridad Nacional hasta septiembre de 2019 y era parte de la coalición que apoya a Trump, pero del sector de la línea militarista que está en tensión con él. De hecho, cuando lo despidió, hace casi 10 meses, Trump lo acusó de haber querido involucrarlo en varias guerras (“cuatro a la vez”), asegurando que él no quería. Además de su oposición a cualquier acuerdo con Irán y Afganistán, en el caso de América Latina, Bolton fue el artífice de la política de apoyo al autoproclamado Guaidó y toda la política de desestabilización que tenía como objetivo derribar al gobierno constitucional encabezado por Maduro. Este plan tuvo diversas etapas, desde el reconocimiento diplomático por parte de Estados Unidos al nuevo “presidente encargado”, en enero de 2019, y la presión a otros países para que adoptaran esta irresponsable acción diplomática, pasando por la caravana con “ayuda humanitaria” de febrero y luego el intento de golpe de Estado más fuerte del 30 de abril de ese mismo año, sólo por destacar algunas de las acciones más espectaculares. Fracasados estos intentos, Estados Unidos sigue con la estrategia de voltear a Maduro, pero ya sin Bolton. La publicación de este libro sincera, en parte, la estrategia imperial en Venezuela y muestra cómo los distintos sectores de la Administración Trump urdieron el plan para poder consumar el golpe de Estado contra el gobierno soberano en Venezuela. Revela, por ejemplo, cómo durante las discusiones en torno a las alternativas para desplazar al gobierno bolivariano, Trump planteó una salida militar. Suponía que una invasión a Venezuela iba a tener una rápida resolución. Bolton, en contraste, pretende mostrarse como el estratega de una acción mucho más inteligente, es decir, no ir hacía un desembarco directo de marines norteamericanos, sino a una acción más solapada, que pudiera contar además con el apoyo de distintos gobiernos de la región. Bolton planteaba que había que desplegar una estrategia, según su punto de vista, más inteligente, apoyarse en sectores disidentes de las fuerzas armadas venezolanas y la oposición, profundizar las sanciones económicas y hacer llegar “ayuda humanitaria”, pero sin desembocar en una acción militar directa. Lo paradójico es que ambos, Trump y Bolton, se acusan de querer llevar a Estados Unidos a la guerra, a invadir otro país.
Ante estas revelaciones, la reacción de Trump del domingo 21 de junio fue sorprendente. Ese día planteó, en una entrevista, que estaría dispuesto a tener una reunión con Maduro, lo cual generó un mini terremoto político. Por un lado, está reconociendo el fracaso evidente de la estrategia de voltear al gobierno venezolano -ya que pasó un año y medio de la autoproclamación de Guaidó, sin que pudiera ejercer el poder en Venezuela-. Por otro lado, Trump intenta mostrar que tiene una iniciativa y así quitarle peso a la afirmación de Bolton de que el presidente había propuesto una imprudente intervención militar directa. De todas formas, el lunes 22 de junio Trump tuvo que matizar su afirmación del día anterior, señalando que, en realidad, lo único para lo cual se reuniría con Maduro sería para discutir su salida pacífica del poder. Claro que esta última afirmación busca no perder el apoyo electoral de la comunidad latina en Florida (claramente anti bolivariana y anti castrista), fundamental para sus aspiraciones reeleccionistas. La agresión contra los hispanos y la estigmatización de los mexicanos puede tener una traducción electoral mayor a la de 2016, sobre todo en estados oscilantes. Lo que sí es clave, desde el punto de vista electoral para Trump, es el apoyo que tiene de las comunidades de exiliados venezolanos y cubanos en Florida. Por eso estas idas y vueltas, estas contradicciones en relación a la política hacia Venezuela pueden enajenarle ese apoyo en un estado clave como Florida, que es el swing state que puede definir el rumbo de las elecciones y que en 2016 lo ganó por poco más que el 1%. Las últimas encuestas indican que ahora podría estar 5 puntos abajo de Biden. Pero, sin dudas y más allá de las especulaciones electorales, la entrevista del domingo 21 de junio muestra las propias dudas que tenía Trump respecto al plan de Bolton de abrazarse a Guaidó e impulsar su reconocimiento internacional sin ninguna posibilidad de que ejerciera el poder en Venezuela.
