TRUMP AGRAVA EL ATOLLADERO ESTADOUNIDENESE[1]
Transcurrido más de un año de gestión Trump no logra encaminar su
gobierno. Sus exabruptos y contramarchas son tan impactantes como el caótico
manejo de su gabinete. Los desplantes, provocaciones e insultos han afianzado
la imagen de un hombre descontrolado e irracional.
Pero el magnate tiene objetivos muy precisos. Toda su estrategia apunta
a utilizar la supremacía geopolítica y militar de Estados Unidos para revertir
el declive económico de la primera potencia. Esa recomposición exige una dura
pulseada con rivales y aliados de larga data. La batalla se desenvuelve en la
arena comercial pero genera grandes peligros en todos los terrenos.
REVERTIR EL DESBALANCE COMERCIAL
En las últimas décadas Estados Unidos fue el principal impulsor de la
mundialización neoliberal y obtuvo grandes beneficios de esa transformación
capitalista. Pero las nuevas reglas de la acumulación global no contuvieron su
pérdida de posiciones económicas. Ese debilitamiento se refleja en el sostenido
endeudamiento externo y en el gigantesco déficit comercial.
Trump busca reducir drásticamente ese desbalance de intercambios con China, Alemania, Japón, México y Canadá. Para lograr mayor equilibrio
exige la restauración de la negociación bilateral. Pretende priorizar las leyes
nacionales y atenuar el peso de los arbitrajes internacionales.
Como las reglas de la OMC obstruyen esas
tratativas directas, Trump sabotea el organismo y desconoce su facultad para
zanjar controversias. El sentido de su principal lema (America first) es colocar a Estados
Unidas en el centro de negociaciones con cada país.
Con esa estrategia
busca reforzar la preponderancia de Wall Street. Ya amplió la desregulación
financiera y dispuso nuevos privilegios impositivos para los bancos. Trabaja además
para el lobby petrolero eliminando
restricciones a la contaminación. En medio de grandes huracanes y sequías
esgrime un descarado negacionismo climático.
Su ofensiva
favorece también a las firmas de alta tecnología. Trump sabe que Estados Unidos
no puede recuperar el empleo industrial perdido, pero intenta relocalizar las actividades
automatizadas que utilizan mano de obra calificada. Por eso reclama una mayor
apertura a sus rivales en los sectores de alta competitividad yanqui.
El potentado apunta
especialmente al sector de los servicios. En esa actividad Estados Unidos mantiene
un importante superávit que compensa el monumental desequilibrio en el comercio
de bienes.
Las ventajas en los servicios obedecen al surgimiento de una economía digital liderada por compañías norteamericanas. La nueva
fase de la revolución informática se asienta en la expansión de mecanismos que
aceleran la transnacionalización de ese sector. Internet es el epicentro de un
sistema de plataformas que generan y recolectan enormes volúmenes de datos.
El 50% de la
población mundial ya está conectada y el flujo transfronterizo de información creció
45 veces desde el 2005. El manejo de ese insumo clave (big data) permite diseñar perfiles detallados de los individuos,
que las empresas venden para personalizar la publicidad. Las grandes
corporaciones digitales se han consolidado utilizando la masa de usuarios reclutados
en la fase previa. También aprovechan la tendencia a permanecer en el ámbito
donde cada uno se encuentra conectado.
Estados Unidos controla
ese dispositivo. Cinco empresas de ese origen (Google, Apple, Facebook, Amazon
y Microsoft) absorbieron el enorme capital requerido para afianzar ese dominio.
Las compañías estadounidenses manejan los datos que luego empaquetan y venden. Operan
a escala internacional sin ninguna presencia física y ya manejan gran parte de
la publicidad.
Trump pretende
estabilizar ese liderazgo bloqueando cualquier protección al flujo de datos.
También se opone a la localización de los servidores fuera del territorio
norteamericano y al consiguiente desarrollo de capacidades locales en otros
países.
Esa supremacía es
indispensable para comandar la próxima fase del desarrollo informático basada
en la robótica, la inteligencia artificial, el aprendizaje automático y las
nuevas formas de almacenamiento de la energía. Ese futuro se dirime en las
negociaciones sobre el comercio electrónico que prioriza Trump.
