Unasur: ¿‘Sudamexit’ o la estrategia de la silla vacía?
La presidencia boliviana de Unasur se ha iniciado con un jarro de agua fría: el pasado 20 de abril los gobiernos de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú comunicaron al canciller de Bolivia que suspenderían “temporalmente” su participación en esa organización. Esta decisión, adoptada días atrás durante la Cumbre de las Américas, llevaría a este organismo a la terapia intensiva o a una fase terminal, lo que para algunos medios era motivo de celebración: esta organización había dejado de funcionar, era la expresión de políticas exteriores ideologizadas y bolivarianas que debían quedar atrás, y no era funcional a las políticas exteriores de sus miembros, en particular de los nuevos gobiernos liberales y de derecha para los que la Alianza del Pacífico representaría una opción más pragmática y eficaz. Por ello, la retirada de estos países y el fin de Unasur estaría más que justificado.
Ahora bien, un análisis más sosegado de esta decisión revela que ni se trata de una retirada de la organización ni los objetivos responden a ese relato. El documento remitido a la presidencia boliviana se refiere a una “suspensión de participación en las actividades por tiempo indefinido”, que no supone ni la denuncia del tratado constitutivo de Unasur ni su abandono definitivo. Por ello, más que un Sudamexit (o una retirada) parece ser más bien una maniobra de presión, al estilo de la silla vacía que dejó Francia cuando suspendió temporalmente su participación en la entonces Comunidad Económica Europea, para así recuperar el derecho de veto en las decisiones que entendía afectaban a su interés nacional.
Es cierto que la organización se encuentra en un estado de bloqueo, sin celebrar sus preceptivas cumbres presidenciales anuales y sin alcanzar un acuerdo para nombrar un Secretario General, dado que el único candidato para ese puesto, José Octavio Bordón, fue vetado sistemáticamente por Bolivia y Venezuela. De hecho, el comunicado oficial de suspensión de actividades exige “resultados concretos que garanticen el funcionamiento de la organización en las próximas semanas”. Además de forzar esa designación, se reclama también una revisión de las normas para la toma de decisiones, basadas en la regla de la unanimidad, y una nueva orientación del organismo hacia la cooperación en asuntos concretos que se ajustan a sus agendas nacionales, como la integración de la infraestructura física.
Se trata de un órdago político que podría desbloquear la designación a la Secretaría General, pero también puede enconar la fractura que ya existe dentro de la región. Entre esos dos extremos, hay riesgos para las agendas de cooperación aún en marcha y los compromisos adquiridos en centros como el Instituto de Salud o el Centro de Estudios Estratégicos de Defensa. El primero tiene su sede en Brasil, el segundo en Argentina.
La iniciativa se ha anunciado con sordina —la mayor parte de las cancillerías que la impulsan ni siquiera la reseñaban en sus portales de Internet— y se pretende justificar en términos de funcionamiento y de desbloqueo de decisiones, pero admite una interpretación más amplia: es parte de la agenda de restauración conservadora de gobiernos de las nuevas derechas para desmontar el legado regional de los gobiernos progresistas. Esta situación desmiente el carácter pretendidamente pragmático de políticas exteriores de estos gobiernos. Afirma, en cambio, que también tiene carácter ideologizado. Pero este giro de timón en cuanto a los compromisos regionales tiene costes elevados: muestra que los cambios de gobierno siguen dando lugar a virajes o bandazos de política exterior, y que no existe capacidad ni voluntad de definir políticas de Estado a largo plazo, lo que daña la credibilidad de los reclamantes y de la región en su conjunto.
La imagen caricaturesca con la que presenta en estos días a Unasur como instrumento antiimperialista y bolivariano no es correcta y más que describir a la organización, revela las intenciones de quien intenta desacreditarla con ese discurso. Si así fuera, difícilmente habría reunido a gobiernos e intereses de distinto signo durante años. En su trayectoria ha prestado importantes servicios a la región generando consensos, contribuyendo a realzar la presencia internacional de sus miembros, gestionar crisis de manera efectiva, como la que atravesó Bolivia en 2008, y amparar iniciativas de cooperación útiles en el campo de la infraestructura física, la salud pública, las políticas de defensa o la observación electoral. Unasur fue creada también para dar a Suramérica más autonomía política, como instrumento de soft balancing (equilibrio suave) selectivo respecto a potencias externas. Disponer de herramientas de este tipo es política exterior juiciosa ante el abrasivo unilateralismo, el proteccionismo y el nacionalismo rampante de Estados Unidos. En otras latitudes, la nueva Estrategia de Seguridad y Política Exterior de la UE también tiene como objetivo tener “autonomía estratégica” sin menoscabo del tradicional vínculo transatlántico.
Es cierto que la Unasur no pudo tener una dimensión de integración comercial, por la oposición de los países miembros de ALBA, y que no ha sido efectiva ante la enquistada y complicada crisis de Venezuela. Difícilmente podía serlo con unas reglas que exigen unanimidad, y que todos los Estados miembros suscribieron, incluyendo los reclamantes. Pero tampoco han tenido éxito la OEA, el Vaticano, ni otras iniciativas de diálogo como las impulsadas por Leonel Fernández o José Luis Rodríguez Zapatero. Señalar a Unasur por este fracaso e ignorar los otros, que se explican por razones parecidas, es falaz. El bloque fue creado en 2008 en un contexto cargado de tensiones al interior de la región y ello no le impidió actuar como plataforma de diálogo y acuerdo entre gobiernos con perfiles contrapuestos. Diez años más tarde, la falta de líderes regionales, otras tensiones y otra diversidad no deberían ser el pretexto para destruir ese importante acervo.
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