Si la estrategia globalista del establishment estadounidense entró en crisis con el triunfo de Trump en 2016, también ahora la variante americanista enfrenta serios obstáculos. Esta última se construyó criticando fuertemente lo que la politóloga Nancy Fraser denominó el “neoliberalismo progresista”(12). Si bien la campaña republicana está reforzando la retórica anti-comunista (la absurda idea de que el triunfo de Biden provocará un giro socialista en Estados Unidos fue uno de los ejes de la Convención Republicana), la estrella de la derecha ultraconservadora parece no estar brillando como desde hace 4 años, cuando los triunfos del Brexit en el Reino Unido y Trump en Estados Unidos, el NO al acuerdo de paz con las FARC en Colombia, la llegada al poder de Jair Bolsonaro en Brasil y el golpe contra Evo Morales en Bolivia parecían mostrar una arrolladora tendencia mundial.
Además de la fractura interna, expresada entre otras en la mencionada ruptura abierta con halcones como Bolton, se produjo hace días la sorpresiva detención de Steve Bannon, el ex líder de la alt right y estratega de Trump -desde el sitio Breitbart News y Cambridge Analytica-, quien impulsaba en Europa una internacional ultra derechista. Aunque luego se distanciaron, Bannon no sólo fue el artífice de la campaña electoral de Trump en 2016, sino que llegó a ocupar un lugar privilegiado como asesor en el Consejo de Seguridad Nacional, en sus primeros meses en la Casa Blanca. Nacionalista y reaccionario, impulsó desde allí el endurecimiento de las políticas anti-inmigrantes, la salida del Acuerdo de París y hasta una intervención militar en Venezuela.
Admirador de Ronald Reagan y del movimiento Tea Party, luego de encumbrar a Trump en Estados Unidos decidió llevar a Europa y a otras regiones su proyecto ultraconservador. Desde la polémica compañía Cambridge Analytica hizo campaña por la ruptura del Reino Unido con la Unión Europea e impulsó una internacional de ultraderecha con dirigentes de Vox, de España, de Marine Le Pen, de Francia, de Viktor Orbán, primer ministro húngaro, y de Matteo Salvini, ex ministro italiano. Además, asesoró a los hijos de Bolsonaro. Hasta alquiló un monasterio medieval cerca de Roma para instalar un “campamento de entrenamiento de la derecha alternativa y populista” (13).
El 20 de agosto, la Oficina del Fiscal Federal para el Distrito Sur de Nueva York acusó a Bannon y tres socios de fraude masivo. Los culparon de usar millones de dólares, recaudados a través de la campaña We the People Build the Wall (“Nosotros, la gente, construimos el muro”) –que recibía donaciones al Gobierno Federal para pagar la construcción del muro fronterizo con México- para pagar sus propios gastos personales. Su arresto provocó un terremoto en Washington, cuyo impacto sobre la campaña de Trump se calibrará en las próximas semanas.
¿Crisis político-institucional en Estados Unidos?
Nuestra hipótesis es que las elecciones de noviembre van a contribuir a horadar todavía más la hegemonía global estadounidense (14). La cada vez más cierta posibilidad de que las dificultades para votar, por la extensión de la pandemia, hagan que el voto por correo defina las elecciones es una suerte de bomba de tiempo. Existen ya múltiples controversias sobre el Servicio Postal, el conteo de los votos por esa vía –Trump declaró que podría llevar meses o años conocer el resultado electoral- y la potencialidad de un fraude masivo (15). El martes 25 de agosto, los fiscales de New York, New Jersey y Hawai presentaron una demanda contra Trump acusándolo de sabotear el servicio postal de cara a los comicios. A ellos se sumaron también los alcaldes de San Francisco y New York, quienes apuntaron contra el director del correo, Louis DeJoy, fanático trumpista, quien ordenó la eliminación de buzones y equipos de procesamiento de cartas.
