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La sintonía entre los gobiernos del sur y los halcones del norte
inauguró un nuevo tomo de la historia de América Latina cuyas páginas iniciales
están siendo escritas en este preciso momento: el multilateralismo no negocia
sino que encierra, el humanitarismo no ayuda sino que mezquina, la apuesta por
una revitalización de la familia militar y el inquietante aval a un poder dual
sin atributos reales. ¿Es la política hacia Venezuela de los gobiernos de
derecha suramericanos un ensayo general de lo porvenir?
19 de Julio de 2019
La crisis en Venezuela es monumental. La desastrosa situación ha sido
producto de dinámicas, factores y actores internos, aunque sin dudas el papel
de Estados Unidos contribuyó a empeorar lo que ha venido aconteciendo por años
en el país. De esta manera el caso Venezuela ha dejado de ser local, regional o
continental, y se ha tornado un problema global.
¿Qué significa que una crisis se convierta en un asunto global? Varias
cuestiones: a) la incidencia directa o indirecta de múltiples actores estatales
(ejecutivos y legislativos) y no gubernamentales (partidos políticos, oenegés, think
tanks); b) el impacto de diferencias y pugnas burocráticas en el seno de
distintas administraciones; c) la participación de jugadores (gobiernos,
corporaciones, medios de comunicación) con alcance mundial y objetivos
precisos; d) la presencia de agentes (formales o ilegales) desarmados y armados;
e) el involucramiento de instituciones internacionales (por ejemplo, la ONU) y
regionales (como la OEA); f) el alcance de coaliciones y alianzas entre
protagonistas internos y externos; g) la multiplicación de presiones sobre los
participantes domésticos y de los obstáculos para encontrar soluciones.
Todo esto coloca al caso Venezuela –y a través de él a toda América
Latina– en el centro de la “alta política”. La región se torna más visible y se
ve envuelta en el juego geopolítico de diversos países poderosos con intereses
y propósitos divergentes. Se produce entonces un doble proceso de impulso y
atracción: las potencias se movilizan para proyectar su poder y asegurar su
influencia, al tiempo que la deteriorada situación doméstica facilita el despliegue
de fuerzas intervencionistas.
En ese delicado e inquietante contexto, la cuestión venezolana también
pone en evidencia la dificultad e incapacidad que tuvo el conjunto de países de
América del Sur durante 2019 para aportar fórmulas creíbles y efectivas. La
crisis, a su turno, se da en el marco de un repliegue de la llamada “marea
rosa” (de gobiernos progresistas y nacional-populares) y el auge de lo que se
puede denominar el “reflujo neoliberal” (de gobiernos conservadores y
reaccionarios) en Suramérica.
El antecedente de habilitar la dualidad de poder en un país puede
generar tensiones impredecibles en las naciones del área, hoy sacudidas por
diversos grados de inestabilidad y polarización.
el consenso de los halcones
En ese sentido, cabe subrayar el papel de las derechas y su aproximación
al caso Venezuela. Básicamente, y desde comienzos de este año, se dispusieron a
suscribir el diagnóstico y a secundar las políticas de Estados Unidos hacia
Caracas. Los motivos para plegarse a Washington obedecen a una mezcla de
convicción y conveniencia: cercanía ideológica (más evidente con la victoria
presidencial y legislativa de los republicanos), necesidad de apoyo
estadounidense (ya sea financiero, militar, diplomático), dinámicas
político-electorales domésticas (la idea de la exportación de la “revolución
bolivariana” y su proyección nacional), efectos locales de la crisis venezolana
(migraciones masivas), figuración como el “mejor amigo” de Estados Unidos
(Duque, Bolsonaro, Piñera y Macri) por los réditos internos y externos que ello
pudiera generar, preocupación por el estado de los derechos humanos en
Venezuela (ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias) y potenciales
nexos con situaciones domésticas volátiles (tal el caso de Colombia), entre
otros.