El potentado disputa en múltiples terrenos y con incontables países,
pero jerarquiza la confrontación con China. Quiere frenar a toda costa la
expansión de un gigante que
compite por la primacía económica global. Trump exige la apertura de la
economía oriental en las áreas más favorables a la
penetración yanqui (telecomunicaciones, energía, finanzas).
Con los adversarios
alemanes discute una agenda semejante, pero con menor agresividad y apostando a
la sumisión del estrecho aliado de posguerra. La negociación con los subordinados
del imperio (Japón, Canadá) es más amistosa pero igualmente intensa.
DILEMAS DE LA INTERVENCIÓN
El principal instrumento de la estrategia económica de Trump es el
poder imperial norteamericano. Afronta dos posibilidades para el uso de esa
fuerza.
La primera es restaurar el unilateralismo bélico.
Cuando proclama que su país debe alistarse para “ganar guerras” parece retomar
ese modelo. Insinúa grandes operaciones, que sintonizan con el clima creado por
sus diatribas contra el terrorismo y los inmigrantes.
Reagan y Bush son
los antecesores de esa estrategia. En los 80 el actor devenido en presidente
recurrió a un gran despliegue de misiles para doblegar a la URSS. Bush propició
varias intervenciones para recomponer la hegemonía de la primera potencia. Aún
se desconoce si Trump retomará esa senda. No es lo mismo el cacareo cotidiano a
través de twittes que los operativos reales de acción militar.
Una escalada de ese
tipo convergería con los intereses del Pentágono que ya logró un significativo aumento
del presupuesto. Entre 2001 y 2011 el incremento del gasto militar permitió
cuadruplicar las ganancias de los fabricantes de cadáveres. El viejo complejo
industrial militar ha integrado al pujante sector informático y esa
articulación requiere desenlaces bélicos para destruir capital sobrante. Las
guerras constituyen, además, el típico recurso de los mandatarios yanquis para
tapar escándalos políticos y desviar la atención de la población.
La segunda posibilidad de Trump es reconocer el declive de
la capacidad norteamericana para consumar grandes aventuras bélicas. Si
predomina esa evaluación, sólo gestionaría incursiones protagonizadas por sus
socios o vasallos. Esas guerras por delegación se desarrollarían con
asesoramiento del Pentágono pero sin la intervención directa de los marines.
¿Cuál de las dos opciones ha priorizado hasta ahora el millonario? Sin descartar la primera alternativa jerarquiza la segunda, en el escenario clave
de Medio Oriente.
Luego de retomar
los bombardeos en Siria Trump eludió la presencia de tropas, en un país ocupado
por múltiples ejércitos. Llegó a un acuerdo con Putin para congelar el
conflicto en un status de baja intensidad, con división de zonas bajo la
protección de cada contendiente. Incluso aceptó la continuidad de Assad,
diluyendo la programada contraofensiva de los mercenarios que financia el
Departamento de Estado.
Estados Unidos bombardea ocasionalmente el
demolido país en una guerra que no concluye. La derrota del Ejército Islámico
confirmó la tradicional debilidad de un salvajismo rudimentario frente a la
barbarie de los más poderosos. Otras variantes de la oposición al gobierno de
Assad fueron pulverizadas y Siria se convirtió en una simple pieza de las
disputas geopolíticas internacionales. Cada potencia hace su juego con la
tragedia ocasionada a millones de individuos.
Turquía está
lanzada a desmantelar las regiones kurdas que conquistaron autonomía y Rusia
afianza su presencia militar. ¿Recurrirá Trump a un despliegue de tropas
equivalente al exhibido por Putin? Hasta ahora no implementó ningún paso en esa
dirección. Apuesta a la intervención de sus dos principales socios.
Por un lado dispuso
el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, para enviar un
contundente mensaje de sostén a cualquier agresión sionista. Netanyahu celebra
la sangría de Siria, pero no ha renunciado a la balcanización de su principal
rival fronterizo. El plan de segmentar a Siria en tres mini-estados (kurdo,
sunita y alauita) explica la continuidad del martirio impuesto a la población.
