América Latina no necesita un nuevo poder imperial que solo busque beneficiar a su propia gente (…) China ofrece la apariencia de un camino atractivo para el desarrollo, pero esto en realidad implica a menudo el intercambio de ganancias a corto plazo por la dependencia a largo plazo
(Discurso del secretario de Estado de Estados Unidos, Rex Tillerson, el 1º de febrero de 2018, Universidad de Texas, Austin).
Los países de América Latina y el Caribe forman parte de la extensión natural de la Ruta de la Seda Marítima y son participantes indispensables de la cooperación internacional de la Franja y la Ruta
(Fragmento del documento final de la Segunda Reunión Ministerial CELAC-República Popular de China, 22 y 23 de enero de 2018, Santiago de Chile).
El reconocido académico chino Minxin Pei ha señalado que si la Guerra Fría terminó en diciembre de 1991 con la desintegración de la Unión Soviética, la era de la posguerra fría parece haber finalizado en noviembre de 2016 con el triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Después de 25 años, el orden internacional regresa a su «normalidad» histórica en relación a que la potencia hegemónica vuelve a identificar como principal amenaza a su primacía global a otro Estado que cada día tiene mayores atributos de poder e influencia: China.
En esta línea argumentativa podemos enmarcar las reflexiones de importantes analistas de las relaciones internacionales. En un artículo reciente, Henry Kissingerseñaló que «tanto para Estados Unidos y China, así como para el resto del mundo, la coevolución de Washington y Pekín es la experiencia determinante del período actual». En consonancia, el periodista y editor de Financial Times, Martin Wolf, destacó que «la rivalidad entre China y Estados Unidos moldeará el siglo XXI». Por último, Walter Russell Mead indicó que Estados Unidos ha decidido empezar una «segunda Guerra Fría» al colocar todos sus esfuerzos en contener la influencia de China en el plano global, siendo el aspecto comercial la primera gran manifestación.
En tal sentido, es posible observar un bipolarismo emergente –con características particulares y diferentes respecto de aquel imperante durante la Guerra Fría– con las dos potencias mencionadas como centros de poder. Un dato insoslayable –y ciertamente explicativo de la bipolaridad– radica en el hecho de que ambos países son los únicos Estados en la actualidad del sistema internacional con capacidad de sostener y propagar proyectos estratégicos de alcance global. En la jerga de los internacionalistas, ambos países son los únicos capaces de proveer «bienes públicos»a escala planetaria. Washington y Beijing no solo tienen la voluntad política sino que además cuentan con los instrumentos necesarios para hacerlo, en tanto disponen de bancos multilaterales y estructuras de financiamiento, agencias gubernamentales de cooperación, empresas transnacionales múltiples y diversificadas, entre otros atributos de poder. En síntesis, hoy el mundo parece circunscrito al debate entre el atlantismo y la nueva Ruta de la Seda.
Desde este enfoque analítico, en un artículo recientemente publicado en la revista Foreign Affairs Latinoamérica señalamos los aspectos centrales de esta nueva bipolaridad al tiempo que reflexionamos sobre la dinámica y las implicancias que podrían derivarse de la misma dependiendo de cómo se estructure el vínculo bilateral entre China y Estados Unidos, oscilando y pudiendo devenir en una «bipolaridad flexible» o en una «bipolaridad rígida». Este último escenario es el que identificamos como el más problemático y desfavorable para los países de América Latina, postura que puede resumirse en dos razones: 1) en un contexto de tales características, aumentarían los niveles de aversión al riesgo y el mundo se tornaría más restrictivo, con una consecuente contracción en los flujos comerciales y de capital (tanto financieros como de inversión extranjera directa), precisamente lo contrario a lo que necesitan la mayoría de los países de la región; y 2) mientras mayor rigidez adquiera la bipolaridad menor será la posibilidad de construir agendas positivas con ambas potencias al mismo tiempo.
De este modo, la conformación de esta nueva bipolaridad no resulta indiferente para América Latina y ya comienza a mostrar algunos coletazos. El citado discurso de Rex Tillerson en la Universidad de Texas muestra el malestar norteamericano ante el coqueteo y beneplácito de los países de la región para con la expansión de la influencia china. El ex-secretario de Estado mostró una inusitada retórica, reconociendo a Estados Unidos y a China como «poderes imperiales», aunque identificando al país asiático como menos conveniente, en respuesta al grado de cooperación alcanzado en febrero de este año en la cumbre Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac)-China, celebrada en Santiago de Chile.
A lo largo de 2018, dos aspectos merecen destacarse como notas salientes del devenir político de América Latina en el contexto analizado: 1) la fuerte retracción del diálogo interamericano evidenciado en la VIII Cumbre de las Américas celebrada en Lima –por primera vez sin la presencia del presidente de Estados Unidos–; y 2) la consolidación de la cooperación biregional sino-latinoamericana. Cabe destacar, asimismo, que la aproximación de la región con el gigante asiático no solo se da en el plano de la retórica sino que también discurre en el de las acciones.