Más precisamente, los gobiernos de derecha de la región asumieron los
pronósticos de ciertos halcones estadounidenses, relegando el criterio de sus
propios funcionarios diplomáticos con más conocimiento de Venezuela y, por
supuesto, desoyendo la opinión de los opositores políticos en cada país. En
esencia, las premisas centrales de aquellos tomadores de decisión en Washington
eran: 1) el gobierno de Nicolás Maduro estaba seriamente debilitado y se
encontraba atravesado por disputas inmanejables que lo precipitaban al vacío;
2) las fuerzas armadas sufrían fisuras crecientes y se disponían prontamente a
abandonar a un presidente que consideraban ilegítimo; 3) una oposición
homogénea y organizada se aglutinaba en torno a la figura de Juan Guaidó y en
defensa de la Asamblea Nacional; 4) la sociedad padecía las consecuencias de
una fenomenal debacle económica y estaba masivamente ávida para movilizarse y
así generar una revuelta popular; 5) a pesar de los intereses de Rusia y China
en Venezuela, ni Moscú ni Beijing podían evitar el aislamiento inexorable de
Maduro; y 6) la conjunción de amenazas militares provenientes del presidente
Donald Trump y de acciones diplomáticas coordinadas desde la región
contribuirían, de modo inminente, al colapso de un gobierno definido como
usurpador.
A ese diagnóstico se agregaba un giro en la política de Washington hacia
Caracas. Así, durante la administración del presidente Barack Obama parecían
claras tres cuestiones: a) la aplicación de sanciones focalizadas y personales
se enmarcaban en la lógica de la “apertura del régimen” (regime opening)
con el propósito de alentar una transición política; b) esas sanciones
respondían, a su vez, a las demandas y exigencias de un Congreso controlado en
las dos cámaras por republicanos y c) la cautela relativa de Estados Unidos
frente a Venezuela obedecía, en parte, a la existencia de una serie de
gobiernos de centroizquierda en la región.
Con Trump se produjeron cambios relevantes: a) se optó, definitivamente,
por el “cambio de régimen” (regime change) para forzar la caída del
gobierno de Maduro; b) la dinámica doméstica que desde mediados de 2018, y
antes de la elección legislativa, impulsaba ese viraje era producto de la
importancia que pasaron a tener ciertos estados (por ejemplo, Florida) con
vista a la elección presidencial de 2020; c) asimismo creció la gravitación de
los militares –en especial, del Comando Sur– no tanto por su inquietud acerca
de la naturaleza del régimen interno en Venezuela al que consideraban
“forajido”, sino por la mayor presencia de Rusia y China en Suramérica y d) la
existencia de una nueva correlación de fuerzas políticas en América del Sur
favorecía la aceptación en la región de una estrategia estadounidense más
coercitiva hacia Venezuela.
Con este telón de fondo los gobiernos de derecha en Suramérica han
adoptado y validado un conjunto de acciones que podrían incidir
significativamente, como una serie de cajas de Pandora, en el futuro de la
diplomacia y la democracia en la región.
caja uno: del Grupo
Contadora al Grupo de Lima
En 1983, a raíz de varios conflictos en América Central, los presidentes
de Colombia, México, Panamá y Venezuela crearon el Grupo Contadora, una
iniciativa multilateral para promover la paz en esa región. Gobiernos de
orientaciones políticas distintas mancomunaron esfuerzos con el objetivo de
buscar salidas políticas negociadas a situaciones que involucraban regímenes
diferentes en Centroamérica. Contadora –a la que en 1985 se sumó un Grupo de
Apoyo conformado por Argentina, Brasil, Perú y Uruguay– tuvo un diagnóstico
propio y realista de la situación. Pretendía gestar espacios políticos y
diplomáticos para que Nicaragua, El Salvador y Guatemala no se colocaran en el
epicentro de las disputas típicas de la Guerra Fría. Supo desagregar los
componentes de las diversas circunstancias nacionales que estaban en juego y
definir procedimientos, procesos y políticas específicas al respecto.