Trump también avala
la nueva conducción belicista de la monarquía saudita. Los jeques multiplican
las masacres en Yemen e incursionan en el Líbano para compensar sus fracasos en
Siria. Apuntalan una alianza militar con Egipto para desbaratar la estrategia
conciliadora que impulsan Qatar y Turquía. Pretenden bloquear los acuerdos
energéticos con Rusia y sabotean la estabilización de una zona de comercio fluido
con China.
El magnate prioriza
la vieja asociación de petróleo y armas que Estados Unidos mantiene con Arabia
Saudita. Esa conexión permite sostener al dólar como moneda internacional, frente a los intentos de sustituir ese
signo por una canasta de divisas que incluya al yuan. Los sauditas realizan,
además, compras multimillonarias
de armas e invierten en la infraestructura estadounidense.
En las principales
alternativas de Medio Oriente Trump delega la acción militar en sus aliados. Busca
recuperar terreno con la agresividad de sus apéndices, sin comprometer
directamente al Pentágono.
DISYUNTIVAS SIMILARES EN
OTRAS REGIONES
Los mismos dilemas
afronta el millonario en otros focos de tensión internacional. Frente a Corea
del Norte ha subido el tono de las agresiones verbales manteniendo la prudencia
militar. Su amenaza de arrasar el país es coherente con la masacre perpetrada
por los yanquis en los años 50. Convalidaron la división del territorio y obstruyeron
todas las negociaciones de paz. Trump utiliza un lenguaje virulento con
fórmulas primitivas, sin recurrir siquiera al disfraz de la intervención
humanitaria.
Su inagotable
palabrerío oculta que los misiles probados por Corea son los mismos que ensayaron
India y Francia. Diaboliza al país que vulneró un principio básico de la hipocresía
nuclear: otorgar el derecho a destruir a ciertas naciones y condenar a otras a
ser destruidas.
Trump sabe que las
opciones militares son limitadas, en la medida que Pongyang pueda convertir a
Seúl o a Tokio en cenizas. Su tenencia de bombas nucleares tiene efectos
disuasivos y le impide a Washington repetir las masacres de Irak o Libia.
Para lidiar con el
pequeño país Trump militariza la zona, acelera el rearme de Japón y aumenta la
presión sobre China. Con esa variedad de acosos busca quebrantar a un régimen
aislado. Pero no ha logrado vencer las reticencias del gobierno surcoreano a la
instalación de otro arsenal nuclear. El régimen de Kim sigue probando misiles y
ya estaría próximo a lograr el status de potencia nuclear. Como ha fracasado la
neutralización negociada Trump debe definir sus próximos pasos.
En un tercer
terreno de conflictos localizados en Europa, el millonario actúa con menor agresividad
que Obama. Ha disminuido la presión sobre Ucrania y evita provocaciones en el
manejo de los misiles que rodean a Rusia. Su estrategia apunta a reducir la presencia
de tropas estadounidenses en el Viejo Continente, para involucrar a Alemania en
un mayor financiamiento de la OTAN. Exige un drástico aumento del gasto militar
por parte de la Unión Europea.
El
espionaje yanqui suele utilizar también los atentados yihadistas para conseguir
las metas de la Casa Blanca. Una parte de esos grupos es manipulada directamente
por sus creadores del Departamento de Estado. Por eso los fundamentalistas se
trasladan de un lugar a otro sembrando el terror, bajo la sospechosa inacción
de los servicios de inteligencia. Su comportamiento bestial sirvió para demoler
varios países (Irak, Libia, Siria) y actualmente facilita la militarización de
las relaciones internacionales. Este clima contribuye a imponer la subordinación
de Europa y el debilitamiento del competidor alemán.
En otro lugar clave
de la batalla geopolítica -Afganistán- Trump avala una presencia más directa
del Pentágono. Confirmó esa política con la mega-bomba que lanzó para
impresionar a toda la región. Con esa pedagogía del terror reforzó la presencia
militar en una zona de estratégico entrecruzamiento fronterizo (China, Irán,
India, ex repúblicas soviéticas).
Pero repite el
mismo alarde de poderío que desplegaron otros presidentes demócratas y
republicanos sin revertir su fracaso. No logra resultados con la privatización de tropas financiadas con el saqueo de los recursos naturales.