Cada día aparecen más indicios de que no sólo el establishment globalista, sino también importantes sectores republicanos parecen inclinarse por Biden, en vez de Trump. La última controversia estalló el domingo 23 de agosto, cuando Kellyanne Conway, una de las asesoras y más fervientes sostenedoras del gobierno Trump –fue su jefa de campaña en 2016 y lo acompaña en la Casa Blanca desde el inicio-, anunció que abandonaba su puesto, apenas horas antes de que se iniciara la convención del GOP. Su marido, George Conway, fundador del Proyecto Lincoln, conformado por republicanos anti-Trump, y se había transformado en un acérrimo crítico del jefe de su esposa, cuestionando su salud mental y planteando que era un “cáncer” que el Congreso debía extirpar. Trump perdió así a una de sus más fervientes defensoras.
Quedan por delante dos meses en los que puede ocurrir de todo. Trump no será como Al Gore, quien se retiró de la contienda en diciembre del 2000, para evitar erosionar la imagen internacional de Estados Unidos, luego de evidencias de fraude en el proceso que terminó con el polémico triunfo de Bush. Queda por ver la evolución de la pandemia, el grado de recuperación de la economía y los ataques que el avezado Trump lanzará contra su adversario en los tres debates presidenciales (29 de septiembre, 15 y 22 de octubre). Intentará capitalizar un eventual rebote en la actividad y el anuncio de una vacuna contra el COVID-19, además de supuestos logros en materia de política exterior (reconocimiento de Israel por parte de Emiratos Árabes Unidos). Profundizará su retórica anti-China y anti-inmigrantes y atacará las propuestas demócratas acusándolas de socialistas. Agitará el fantasma del fraude e intentará reducir a la mínima expresión el voto por correo, para disminuir la participación electoral. E incluso no hay que descartar alguna aventura militar, como una intervención en Venezuela, impulsada en estos días nada menos que por el influyente senador Marco Rubio, para ganar el estratégico estado de la Florida (16). Aunque, es justo decirlo, Trump, a diferencia de sus antecesores, resistió hasta ahora las presiones de los halcones del Pentágono y fue renuente a impulsar acciones bélicas en el exterior.
Como señaló Franco “Bifo” Berardi, el actual presidente de Estados Unidos no es un loco suelto ni un rayo en un cielo sereno: “El trumpismo no ha sido una locura provisional. Es la expresión del alma blanca de un país que nació y prosperó gracias al genocidio, la deportación, la esclavitud masiva. Los efectos globales de la desintegración de los Estados Unidos no se pueden prever” (Página/12, 24/08/2020). Su perpetuación en el poder, o su eventual (caótica) derrota, profundizarán, aunque de modo distinto la decadencia global de la hasta ahora principal potencia planetaria. Luego del 2020, a Estados Unidos le costará cada vez más seguir presentándose como el faro moral de Occidente.
Referencias
(1) A propósito del fracaso en la lucha contra el COVID-19, ver Frank, Tomas “Populismo, elitismo y ciencia en Estados Unidos. El gran pánico democrático”, Le Monde Diplomatique, Cono Sur. N. 254, agosto 2020, pp. 20-22.
(2) Morgenfeld, Leandro “La cuádruple crisis global”, Página/12, 06/06/2020, pág. 24.
(3) Esos cuerpos se han ideo militarizando cada vez más en los años, además de contar con presupuestos cada vez mayores. Sobre la creciente influencia de los sindicatos de policía y sus amenazas a gobiernos locales, véase Keiser, Richard “Homicidios policiales racistas en Estados Unidos. Las víctimas de una brutal desigualdad”, en Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur, N. 253, julio 2020, pp. 10-11.
(4) Si bien Biden se solidarizó con la familia de Blake, quien lucha por su vida, él mismo ya aclaró que se opone a cualquier desfinanciamiento de las policías.
(5) Bermúdez, Ángel “Cuánto cuestan las elecciones de Estados Unidos y cómo se comparan con otros países”, en BBC Mundo, 04/11/2016. En: <https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-37856444>.