Comprendió que era crucial que no se produjera un desplazamiento de las confrontaciones
político-militares centroamericanas a los países vecinos (en especial, a
Colombia que vivía su propio conflicto armado): había que evitar la
internacionalización del conflicto de baja intensidad que atravesaba a América
Central. Ya nadie quería entrar en el torbellino de la disputa estratégica
entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
El Grupo de Lima actuó de una manera muy distinta: creado en agosto de
2017, pasó de alentar una salida incruenta a la crisis en Venezuela a aislar y
cercar a Caracas desde comienzo de 2019. Si bien intentó asumir un diagnóstico
“latinoamericano” (sus miembros originales incluían países de América del Sur,
América Central, el Caribe y México), terminó abrazando el diagnóstico de
Estados Unidos. Sus recientes cuestionamientos a ciertos actores
extra-regionales no impidieron que Washington y Moscú se sentaran a dilucidar
perspectivas e intereses sobre Venezuela. Muchos de sus anuncios solo
significaron una elevación de la crítica a Maduro, sin efecto político alguno. En
el camino, el Grupo se fue desarticulando con la salida de México y Uruguay, y
la opción de varios miembros por posturas menos beligerantes en lo diplomático
en consonancia con los pasos, aún acotados, a favor del diálogo iniciados por
el Grupo Internacional de Contacto para Venezuela compuesto por países europeos
y latinoamericanos, así como las conversaciones en Oslo entre gobierno y
oposición venezolanos, entre otros intentos de mediación.
Para decirlo brevemente: si Contadora fue una iniciativa de negociación
hacia Centroamérica, el Grupo de Lima fue una iniciativa de cercamiento en
torno a Venezuela. La buena lección del pasado no parece haber servido para que
los gobiernos de derecha en América del Sur retomen aquella experiencia
constructiva que supo eludir clivajes ideológicos.
Empujar, consciente o inconscientemente, a que los militares venezolanos
desempeñen un lugar decisivo en medio de la monumental crisis política que vive
el país es ciertamente peligroso.
caja dos: de Unasur a
Prosur
Si bien Unasur, creada en 2008, tuvo hitos en materia de concertación
diplomática y resolución de conflictos, un conjunto de factores diversos
convergieron e hicieron posible el deterioro de ese organismo: a) el gradual
desinterés de Brasil –durante el segundo mandato de Rousseff primero y con la
breve presidencia de Temer después– en invertir recursos diplomáticos en
América del Sur; b) la desafortunada elección del expresidente Ernesto Samper
al frente de la Secretaría General de la Unión de Naciones Suramericanas; c) la
acefalía en la conducción de Unasur desde principios de 2017; d) el fracaso de
las gestiones de buenos oficios auspiciadas por el organismo con la
participación de los exmandatarios José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel
Fernández y Martín Torrijos, ante la profundización de la crisis en Venezuela;
e) la mediocre presidencia pro tempore de la Argentina entre abril de
2017 y abril de 2018 que nunca citó una cumbre de mandatarios, de cancilleres o
de ministros de Defensa; f) la suspensión de la participación de Argentina,
Brasil, Chile, Colombia, Perú y Paraguay en el bloque sudamericano justo cuando
la presidencia pro tempore pasaba a Bolivia y h) la salida definitiva de
Colombia (agosto 2018), Ecuador (marzo 2019) y Argentina (abril de 2019) del
mecanismo de concertación.
La sepultura de Unasur se materializó con la propuesta de los
presidentes Iván Duque y Sebastián Piñeira de crear Prosur. El lanzamiento
formal de esta iniciativa en marzo de este año fue una nueva fuga hacia
adelante del multilateralismo regional que se caracteriza por su alta
formalización y baja institucionalización. El organismo nace en momentos en que
Estados Unidos vuelve a proclamar la vigencia de la vetusta Doctrina Monroe y
retoma el discurso propio de la “diplomacia de las cañoneras”. Según los
proponentes de Prosur, el propósito principal es la defensa de la democracia y
de la economía de mercado, al tiempo que se pone de manifiesto la vocación
expresamente ideológica de sus miembros. Su primer acto político fue una declaración
suscrita por Argentina, Brasil, Colombia, Chile y Paraguay que apuntó a socavar
la autonomía y la independencia de los órganos del sistema interamericano de
derechos humanos: la Corte y la Comisión. Ello coincidió con el 40 aniversario
de la visita que la CIDH a la Argentina en 1979, cuyo informe fue un punto de
quiebre para visibilizar a nivel mundial el deplorable estado de los derechos
humanos en el país. En síntesis, con todos sus límites y contradicciones,
Unasur apuntaba a concertar mientras Prosur parece inclinado a denunciar.
caja tres: la politización
del multilateralismo financiero
A las pocas horas de que ocurriera el golpe de Estado fallido contra
Hugo Chávez en abril de 2002, el Fondo Monetario Internacional (FMI) anunció su
rápida disposición a asistir a la administración del golpista Pedro Carmona. Ni
el Banco Mundial ni el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ni la
Corporación Andina de Fomento se pronunciaron al respecto. Aprendida la
lección, en 2011 y a raíz de la situación en Libia, el FMI indicó que
reconocería al nuevo gobierno luego de que los 187 países miembros lo hicieran.