Todo indica que la
prueba de fuego para el guerrero yanqui se desenvolverá en Irán. Trump busca
anular el acuerdo de control nuclear suscripto por Obama y no tolera la
existencia de un estado independiente de la envergadura persa. Los Ayatollahs
no encarnan un proyecto antiimperialista, pero manejan un nivel de riquezas y
poderío que rompe la balanza de poder regional. El desbocado presidente no
acepta un desafiante de ese porte.
Desde hace tiempo
Israel propicia atentados directos contra los laboratorios de investigación
atómica. Los sauditas suscriben ese plan para disputar el liderazgo subimperial
en la región.
El reingreso de un
pelotón de cavernícolas al gabinete del millonario (Bolton, Pompeo, Haspel)
sintoniza con estas tendencias guerreras. Pero la confrontación con Irán es una
decisión muy seria. Acentuaría el distanciamiento con miembros de la OTAN (como
Turquía) y chocaría con la resistencia de Alemania y Francia, que preparan
grandes negocios con Teherán.
El uso de las
tensiones bélicas para reconstruir el poder económico estadounidense es una
jugada riesgosa. Hasta ahora Trump sólo propaga amenazas (Irán), autoriza
acciones indirectas (Siria), rodea a sus enemigos (Corea), encubre repliegues
(Europa Oriental) y recrea fracasos (Afganistán). La consistencia de su
proyecto es una gran incógnita.
FRUSTRACIONES EXTERNAS
Trump
no ha logrado en su primer año ninguna concesión económica significativa de
China o Alemania. El gigante asiático muestra poca disposición a negociar bajo
chantaje. Ha respondido con la bandera de Davos, exhibe fidelidad al
libre-comercio y busca atraer a las empresas transnacionales enemistadas con el
millonario.
Esa
postura coincide con una gran aceleración del salto hacia el capitalismo pleno
en China. Hay nuevas privatizaciones de empresas estatales y se prepara un
cambio de normas bancarias para derivar la fijación de la tasa de interés al
mercado.
El
gigante oriental sigue creciendo con nuevos emprendimientos globales, como el
Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura que ya suma a 84 países. La
Ruta de Seda en gestación y un próximo mercado de petróleo a futuro en Shangái,
incrementan la presión para convertir al yuan en moneda mundial. También el
comercio con África y América Latina supera cualquier volumen precedente.
China
no se amolda a las exigencias de Trump. El presidente Xi se afianzó mediante un
equilibrio entre la crema del poder (“los príncipes”) y las burocracias
regionales. Ahora se planta como un duro interlocutor de Washington.
En
la gira por China Trump redujo el tono de su agresividad. Pero posteriormente
retomó la ofensiva, con el contundente anuncio de aranceles a 1300 productos de
origen asiático. Con esa decisión explicitó quién es su principal enemigo
económico y con qué intensidad buscará forzar el pago de patentes.
Las
acciones contra China contienen un mensaje estratégico. No son simples medidas
proteccionistas, que Trump anuncia y revierte en función de lo negociado con
cada país. Difieren del variable manejo ensayado con el acero. El adversario
oriental intenta evitar el choque frontal, pero nadie sabe cómo termina una
escalada comercial descontrolada.
Trump afronta
problemas del mismo tipo con su segundo rival de peso. La resistencia de
Alemania ha sorprendido al mandatario yanqui. Merkel intenta sumar a Macron a
un eje de rechazo a las exigencias estadounidenses. Realizó varias giras por el
mundo para ensayar políticas autónomas y sugirió la conveniencia de un
alineamiento militar con Francia. Esa reacción ha creado una severa crisis en
la relación transatlántica.
La líder germana ha perdido la fortaleza
electoral del pasado. La economía no es tan próspera como parecía y la
insatisfacción con la precarización laboral genera el descontento que expresan
las urnas. Pero como ese malestar es capitalizado por la derecha, la disputa con
el magnate estadounidense se acentúa.
Mientras las
relaciones entre ambos países se enfrían, el Bundesbank decidió incluir al yuan
en sus reservas en desmedro del dólar, para enviar un mensaje de disgusto a la
Reserva Federal. En la pulseada con Alemania y China se juega la reducción del
déficit comercial que Trump no logra achicar.
SIN SOCIOS A LA VISTA
Trump necesita alguna sociedad con países para implementar su estrategia.