En el propio «patio trasero» de EEUU, Panamá y China, quienes mantienen relaciones diplomáticas desde hace un año cuando el país centroamericano rompió relaciones con Taiwán, acaban de llegar a un acuerdo sobre el capítulo de propiedad intelectual en el marco de la tercera ronda de negociaciones para un acuerdo de libre comercio entre ambos Estados. Es destacable que China sea el segundo usuario del Canal de Panamá después de Estados Unidos y que un consorcio chino opere los puertos en ambos extremos de la vía interoceánica.
En el cono sur, el canciller de Uruguay, Rodolfo Nin Novoa, viajó a Beijing en agosto pasado para suscribir un Memorándum de Entendimiento sobre Cooperación en el marco del Cinturón Económico de la Ruta de la Seda (OBOR, por sus siglas en inglés). Uruguay se transformó en el primer país de América Latina en incorporarse oficialmente a esta iniciativa china.
Ante la innegable avanzada global de China, en los primeros días el senado estadounidense aprobó un paquete de 60.000 millones de dólares para proyectos de infraestructura en el exterior. El plan representa más del doble de los recursos disponibles hasta ahora y propone la creación de una nueva agencia gubernamental para su vehiculización e implementación, la U.S. International Development Finance Corp. El consenso bipartidista sobre la necesidad de no perder terreno ante el financiamiento chino en la infraestructura regional es total. Según el Boston University´s Global Development Policy Center, las instituciones financieras de China ya proveen más financiamiento al mundo en desarrollo que el Banco Mundial.
Si bien para América Latina la mayor disponibilidad de fondos para financiar el desarrollo puede ser una buena noticia, es esperable que en un contexto como el actual, signado por una bipolaridad que tiende hacia una mayor rigidez, la política de alianzas desplegada por las grandes potencias se torne más rigurosa. De este modo, se podría eliminar la posibilidad de alternar entre las potencias o, en el mejor de los casos, aumentarían los costos de hacerlo. El costo que habría que pagar por los acuerdos sería más alto y exigiría además definiciones estratégicas.
En el plano comercial, comienzan a verse indicios claros de esta dinámica. El nuevo acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá (Usmca, por sus siglas en inglés) especifica que si uno de los miembros firma un acuerdo comercial con un país que no tiene «economía de mercado» (la Organización Mundial del Comercio todavía no reconoce a China como tal) los demás pueden abandonarlo en seis meses. El nuevo acuerdo le pone un freno a la carta mexicana de apostar a China para diversificar sus relaciones económicas. Por su parte, en la negociación que llevaron adelante las autoridades de Argentina y Brasil para evitar la imposición de aranceles al aluminio y el acero, habría existido el pedido, por parte de la administración Trump de presionar a China para que termine con su política de subsidios a la producción de dichos bienes.
La disputa global por mayores espacios de poder e influencia entre Estados Unidos y China también resulta evidente en la dimensión financiera. La región dejó de tener como prestamistas de última instancia ante episodios de vulnerabilidad externa únicamente a los tradicionales acreedores occidentales (Fondo Monetario Internacional, Club de París, banca privada internacional). En los últimos años, China comenzó a jugar lentamente su rol de gran acreedor internacional. El caso venezolano es paradigmático, dado que la deuda con China asciende a 23.000 de dólares por préstamos del gobierno dirigidos a la estatal Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Estados Unidos es consciente de que cualquier salida a la crisis del país caribeño deberá matizar los intereses del gobierno y la banca de China, quienes en términos concretos, se han trasformado en los nuevos dueños de la industria petrolera venezolana.
Por su parte, Argentina en el contexto de crisis económico-financiera que atraviesa actualmente, intentó jugar la «carta china» para la obtención de oxígeno financiero mediante la ampliación del swap vigente desde 2014, como complemento a la ayuda financiera dispensada por el FMI. Según trascendidos, el gobierno argentino esperaba lograr una ampliación del citado instrumento por una cifra de alrededor de 19.000 millones de dólares. No obstante, el acuerdo todavía no se ha firmado. Dado el firme apoyo que ha recibido Argentina desde Washington, vital para rubricar los dos acuerdos recientemente negociados con el FMI, es menester sospechar la reticencia norteamericana a que China amplíe su influencia en uno de los países más importantes de la región. En otras palabras, el fuerte apoyo estadounidense parece ser al mismo tiempo un elemento amortiguador del avance de China.
En conclusión, si se entiende el concepto de poder como la capacidad de un actor para ejercer influencia (moldear acontecimientos y resultados) y se ponderan sus recursos (duros y blandos) así como su capacidad y voluntad para ofrecer bienes públicos globales, resulta plausible la tesis de que somos testigos de la conformación de una nueva «bipolaridad». En los últimos meses se pudieron observar los primeros coletazos en América Latina de esta nueva dinámica del orden internacional.
La agenda internacional de la región se verá cada vez más condicionada por la «bipolaridad emergente», más aún si la misma aumenta en su grado de rigidez, producto de una mayor escalada en las tensiones entre Estados Unidos y China. Para los países latinoamericanos, que históricamente han debido adaptarse a un entorno internacional que le es dado y que poco han podido hacer para modificarlo, se vuelve indispensable contar con interpretaciones precisas del orden internacional y su dinámica, en pos de lograr maximizar oportunidades y reducir amenazas.