A pesar de aquella mala experiencia, el actual presidente del BID Luis
Alberto Moreno, reconoció a Juan Guaidó como mandatario en Venezuela. Días después,
la asamblea de gobernadores del Banco aprobó el remplazo del representante
oficial del gobierno de Nicolás Maduro por un enviado –Ricardo Hausemann– de
Guaidó. Para tomar esa decisión se debían obtener más del 50% de los votos.
Estados Unidos con el 30% del poder en el directorio del BID, junto a Argentina
y Brasil, cada uno con 11%, más Chile, Paraguay y Colombia le dieron el visto
bueno al delegado del presidente de la Asamblea Nacional. Esto, a su turno,
derivó en un incidente diplomático inédito: el Banco Interamericano de
Desarrollo iba a celebrar su sesenta aniversario en Chengdú, China. Beijing,
que reconoce al gobierno de Maduro, le negó la visa de ingreso a Hausmann
–quien en 2018 había publicado una nota donde proponía una intervención militar
de Estados Unidos, secundada por países latinoamericanos, para poner fin a la
crisis venezolana. Estados Unidos amenazó con boicotear el encuentro en China
si no se le otorgaba la visa al delegado de Guaidó; como no hubo respuesta
positiva, el BID canceló su reunión en Chengdú. En resumen, por primera vez en
la historia un banco de la región politizó la provisión de créditos a un país
latinoamericano: y en su momento anunció que liberaría préstamos para
Venezuela, si Maduro renunciaba.
Siguiendo la recomendación de Washington de identificar a los militares
como protagonistas del “cambio” en Venezuela, América del Sur pareció dispuesta
a convocarlos como actores centrales de la “transición” venezolana sin advertir
el caos potencial que ello puede generar.
caja cuatro: reivindicando
la dualidad de poder
No han sido inusuales a lo largo del siglo XX los llamados “gobierno en
el exilio”. Por lo general se trata de un líder y su grupo político de apoyo
que argumentan ser legítimos en su país pero, por motivos distintos, no pueden
ejercer el poder; y por lo tanto deben residir en el extranjero. La eficacia de
este tipo de gobiernos está ligada al respaldo que obtiene de distintos Estados
y del nivel de soporte por parte de los ciudadanos en la nación de origen. La
legitimidad de un gobierno en el exilio solo se logra cuando obtiene el poder
legal en su propio país.
Por vía del Grupo de Lima y de Prosur, América Latina en conjunto ha
decidido ensayar con una nueva modalidad: validar la dualidad de poder en Venezuela
a pesar de que uno de ellos –el que representa Guaidó– no posee ni ejerce
ninguno de los atributos de un gobierno ni sus funciones básicas. Cuestionar la
legitimidad de Maduro no garantiza, ipso facto, la legitimidad de
Guaidó; y menos aun cuando Maduro dispone de los resortes y recursos
fundamentales de un ejecutivo y, proporcionalmente, tiene un reconocimiento
internacional mucho más cuantioso que el del presidente de la Asamblea
Nacional. Este antecedente de habilitar la dualidad de poder en un país puede
generar tensiones impredecibles en las naciones del área, hoy sacudidas por
diversos grados de inestabilidad y polarización.