Por eso intentó un acuerdo inicial con Rusia. Buscó esa
alianza para contrapesar la incontable variedad de flancos que abre a escala
internacional. Pero desde hace mucho tiempo Moscú es el principal adversario
geopolítico de Washington y el grueso del establishment norteamericano se opone
a cualquier pacto.
Esa animadversión desbarató
todas las sugerencias de aproximación con Putin. El complejo militar vetó el
acercamiento y el partido Demócrata (junto a la prensa hegemónica) esgrimieron una
dudosa operación de espionaje (Rusiagate),
para obstruir cualquier convergencia con el aliado ambicionado por Trump. Las
virulentas presiones anti-rusas de Washington han escalado hasta forzar la
expulsión de diplomáticos, como corolario del escándalo por espionaje que
estalló en Inglaterra.
Por
su parte la dirigencia rusa consumó exitosas jugadas en Siria y Crimea y desconfía
del pérfido funcionariado norteamericano. Sabe que Estados Unidos nunca ofrece
retribuciones significativas a cambio de la simple subordinación. Con una
política exterior agresiva y fuertes apelaciones al ideario imperial, Putin ha
consolidado un sostén electoral que lo aleja de la asociación imaginada por
Trump.
Inglaterra es el otro candidato a converger con la política diseñada en
la Casa Blanca. Trump ofrece a los conservadores
británicos un gran respaldo para confrontar con Alemania, en la dura negociación
por la salida de la Unión Europea.
El Brexit tiene parentescos con la
estrategia de Trump y puede ser visto como una versión reducida del mismo
proyecto. Alienta la recuperación de posiciones económicas británicas a través
de fuertes restricciones a la inmigración, mayor diversificación del comercio y
creciente desregulación financiera.
Inglaterra ha
perdido posiciones y pretende retener el máximo acceso al mercado unificado de
la Unión Europea. Pero intenta eludir el arancel aduanero común de esa entidad.
Busca libertad para concertar acuerdos comerciales con otros países y manejar
en forma autónoma su política inmigratoria.
Es lo mismo que
plantea Trump a una escala inferior. Mantener al país dentro de la
globalización, pero con estrategias comerciales propias y una gestión
unilateral de la fuerza de trabajo. Con esa modalidad del England First se intenta mejorar la performance de una vieja
potencia en la internacionalización europea.
Pero con la
economía estancada y la productividad en retroceso, los británicos tienen poco
espacio para desenvolver con éxito esa operación. No cuentan con las espaldas
de Estados Unidos para encarar una apuesta tan riesgosa. Por eso la salida
rápida de la UE (hard Brexit) quedó
frenada, en un contexto de gran división en las clases dominantes. Mientras se
desenvuelven las tratativas, los bancos y las automotrices no saben a qué
atenerse.
Alemania no acepta
la simple revisión de los acuerdos comerciales, ni el olvido de los millonarios
compromisos presupuestarios que asumió Inglaterra al incorporarse a la Unión.
Tampoco hay nítidas resoluciones para el estatus de los tres millones de
europeos que viven en Gran Bretaña y los dos millones de ingleses afincados en
Europa.
La restitución de
potestades legales de Europa a Gran Bretaña se ha complicado y el mantenimiento
de una frontera abierta de Irlanda del Norte con el Sur (que permanece en la
Unión) introduce conflictos adicionales. La propia existencia del Reino Unido
está en juego, si Escocia decide celebrar un nuevo referéndum para reconsiderar
su asociación de tres siglos con Inglaterra.
Trump tampoco logra
consolidar una sociedad con la derecha europea continental. El electorado de
esa región busca a ciegas caminos para oponerse al neoliberalismo de los partidos
tradicionales y ha facilitado la expansión de organizaciones muy reaccionarias.
Pero esas formaciones afrontan un techo cuando se avizora su llegada al
gobierno y sus proyectos son frecuentemente absorbidos por la derecha
convencional. La irrupción de pequeños Trumps en múltiples puntos de Europa, no
implica la automática concertación de alianzas con el inventor estadounidense
de la fórmula.
