Argentina cortejando a Washington
Por Juan Gabriel Tokatlian (Clarín)
Llama la atención el silencio de la Cancillería argentina frente a acciones polémicas de parte de Estados Unidos, como el abandono del acuerdo nuclear con Irán o el lanzamiento de la "madre de todas las bombas" en Afganistán. ¿Se evita irritar a la Casa Blanca?
Llama la atención el silencio de la Cancillería argentina frente a acciones polémicas de parte de Estados Unidos, como el abandono del acuerdo nuclear con Irán o el lanzamiento de la "madre de todas las bombas" en Afganistán. ¿Se evita irritar a la Casa Blanca?
La administración de Cambiemos ha desplegado una política de acercamiento a Estados Unidos que transitó dos etapas: una primera, bajo la gestión de la canciller Susana Malcorra, con señales nítidas de aproximación, cautelosa y sin sobreactuación y una segunda, desde mediados de 2017, que he llamado unilateralismo periférico concesivo; es decir, hacer concesiones al poderoso para salvaguardar los intereses propios. Si la primera etapa tuvo tintes pragmáticos, la actual es más ideológica.
Un modo de analizar la política exterior de un gobierno consiste en evaluar sus votaciones y pronunciamientos y revisar los datos y acciones.
Por ejemplo, anualmente el Departamento de Estado publica un informe sobre votaciones en la ONU señalando las coincidencias de los países con Washington, tanto en términos del total de resoluciones como de las que Estados Unidos considera las más importantes.
Una fuente adicional para ponderar las relaciones bilaterales es examinar los comunicados de la Cancillería. En el último año, el Ministerio se manifestó enfáticamente y deploró el gravísimo deterioro en Venezuela, las pruebas misilísticas y nucleares de Corea del Norte, los atentados terroristas en Estados Unidos, Europa, Asia y África, la tragedia humanitaria en Siria y el uso de armas químicas.
Sin embargo, salvo por una comunicación que lamenta el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París y otra que se preocupa por la construcción del muro con México, no hubo desaprobación o crítica al abandono unilateral del compromiso del P5 + 1 con Irán, al lanzamiento de la “madre de todas las bombas” en Afganistán, al traslado de su embajada a Jerusalén en medio de exacerbadas tensiones en Medio Oriente, a la reversión del proceso de normalización con Cuba, a Arabia Saudita -receptor de un masivo suministro de armas de Estados Unidos-, que ha aplicado una política brutal en Yemen; al mayor debilitamiento de la ONU impulsado por Washington y a la detención del programa de refugio para menores centroamericanos, entre otros.
La intención parece ser no irritar a Estados Unidos, a pesar de que muchas de sus acciones riñen con el derecho internacional, la estabilidad mundial y los vínculos interamericanos.
La Argentina continúa con serias dificultades de acceso al mercado estadounidense. En el primer trimestre de 2017 el déficit comercial del país fue de US$ 1.113 millones y para el mismo período en 2018 fue de US$ 1.064: prácticamente ninguna variación.
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El Ejecutivo conoció el año pasado la dureza de Washington, que aumentó los aranceles para el biodiesel, y debió aceptar que en 2018 se le aplicaran cuotas a la venta de acero y aluminio:
180.000 toneladas para el acero (en 2017 la Argentina le exportó a
Estados Unidos 200.000 toneladas) y 180.000 toneladas para el aluminio
(en 2017 las exportaciones llegaron a 260.000 toneladas).Vigencia de la disuasión nuclear
El Ministerio de Seguridad procuró la presencia de más funcionarios de la DEA y aumentó la colaboración con el FBI en lo que hace al desarrollo de “centros de fusión de inteligencia”.
La mayor y estrecha colaboración bilateral no impidió que en el informe del Departamento de Estado de 2018 en materia anti-narcóticos se subrayaran las deficiencias de la Justicia, en el campo del control del lavado de activos y en el uso de jurisdicciones off-shore para actividades criminales.
Al parecer el nuevo embajador estadounidense, Edward Prado, está interesado en “fortalecer la confianza de la gente” en la justicia argentina; algo poco usual que convendrá seguir en detalle.
Sin embargo, y como señalaron Benjamin Gedan y Kathy Lui en una nota reciente del Argentine Project del Wilson Center, ubicado en Washington, “por el momento, la Argentina carece de las capacidades para proteger sus fronteras y mucho menos resumir su contribución a la seguridad global”.
La eventual intensa relación militar no subsana los severos problemas internos que enfrenta el país en el terreno de su política de defensa y respecto a las fuerzas armadas.
Habrá que ver qué sucede con las relaciones argentino-estadounidenses después del acuerdo con el FMI: sería disfuncional para la Argentina hacer concesiones políticas en temas estratégicos. La debilidad coyuntural no debería conducir a cesiones de impacto estructural negativo para los intereses nacionales.