(6) Para un informe completo de todos los mecanismos de supresión del voto, a quiénes afecta y por qué, véase: ACLU, “Block the Vote: Voter Suppression in 2020”, 03/02/2020. En: <https://www.aclu.org/news/civil-liberties/block-the-vote-voter-suppression-in-2020/>.
(7) Vallejos, Soledad “La misoginia de Donald Trump”, en El Atlas de la Revolución de las Mujeres, Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur, 2020. En: <https://www.eldiplo.org/notas-web/la-misoginia-de-donald-trump/>.
(8) Goodman, Amy y Moynihan, Denis “Si Biden rechaza a su base progresista, cantará victoria Trump”, Democracy Now, 22/08/2020.
(9) “How popular is Donald Trump?”, 25/08/2020. En: <https://projects.fivethirtyeight.com/trump-approval-ratings/?ex_cid=rrpromo>.
(10) La guerra arancelaria por el déficit comercial, la puja con Huawei y TikTok, la paralización de la OMC y la salida de la OMS por ser supuestamente funcionales a China y el reciente cierre del consulado chino en Houston, Texas, son algunas de las expresiones de esta puja. Hoy Estados Unidos solo supera claramente a China en materia militar, pero va quedando rezagado en lo económico, comercial, y tecnológico. En el caso del intento de imponer a Mauricio Claver-Carone, el candidato de Trump para presidir el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) –desde su creación siempre estuvo encabezado por un latinoamericano-, se puede percibir como cada vez más el imperio en decadencia aplica la coerción, en desmedro del consenso, para contener la presencia del gigante asiático y a la vez limitar cualquier autonomía regional. Para un análisis de estas tendencias, véase Merino, Gabriel “¿Cómo frenar a China? El ascenso de Beijing y las fracturas estratégicas en Estados Unidos”, en El País Digital, 15/08/2020.
(11) Katz, Claudio “El resurgimiento americano que no logró Trump”, ANRED, 28/07/2020. En: < https://www.anred.org/2020/08/01/el-resurgimiento-americano-que-no-logro-trump/>.
(12) Fraser, Nancy “El final del neoliberalismo ‘progresista’”, Sin Permiso, 12/01/2017. En: < https://www.sinpermiso.info/textos/el-final-del-neoliberalismo-progresista>.
(13) “¿Quién es Steve Bannon?”, Página/12, 21/08/2020.
(14) Existe un debate sobre cuándo empezó el declive estadounidense. Para algunos teóricos, fue en la crisis de los años setenta del siglo pasado. Para otros, en la crisis de 2008, que impulsó el proceso de transición hegemónica, con la consolidación del ascenso chino. Más allá de esta discusión, sostenemos que Trump es expresión de la crisis del liderazgo construido durante la etapa de la globalización neoliberal y que esta coyuntura electoral está acelerando ese proceso.
(15) Kristen Holmes y Marshall Cohen “La controversia del Servicio Postal y las elecciones presidenciales de Estados Unidos explicada”, en CNN en español, 21/08/2020. En: <https://cnnespanol.cnn.com/2020/08/21/la-controversia-del-servicio-postal-y-las-elecciones-presidenciales-de-estados-unidos-explicada/>.
(16) Merlo, Milton “Exclusivo: Un senador cercano a Trump pide invadir Venezuela para asegurar los votos de la Florida”, LaPolíticaOnline, México, 24/08/2020. En: <https://www.lapoliticaonline.com/nota/128815-exclusivo-un-senador-cercano-a-trump-pide-invadir-venezuela-para-asegurar-los-votos-de-florida/>..
Sobre el Autor
Leandro Morgenfeld. Es Profesor UBA. Investigador del CONICET. Integrante del grupo Geopolítica y Economía desde el Sur Global. Agradezco a Claudio Katz, Valeria Carbone, Mariana Aparicio, Victor Goldgel, Marco Teruggi, Federico Larsen, Amanda Barrenengoa, Julián Bilmes, Tomás Bontempo, Santiago Feinmann y Julián Rodríguez por los comentarios, correcciones, críticas y sugerencias que realizaron sobre la primera versión de este artículo.
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