LA CRISIS INTERNA
Ningún
obstáculo externo se equipara con la oposición que afronta el millonario dentro
de su país. Desenvuelve un mandato signado por tormentosos conflictos. No
consigue el sostén estable del Congreso para sus principales proyectos y forzó
la renuncia de 25 funcionarios de alto rango. Esa rotación equivale al doble de
lo registrado durante Reagan y al triple de lo observado con Obama.
Varios
jueces le impusieron, además, fuertes vetos a sus decretos de visado anti-musulmán y el intento de expulsar a los inmigrantes
llegados en la infancia (dreamers) está
cuestionado. No logró tampoco aumentar las deportaciones, que en el 2017 fueron
inferiores al año precedente. Despliega grandes anuncios del muro fronterizo
con México, pero no obtiene los fondos de los legisladores para construirlo.
La
improvisación y los fracasos son datos repetidos de su gestión y los escándalos
por corrupción afectan a sus allegados y familiares. En los primeros meses el
establishment le impuso una seria depuración. Debió eyectar a su principal
hombre de confianza (Bannon), a su estratega militar (Flynn) y tuvo que incorporar
a dos generales del Pentágono (Mattis, McMaster) y varios hombres de la elite
empresarial (Tillerson, Perry).
Pero
posteriormente impuso un giro inverso. Desplazó a los exponentes de Washington
(Tillerson, Cahn), reafirmó a sus fieles (Navarro, Ross), introdujo nuevos
trogloditas (Bulton) y ascendió a gente de su mismo palo (Pompeo, Haspel).
Con esa
restauración de allegados volvió al punto de partida y a la consiguiente
intención de forjar una presidencia bonapartista, para disciplinar a los
principales grupos de poder. La pulseada con el establishment permanece
irresuelta y sólo quedaría zanjada en las elecciones de medio término.
Trump
reafirma su xenofobia para conservar el apoyo de los sectores empobrecidos.
Logró ese sustento propiciando límites a la movilidad de la fuerza de trabajo,
con la intención de actualizar la vieja segmentación de los asalariados
estadounidenses. Mediante una descarnada confrontación con la gran prensa
pretende mantener la fidelidad de sus bases de la “América Profunda”. Pero
recurre a manipulaciones aberrantes del electorado, mediante invasiones a la
privacidad que ya destaparon las investigaciones de Cambridge
Analytica-Facebook.
El magnate
usufructúa del rechazo al centralismo de Washington y fomenta un nacionalismo
primitivo profundamente arraigado. Busca canalizar esas tradiciones hacia
proyectos regresivos de liquidación del Obamacare y mayor debilitamiento de las
organizaciones gremiales. Apuntala la ofensiva legislativa para pulverizar los
derechos de sindicalización y quebrar las protestas de los docentes y empleados
públicos. Actúa en un contexto de gran declive de las huelgas tradicionales.
Pero no logra
doblegar otras resistencias democráticas asociadas por ejemplo con el
movimiento feminista. Tampoco disuade la lucha de los afroamericanos, que
encabezaron el repudio a su complicidad con los asesinatos racistas del sur.
Otro flanco de batalla despunta entre los jóvenes que se movilizaron para
exigir la prohibición (o regulación) del uso de armas, luego de las terribles
masacres de Las Vegas y Florida.
Esos asesinatos
volvieron a conmocionar a una sociedad acosada por la irrestricta circulación
de 300 millones de pistolas y fusiles de variado calibre. Ese arsenal es
comercializado a través de un lucrativo mercado de la muerte. Trump es un
representante directo de la Asociación Nacional del Rifle y los asesinatos
están a tono con sus discursos. Sintonizan con la brutalidad de un mensaje que
enaltece la guerra. Mientras despotrica contra el peligro islámico, el magnate
protege descaradamente a los terroristas internos de la ultra-derecha.
En el colmo de ese
salvajismo, Trump propuso armar a los maestros para convertir a los colegios
públicos en campos de batalla. La indignación masiva del estudiantado y las
marchas del nuevo “movimiento por nuestras vidas” pueden sepultar ese delirio.
NUEVO ESCENARIO ECONÓMICO
El contexto productivo
de la gestión de Trump es muy distinto al prevaleciente en la era Bush u Obama.
El legado de desplome financiero del 2008 ha sido sustituido por una moderada
recuperación de la economía.