* Juan Gabriel Tokatlian es profesor plenario Universidad Torcuato Di Tella
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El presidente Mauricio Macri afirmó en el Día del Ejército: “Necesitamos Fuerzas Armadas que dediquen mayores esfuerzos en colaboración con otras áreas del Estado, brindando apoyo logístico a las fuerzas de seguridad para cuidar a los argentinos frente a las amenazas y desafíos actuales”. Su aserción parece preanunciar un eventual decreto en el que se explicitaría la decisión política de comenzar a desmantelar el consenso sociopolítico existente desde la recuperación de la democracia respecto a la estricta separación entre defensa y seguridad interior. El pronunciamiento del mandatario generará posiblemente reacciones de diverso tipo.
En este caso me quiero concentrar en la expresión “amenazas y desafíos actuales”. ¿A qué parece apuntar ello? ¿En qué matriz interpretativa se puede inscribir esa referencia? ¿Qué vínculo podría tener dicha expresión en el contexto de las relaciones interamericanas? A mi modo ver, la respuesta a dichos interrogantes exige detenerse, inicialmente, en Estados Unidos y la llamada grand strategy como punto de partida y su evolución en el tiempo. Washington la ha ido modificando y actualizando. Lo anterior conduce a reconocer el macro nivel global y la especificidad continental en los que se ha ido expresando la “gran estrategia” estadounidense.
Durante la Guerra Fría Washington desplegó, en el terreno inter-estatal, la estrategia de la contención. En aquel período era fundamental frenar la expansión de la Unión Soviética y, de ser factible, revertir tanto su proyección de poder en la periferia (en clave de época, el Tercer Mundo) como la afirmación de su área de influencia (esto es, Europa oriental). En el campo no estatal y, en particular, en las naciones periféricas y de modo directo o indirecto, Washington recurrió a la contra-insurgencia: una modalidad de confrontación destinada a socavar la legitimidad del oponente armado (por ejemplo, los grupos guerrilleros y los movimientos de liberación nacional), interrumpir el acceso a recursos para impedirles librar su lucha, debilitar las oportunidades políticas del adversario y lograr adhesión social (por ejemplo, en áreas rurales y centros urbanos).
La principal doctrina militar que primó fue la disuasión; esto es, dejarle en claro a la URSS que los costos de atacar a Europa occidental y de usar armas nucleares contra Estados Unidos y sus aliados serían exorbitantes pues la respuesta de Washington sería aniquiladora. La dinámica de la “destrucción mutua asegurada” subyacía a una doctrina que tenía su espejo en el mismo tipo de mensaje que Moscú le enviaba a Estados Unidos.
La estrategia y la doctrina señaladas eran acompañadas en el terreno diplomático por el establecimiento de firmes alianzas político-militares. La Organización del Tratado del Atlántico Norte, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y el Tratado Anzus (Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos), entre otros compromisos, fueron, bajo la premisa de la bipolaridad, los acuerdos que aseguraban el mantenimiento de las zonas de influencia de Washington y su proyección internacional de poder.
Ahora bien, en el ámbito latinoamericano la grand strategy estadounidense remitía a una doctrina subalterna. La eventual y definitiva confrontación Este-Oeste tenía unos protagonistas principales (Estados Unidos y Europa occidental por un lado, y la Unión Soviética y Europa oriental, por el otro), mientras que las fuerzas armadas de Latinoamérica no eran contempladas como un actor decisivo en el hipotético combate directo contra la URSS. El papel de los militares latinoamericanos era, en términos de la gran estrategia de Washington, prioritariamente doméstico: luchar y doblegar al “enemigo interno” –el “comunismo” local– que era concebido como la extensión en la región del expansionismo soviético. En ese marco, la contra-insurgencia era, en lo doméstico, la estrategia principal de las fuerzas armadas. Para ello se contaba con el respaldo de Estados Unidos y, si fuere del caso, con su participación. Lo anterior se inscribía en una doctrina subalterna: la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN).
En la inmediata Posguerra Fría se mantuvo, respecto de la estrategia, la contención tanto frente a un potencial resurgimiento de Rusia como ante el emergente poder de China. Persistió la disuasión como doctrina en relación a contra-partes estatales, mientras se recurrió a respuestas misilísticas contra actores no estatales en respuesta a actos terroristas contra intereses estadounidenses en el extranjero. No hubo cambios diplomáticos en cuanto al sistema de alianzas: Washington tuvo un comportamiento internacional en el que combinó multilateralismo episódico y unilateralismo recurrente.