caja cinco: la valoración
de los militares
Con el advenimiento en la región de la nueva ola democrática de los años
ochenta, en ningún caso institucionalmente complicado se contempló asignarles a
los militares un papel clave para hacer frente a crisis políticas de
envergadura. Así, en los casos de Jamil Mahuad en Ecuador, en 2000; de Hugo
Chávez en Venezuela, en 2002; de Jean-Bertrand Aristide en Haití, en 2004; de
Manuel Zelaya, en Honduras, en 2009; de Rafael Correa en Ecuador, en 2010; de
Fernando Lugo en Paraguay, en 2012; y de Dilma Rousseff en Brasil, en 2016, la
inmensa mayoría de los países latinoamericanos cuestionaron, impugnaron o
desconocieron el rol de las fuerzas armadas como artífices para la gestación de
un nuevo orden institucional o régimen político. Por el contrario, siguiendo la
recomendación de Washington de identificar a los militares como protagonistas
del “cambio” en Venezuela, América del Sur pareció dispuesta a convocarlos como
actores centrales de la “transición” venezolana sin advertir el caos potencial
que ello puede generar. El que mejor expresó la valoración del involucramiento
de las fuerzas armadas, el mérito de su fractura y el papel de la región al
respecto, fue el presidente Iván Duque, quien en una entrevista reciente para
La Nación (10/06/2019) dijo: “Nunca antes había estado Venezuela tan cerca del
fin de la dictadura… Se ha instalado un cerco diplomático como nunca se ha
visto, con 50 países que reconocen la legitimidad de Guaidó. Todo esto ha
permitido que se fracturen las fuerzas militares de Venezuela”.
Este tipo de afirmación es aún más inquietante en el marco de lo que
llamo el retorno de la cuestión militar en la región, entendida como la
participación de los militares en el manejo del Estado. La denominada “guerra
contra las drogas” con su epicentro en Colombia, México y América Central ha
mostrado los costos y estragos de la militarización de la lucha contra el
narcotráfico y los efectos perniciosos de confundir las funciones de las
fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad. El peso del ejército en el Brasil
de Jair Bolsonaro, el deterioro del posconflicto en Colombia y el fantasma de
una eventual nueva ola de ejecuciones extrajudiciales a mano de los militares,
la aparición de candidatos presidenciales de origen castrense en Argentina y
Uruguay, y la participación de las fuerzas armadas en el combate contra el
crimen organizado en Centroamérica, entre otros, son datos de alerta que no
pueden obviarse. Empujar, consciente o inconscientemente, a que los militares
venezolanos desempeñen un lugar decisivo en medio de la monumental crisis
política que vive el país es ciertamente peligroso.
caja seis: el humanitarismo
instrumental
La situación humanitaria en Venezuela es francamente desoladora. Las
penurias de la sociedad, en materia de alimentación, salud, provisión de
energía, son enormes. Consecuentemente, se ha agravado la vulneración de
derechos fundamentales. La suma de esas condiciones contribuye a acelerar el
éxodo de venezolanos que, en gran medida, han migrado a los países vecinos de
Suramérica. En esa dirección tuvo cierta relevancia la resolución de 2018 –23
votos a favor, 7 en contra y 17 abstenciones– del Consejo de Derechos Humanos
de las Naciones Unidas exhortando al gobierno de Nicolás Maduro a aceptar
asistencia humanitaria. Sin embargo, con el correr de los días, Estados Unidos,
con el acompañamiento del Grupo de Lima, fue transformando una necesidad
humanitaria en un instrumento de acción diplomática tendiente a aislar a
Maduro, producir algún tipo de reacción y una revuelta cívico-militar.
Latinoamérica se ha comprometido históricamente con los principios del
humanitarismo y los postulados del Comité Internacional de la Cruz Roja; esto
es, humanidad, imparcialidad, neutralidad, independencia y universalidad. Así
ocurrió respecto a las crisis en América Central de finales de los setentas y
principios de los ochentas; así aconteció respecto al prolongado conflicto
armado en Colombia; así se verificó respecto a graves y recurrentes
acontecimientos en Haití desde los noventas; y así se comprobó ante emergencias
naturales a lo largo y ancho de la región durante décadas. Sin embargo, en el
caso de Venezuela buena parte de los países de la región –en especial, los
gobiernos de derecha de América del Sur– decidieron alejarse de una tradición
que le había otorgado prestigio a nivel internacional. El evento emblemático
fue la convocatoria de Juan Guaidó el 23 de febrero de 2019, para que ese día
la ayuda humanitaria acumulada en Cúcuta, ciudad colombiana fronteriza, pudiera
ingresar a Venezuela. Con ese propósito, y en un hecho inusitado, el presidente
de Chile, Sebastián Piñera, viajó a la frontera colombo-venezolana. Todo
resultó un fiasco y el presunto “día D”, que sería el punto de inflexión de la
crisis venezolana, no se concretó. En vez de confiar –como siempre lo había
hecho América del Sur– en las agencias de la ONU y en la Cruz Roja para hacer
efectiva la asistencia humanitaria, la región optó por instrumentalizarla –sin
éxito– en función de una estrategia estadounidense orientada a provocar la
caída del gobierno de Maduro.