A diez años de la
gran recesión se observa el mismo repunte en todos los países desarrollados.
Los efectos el socorro estatal ya no influyen sólo sobre el sector bancario.
Impactan sobre el nivel general de actividad. También el comercio global se
recupera y la tracción de China impulsa incontables negocios internacionales.
Existen opiniones
divididas sobre la consistencia de esta recuperación. Algunos autores estiman
que el rebote sólo encubre la explosividad financiera subyacente. Consideran
que las entidades privadas no están saneadas y que los Bancos Centrales cargan
con inmanejables activos tóxicos. Resaltan la peligrosidad del boom artificial
de Wall Street, que multiplicó por cuatro sus cotizaciones desde el 2009.
Pero otros
analistas estiman que la recuperación tiene cimientos reales. Subrayan que por
esa razón la FED ha puesto fin al rescate monetario (“Quantitative Easing”),
adquiere bonos en lugar de emitirlos y está embarcada en una paulatina
elevación de la tasa de interés.
La economía
estadounidense es el principal escenario de este giro. Trump estimula la
renovada avidez por el beneficio, promoviendo los cambios legislativos que
reclama el gran capital. Su reforma tributaria ya redujo significativamente el
pago de impuestos a las corporaciones.
No sólo en ese
terreno repite la política de Reagan. También retoma la estrategia monetaria y cambiaria de
su antecesor para absorber capital foráneo. Intenta conciliar las tasas de interés elevadas con un dólar fuerte y al mismo tiempo
competitivo. El endeudamiento y las burbujas que generan esas políticas son conocidos.
Pero mientras florecen las ganancias toda la burguesía bendice al magnate.
Este nuevo contexto
se refleja en los organismos internacionales. Durante los años de mayor crisis
la OMC y el G 20 apuntalaban el salvataje coordinado de los bancos. En el respiro
actual reaparecen las disputas comerciales expresadas en los desplantes de
Trump. Como desapareció el temor a un gran desplome de los bancos resurgen los
choques entre competidores.
Estados Unidos ya
no aspira a lograr el rescate chino de sus finanzas. Pretende recuperar los
negocios perdidos y frenar la expansión de su rival. A una escala inferior
estas mismas tensiones se verifican con Europa.
El discurso
proteccionista del ocupante
de la Casa Blanca se amolda a esta situación. En lugar de
propiciar la regresión a los bloques aduaneros de los años 30, aprovecha la
coyuntura de crecimiento para apuntalar la competitividad yanqui.
Trump no quiere, ni
puede revertir el cambio estructural introducido por la preeminencia de las
empresas transnacionales. Ese proceso de internacionalización se afianzó al cabo de tres décadas de grandes inversiones extranjeras y crecimiento del comercio por encima de la
producción.
Su estratégica apuesta al capitalismo digital requiere más
globalización. Sería totalmente inaplicable en un contexto de generalizado cierre
de fronteras. Las pulseadas aduaneras que retoma no son novedosas. Entre 2009 y 2017 se registraron 1643 acciones proteccionistas contra
622 liberalizadoras entre los miembros del G 20. La belicosidad comercial
tampoco impidió la reciente suscripción del tratado de libre comercio entre
Canadá y la Unión Europea.
Las principales
tendencias de la globalización productiva persisten más allá de la coyuntura. Las
empresas transnacionales y sus cadenas de valor se expanden al mismo ritmo que el
desplazamiento de la industria a Oriente. Ese curso refuerza el deterioro
salarial, la precarización laboral, el desempleo y la desigualdad social.
Trump no tiene ninguna receta para evitar las
enormes convulsiones -que cada quinquenio o decenio- conmocionan a la economía
mundial. Al contrario, acrecienta los excedentes invendibles, la sobreinversión
y la especulación financiera, que saldrán a la superficie en el próximo
estallido. Como típico exponente del capitalismo actual erosiona los diques que
morigeran los desajustes del sistema.
EROSIÓN DEL PODER
ESTADOUNIDENSE
Trump es
frecuentemente presentado como un demente sin brújula que actúa en forma
imprevisible. Esa impresión suele oscurecer el sentido principal de su
presidencia, que es recuperar posiciones económicas con la amenaza de la
guerra. El magnate no actúa sólo, ni al servicio de una minúscula elite.