En cuanto a la lógica subalterna se produjo, después del colapso soviético y del desmoronamiento del comunismo en Europa oriental, la configuración-en especial desde Estados Unidos –del denominado fenómeno de las “nuevas amenazas” (narcotráfico, terrorismo, crimen organizado, etc.)–. Se entiende que las mismas constituyen, en palabras de Marcelo Saín, “el conjunto de riesgos y situaciones conflictivas no tradicionales, esto es; no generadas por los conflictos interestatales derivados de diferendos limítrofes-territoriales o de competencia por el dominio estratégico”.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos fueron de enorme trascendencia e impacto y dieron paso a una redefinición de su grand strategy. En ese sentido, la nueva estrategia se orientó hacia la primacía; es decir, Washington no estaba (ni está) dispuesto a tolerar, ni en el campo militar ni el político, a ningún competidor internacional de igual talla (peer competitor), fuese este un viejo rival (Rusia) o un nuevo oponente (China). No se trataba de un asunto de (buena o mala) voluntad o de ideología (conservadora o liberal), sino de un empuje derivado, en buena medida, de la elocuente disparidad de poder existente en el sistema mundial. La estrategia de primacía suponía (y supone) que los intereses vitales estadounidense no estarían suficientemente protegidos con un esquema multilateral de reglas y acuerdos. En cuanto a los actores no estatales, a la proverbial contra-insurgencia anteriormente mencionada se sumó el contra-terrorismo que se caracteriza por atacar militarmente a un oponente que se considera criminal y letal (por lo tanto, no sujeto a reconocimiento político) y por desplegar acciones coercitivas de distinto tipo sobre determinados grupos terroristas (preferentemente islámicos), sus eventuales aliados estatales, sus redes de sostén material y sus refugios.
En cuanto a la doctrina, la disuasión continuó siendo la columna vertebral en materia militar. En el apogeo de lo que se presumía como una condición unipolar perdurable Washington estaba encaminado hacia una política de preponderancia incuestionable. Una novedad posterior a los atentados de septiembre de 2001 fue la incorporación de la doctrina de la “guerra preventiva”. La misma apunta a mostrar que Estados Unidos se arroga el poder de usar su poderío bélico contra un país, independientemente de que este se disponga a atacar de manera inminente a Estados Unidos y sin tener en cuenta la evidencia cierta para legitimar, al menos parcialmente, el recurso al instrumento militar en las relaciones internacionales.
Asimismo, las alianzas sólidas del pasado se superponen en unos casos, y se sustituyen en otros, en tanto instrumentos diplomáticos de respaldo y compromiso político-militar, por coaliciones ad hoc (las llamadas coalitions of the willing), lo que supone que sólo Washington fija la misión y luego establece la coalición para llevarlas a efecto (como ha ocurrido en Irak o contra el Estado islámico).
Finalmente, la lógica subalterna que se ha ido consolidando en gran parte de América Latina en el marco de una redefinición de la grand strategy estadounidense ha sido la de las aludidas “nuevas amenazas”. Las mismas son múltiples, entrelazadas y letales. Esa proliferación de peligros entrecruzados se nutre de la ausencia y/o captura parcial del Estado y, en consecuencia, requiere de un rol activo de las fuerzas armadas para hacerle frente, borrando así las diferencias entre seguridad interna y defensa externa. Eso remite a lo que llamo una Doctrina de Inseguridad Nacional en sustitución de la vieja DSN: los enemigos actuales son un entramado de actores interconectados que operan domésticamente como parte de una oscura acechanza global y, por lo tanto, se necesita de los militares y su poder de fuego para neutralizarlos y eliminarlos. Complementariamente, y a nivel internacional, se trataría de involucrar a los militares ya no en las tradicionales misiones de paz de la ONU sino en acciones anti-terroristas en las nuevas operaciones desplegadas por Naciones Unidas en algunos países de África, por ejemplo.
El llamado del presidente Macri a que los militares se vinculen a la lucha contra las “amenazas y desafíos actuales” se puede localizar en la dinámica de las “nuevas amenazas” que, a su turno, se inscriben en los cambios ocurridos en las relaciones interamericanas. Con ello no solo se afectaría un activo de la Argentina democrática en América Latina –esto es, la separación entre defensa y seguridad interior–, sino que se obstruiría la urgente necesidad de un debate nacional sobre qué política de defensa y qué fuerzas armadas necesita hoy el país. Una gran mayoría de los que creemos en el valor y utilidad de aquella separación venimos planteando que tal debate es impostergable y que debe hacerse con argumentos serios, francos y frontales. Pero la postura en la materia del gobierno de Cambiemos nos conduciría a menos deliberación en torno a la defensa y más debilitamiento de las fuerzas armadas.
* Profesor plenario de la Universidad Di Tella.
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