Quizás algunos gobiernos de derecha en Suramérica hayan entendido lo
costoso de modificar una tradición que supieron avalar administraciones de
distinto signo ideológico. Es que “proteger lo humanitario” fue tácitamente,
por décadas, una política común de diversos mandatarios y partidos en la
región; “desprotegerlo” es, esencialmente, riesgoso.
En vez de confiar en las agencias de la ONU y en la Cruz Roja para hacer
efectiva la asistencia humanitaria, la región optó por instrumentalizarla –sin
éxito– en función de una estrategia estadounidense orientada a provocar la
caída del gobierno de Maduro.
caja siete: silencio ante
las sanciones
Es importante recordar que en América Latina, y a raíz de la imposición
del bloqueo de Estados Unidos a Cuba, las sanciones materiales no gozaron de
buena reputación. Con el transcurso de los años se pudo observar que tenían un
escaso efecto sobre una apertura del sistema político y que además eran
fuertemente repudiadas por la opinión pública en cada nación.
La normalización de relaciones diplomáticas de los países de la región
con Cuba fue generando una convergencia en cuanto al rechazo al bloqueo; en
especial mediante las votaciones anuales en la ONU. Obviamente, el bloqueo
impuesto por Washington a La Habana durante décadas no puede equiparse con las
recientes sanciones financieras, económicas y petroleras aplicadas por Estados
Unidos a Venezuela. Sin embargo, es llamativa la ausencia de críticas de la
región frente a su despliegue.
Usualmente, América del Sur no cuestionó el empleo de sanciones
personales y focalizadas de Estados Unidos contra un país del área, que
incluían la prohibición de ingreso al país y el congelamiento de cuentas
bancarias, entre otros. El recurso a sanciones materiales y masivas significa
un salto notorio en el arsenal punitivo de Washington. Por un lado, implica un
uso selectivo de las mismas, cuyo criterio varía frente a lo que acontece en
determinados países. Por el otro, las sanciones afectan al gobierno pero
también, y mucho, a la población: la administración dispone de menos ingresos
pero la sociedad sufre las privaciones derivadas de las sanciones. Ni los
gobiernos progresistas ni los de derecha han impugnado la política de Estados
Unidos y no pareciera existir la disposición de controvertir con la
administración Trump en torno a este tema, pues uno y otro tipo de gobierno
tienen una agenda delicada en relación a Estados Unidos.
Todo esto coloca al caso Venezuela –y a través de él a toda América
Latina– en el centro de la “alta política”. La región se torna más visible y se
ve envuelta en el juego geopolítico de diversos países poderosos con intereses
y propósitos divergentes.
lo último que se pierde
La crisis de Venezuela es, básicamente, producto de los venezolanos. La
mejor alternativa es aquella que combine una salida política, jurídica y ética
sólida y sustentable. Esa es, quizás, la única opción incruenta. Y ello implica
un paquete de elementos entrelazados y sucesivos en el tiempo: diálogo político
genuino, acuerdo aplicable y llamado a futuras elecciones.
Cualquier solución negociada tiene como fundamento lo que los expertos
llaman un “estancamiento dañino” (hurting stalemate), en el cual ninguna
de las partes puede triunfar y a la vez tampoco acepta ceder. Entonces, se
instala la sensación (o el convencimiento) de que el conflicto entre las partes
no va hacia ningún lugar. Y, a su turno, ambas partes empiezan a reconocer que
los costos de continuar en la confrontación superan los hipotéticos beneficios
de un triunfo pírrico. El punto entonces es si Venezuela se aproxima o no a ese
“estancamiento dañino” y si los principales actores internacionales vinculados,
de un modo u otro, a la crisis en que está sumido el país facilitan o no que se
llegue a dicho impasse.
En este contexto, el reto de América Latina es retomar parte de sus
mejores tradiciones para contribuir a una solución política y pacífica de la
situación venezolana. Y en esa dirección, cabe la pregunta: ¿los gobiernos de
derecha de América del Sur estarán dispuestos a modificar sus comportamientos y
objetivos para alcanzar dicha salida, o seguirán secundando a Washington en una
estrategia que puede producir aún más inestabilidad y mayor caos en Venezuela y
la región?
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