Representa a los grandes capitalistas norteamericanos. Es importante registrar
esa lógica de su acción para evitar interpretaciones superficiales de su
mandato.
Estados Unidos fue
un nítido ganador del primer período de la mundialización neoliberal y cumplió
un papel económico clave en el despegue de ese proceso. Aportó el enlace
estatal requerido para gestar la acumulación a escala mundial. Las
instituciones de Washington internacionalizaron los instrumentos financieros y
apuntalaron la globalización productiva.
La regulación bancaria de la FED, la operatoria del dólar como moneda
mundial, la reorganización de los presupuestos estatales bajo la auditoría del
FMI y las reglas bursátiles de Wall Street afianzaron la mundialización. Esa
gravitación volvió a notarse en el desenlace de la convulsión del 2008.
Pero esta nueva
etapa del capitalismo no revirtió la
pérdida de supremacía norteamericana. Estados Unidos conserva los principales
bancos y empresas transnacionales y encabeza, además, la introducción de nuevas
tecnologías. Pero ha resignado posiciones claves en la producción y el
comercio. Su impulso de la mundialización neoliberal terminó favoreciendo a China, que se convirtió en un inesperado competidor global.
Trump intenta modificar ese resultado atemorizando a sus contrincantes.
Pero su capacidad real para ejercer esa presión es una incógnita.
Aunque Estados Unidos prevalece en el terreno militar (y carece
de reemplazantes para la custodia del orden capitalista) su hegemonía ha perdido la contundencia del pasado.
Por eso sus líderes fallan en todos los operativos para retomar supremacía.
El balance de las últimas décadas es concluyente. El cambio de régimen en Irak reforzó a Irán y no redujo la autonomía de Turquía.
La incursión en Ucrania para debilitar a Rusia tuvo el efecto opuesto. El
despegue de China y el acceso de Corea del Norte a las armas nucleares no
fueron contenidos.
El Pentágono esparció además el caos en Libia, Sudán, Somalia y
Afganistán, sin apuntalar la dominación estadounidense. Los ganadores de la
pulseada en Siria son Rusia e Irán. Cada una de esas intervenciones consumió millones
de dólares y decenas de bajas.
Como esas destructivas acciones
desmoralizaron también a los pueblos, el imperialismo norteamericano no ha
sufrido derrotas comparables a Vietnam. Pero ha fracasado en el logro de sus
objetivos.
La acumulación de fallidos ha modificado las relaciones de Estados Unidos con sus socios. La tradicional
subordinación ha mutado hacia entrelazamientos más complejos. Las potencias europeas y asiáticas ya no aceptan con la vieja sumisión a
Washington. Desenvuelven estrategias
propias y explicitan sus conflictos con el gigante norteamericano. Ningún
aliado cuestiona la supremacía del Pentágono,
ni pretende gestar un poder bélico contrapuesto.
Pero se diluyó el vasallaje de la segunda mitad del siglo XX.
Habrá que ver si en el futuro el liderazgo yanqui desaparece, resurge o
se disuelve paulatinamente. Hasta ahora ninguna acción e Trump ha contenido el
declive.
30-3-2018
RESUMEN
Con provocaciones y amenazas Trump intenta recuperar la primacía
económica de Estados Unidos. Exige negociaciones bilaterales para reforzar el
dominio de la digitalización y la supremacía en los servicios. Pero no logra
forjar las alianzas internacionales requeridas para su proyecto. Acentúa el
belicismo de sus apéndices sin recurrir hasta ahora a la intervención directa.
En un escenario de recuperación económica la ansiada reducción del
déficit comercial sigue pendiente. El caos del gabinete, las tensiones con el
establishment y la resistencia democrática erosionan su gestión. El liderazgo inicial
de la mundialización neoliberal no ha contenido el deterioro del poder
norteamericano.
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PALABRAS CLAVES
Neoliberalismo, belicismo, capitalismo.
[1]Este artículo actualiza y complementa los
conceptos expuestos en: Katz, Claudio.
Belicismo, globalismo y autoritarismo, Nuestra América XXI, CLACSO, noviembre 2017.
[2]Economista, investigador del CONICET, profesor
de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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