Por Leandro Morgenfeld*
BAE
El Gobierno espera
utilizar el G20 como vidriera de “reinserción en el mundo”
La historia del
vínculo entre Argentina y Estados Unidos muestra algunas constantes tensiones.
Salvando períodos particulares (presidencias de Guido, Onganía, Menem, De la
Rúa y Macri) en general la relación entre Buenos Aires y Washington fue
distante o conflictiva. Sin embargo, excepto en algunas circunstancias
históricas acotadas (momentos de los gobiernos de Yrigoyen, Perón, Illia,
Alfonsín o los Kirchner, por ejemplo), la oposición a Estados Unidos no se
vinculaba a políticas autonomistas, nacionalistas ni mucho menos
anti-imperialistas, sino más bien con una alianza (subordinada) entre las
clases dirigentes locales y distintas potencias extra-continentales.
La principal constante
de la relación entre Washington y Buenos Aires es la competencia por la
colocación de la producción primaria. Uno de los factores económicos clave para
entender los conflictos con Estados Unidos tiene que ver con las dificultades
de las exportaciones de bienes agropecuarios argentinos para ingresar en el
mercado estadounidense, primero por barreras aduaneras y luego por distintas
formas de proteccionismo no arancelario (subsidios, barreras fito-sanitarias o
disposiciones vinculadas con la seguridad nacional). Infructuosamente, la
diplomacia argentina realizó múltiples gestiones para destrabar las
exportaciones hacia el país del norte, resistidas por el bloque agrícola
estadounidense, con inmensa capacidad de lobby tanto en el Congreso como en la
Casa Blanca. Las lanas a fines del siglo XIX, las carnes desde los años veinte
o los cítricos, el biodiesel, el acero y el aluminio, en la actualidad, enfrentaron
el particular proteccionismo estadounidense.
El Departamento de
Estado, por su parte, utilizó las expectativas de los exportadores argentinos,
y de otros países del continente, para evitar que los gobiernos del sur
desarrollaran una política de confrontación, autonomía y/o de mayor
independencia frente a la potencia del norte. En la década del treinta, en la
de sesenta o incluso en los últimos veinte años, esta cuestión operó como un
factor disciplinador que morigeró los planteos más anti-estadounidenses en la
región. Una constante de los distintos gobiernos argentinos, incluso de
aquellos que esbozaban una retórica nacionalista y que enfatizaban la necesidad
de desplegar una política exterior más autónoma, fue soslayar las posturas
antiimperialistas, a las que se suele tildar, despectivamente, de
aislacionistas. Así, en general, fueron abandonadas las confrontaciones con la
potencia del norte, en función de las negociaciones y las expectativas de
colocar mayores exportaciones en ese codiciado mercado, conseguir insumos
estratégicos, comprar equipamiento militar o bien facilitar la llegada de
inversiones y generar confianza en el sistema financiero, para poder tomar
deuda.
En los noventa, tras
el fin de la guerra fría, primaron las relaciones carnales, con una inédita
subordinación a Washington, que se frenó a principios del siglo XXI,
fundamentalmente luego del histórico "No al ALCA" en la Cumbre de Mar
del Plata de 2005.
Luego de múltiples
tensiones durante los gobiernos kirchneristas, cuando asumió Macri puso en
marcha una política exterior orientada a lo que llamó "volver al
mundo", para ampliar las exportaciones, atraer inversiones y facilitar el
crédito internacional. Como parte de su estrategia de alineamiento con Estados
Unidos y las potencias europeas, propuso a la Argentina como sede de la XI
Reunión Ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en diciembre
de 2017 y también de la Cumbre Presidencial del G20. El 30 de noviembre y 1 de
diciembre de 2018, Trump, Xi Jinping, Merkel, Macron, Putin y los demás líderes
de ese selecto grupo se reunirán en Buenos Aires en un contexto internacional,
regional y local complejo e incierto. La crisis de la Cumbre Presidencial del
G7 realizada en junio en Canadá, más el recalentamiento de la guerra comercial
entre Estados Unidos y China, las tensiones en Medio Oriente por el unilateral
reconocimiento estadounidense de Jerusalén como la capital de Israel, el
estancamiento de la OMC, la emergencia de nuevos liderazgos como en el López
Obrador en México, la impredecible situación política en Brasil y el impacto
negativo de la crisis económica y social en la Argentina, con el consecuente
creciente deterioro de la imagen del gobierno de Macri, auguran un escenario
potencialmente explosivo, totalmente distinto al que vislumbró cuando propuso a
la Argentina como sede de la primera cumbre presidencial del G20 en América del
Sur, imaginando que sería la vidriera perfecta para proyectarse como un nuevo
líder regional.
El reciente viaje de
Macri a New York, donde participó en un agasajo con Donald Trump e invitó a los
argentinos a "enamorarnos" de Christine Lagarde, es un explicitación
del nuevo vínculo subordinado con Washington, con notables paralelismos al que
supieron cultivar Menem y Di Tella en los años noventa, cuando la Argentina era
el alumno dilecto del Fondo y un aliado clave de Estados Unidos en el Cono Sur.
Más allá de las
intenciones de la Casa Rosada, que espera en dos meses utilizar la Cumbre del
G20 como vidriera para mostrar la "reinserción de la Argentina al
mundo", en paralelo ya se está organizando una gran movilización en Buenos
Aires para repudiar a Trump y al FMI y para mostrarle a Macri que el pueblo
argentino no está dispuesto a volver nunca más a las relaciones carnales con
Estados Unidos.
* Profesor UBA.
Investigador Adjunto del CONICET. Autor de Bienvenido Mr. President. De
Roosevelt a Trump: las visitas de presidentes estadounidenses a la Argentina
(Ed. Octubre, 2018), co-editor de Estados Unidos contra el mundo. Trump y la
nueva geopolítica (CLACSO, 2018) y del sitio www.vecinosenconflicto.com
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