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25 de marzo de 2018
NFORME
ESPECIAL: La teoría de las ventajas comparativas y el regreso del
proteccionismo
Los
Estados Unidos de Donald Trump están profundizando su política comercial con
medidas proteccionistas, comenzando una nueva etapa de mayores restricciones a
las importaciones provenientes del resto del mundo, con foco en China, con la
elevación de aranceles. La estrategia de defensa de la producción nacional y su
mercado interno de la potencia mundial pone en cuestionamiento los postulados
teóricos y prácticos del libre cambio.
Por Mario Rapoport
I
El
proceso de desglobalización que hoy se verifica en el mundo no debe ser visto
como algo novedoso. Los Estados Unidos, que contribuyeron a diseñar la economía
y el orden internacional desde la segunda mitad del XX, fueron en verdad
liberales de la boca para afuera. La llegada de Donald Trump a la presidencia,
planteando el eje de su política comercial en medidas defensivas y
proteccionistas, que en otros aspectos lucen discriminatorias e incluso
amenazantes para la paz del mundo, tampoco sorprenden demasiado. Nos ponen en
guardia sobre los elementos teóricos errados de la teoría de las ventajas
comparativas, que constituyó la base del comercio internacional en el
capitalismo de nuestra época, y demuestra la hipocresía de una práctica
comercial que sólo existe en circunstancias que favorecen a los grandes
potencias o corporaciones.
Especialización
Históricamente,
sucedió de otro modo, o al menos no como la imagen que se tiene de ese dogma.
La que se conoce como campeona del libre cambio, la Gran Bretaña victoriana,
abandonó el proteccionismo recién en 1846 con la abolición de las leyes de
granos, después de casi un siglo y medio de comenzada la revolución industrial.
No obstante, las potencias emergentes, Estados Unidos y Alemania, fueron
proteccionistas, desarrollaron sus propias industrias y tecnologías e iniciaron
su propia revolución industrial más avanzada que la inglesa con la cual
compitieron ventajosamente desde principios del siglo XX.
La
teoría económica liberal, tal como había sido expuesta por los economistas
clásicos respondió a intereses específicos, el de poder introducir los
productos industriales a cambio de materias primas o alimentos. Las últimos
acontecimientos económicos y políticos en Estados Unidos y Europa –bien
reflejados, entre otras, por las revistas American Affairs y The New
Republic– mostraron a modo de un boomerang sus consecuencias negativas para los
países industrializados. Ahora numerosos economistas norteamericanos y europeos
revisan en base a la experiencia de la crisis, los fundamentos erróneos de la
teoría ricardiana, como parte de lo que Schumpeter calificó el “vicio” de David
Ricardo: sostener sus ideas con un método exclusivamente deductivo, sobre la
base de supuestos que aceptaba implícitamente, sin cuestionarlos, como premisas
de sus explicaciones teóricas, y luego aplicaba a la solución de problemas
prácticos.
Ricardo
extendió la visión de la división del trabajo y la especialización
productiva en el seno de un país a la existente entre industrias y
naciones. Planteó el argumento que dos países podían beneficiarse mucho más en
su desarrollo económico del comercio mutuo, aunque uno exportara productos
industriales y el otro alimentos. Para ello puso el conocido ejemplo de
Inglaterra, especializada en una industria textil comparativamente superior,
producto entre otras cosas de la amplitud de su mercado interno que estimuló
los cambios tecnológicos del sector, mientras que Portugal elaboraba vinos de
más calidad y en mayor cantidad favorecidos por circunstancias naturales. Esto
implicaba que la producción de ambos países podría crecer con el intercambio de
la ropa inglesa y el vino portugués si se dedicaban a una sola cosa: la que les
resultaba a cada uno de ellos más económica y ventajosa. Entonces, la solución
era la especialización y el intercambio.
Competitividad
Sin
embargo, Ricardo, como señala en su Principles, se daba cuenta que dado el
menor costo de la mano de obra en Portugal podía ocurrir que éste país
produjese ambos bienes de manera más competitiva que la que resultaba de ese
intercambio de modo que a los ingleses les conviniera comprar el vino y la ropa
producida fuera de sus fronteras, un supuesto que curiosamente dejaba de lado
por diversas razones. Entre ellas el temor, bien o mal fundado, de ver desaparecer
afuera un capital del cual el propietario no es de hecho dueño absoluto y la
repugnancia natural que tiene todo hombre a dejar su patria y sus amigos
para confiarse en un gobierno extranjero debiendo limitar sus viejos hábitos a
costumbres y leyes nuevas.
Esos
sentimientos decidían a la mayoría de los capitalistas a contentarse con
menores tasas de beneficio antes que ir a buscar en los países
extranjeros un empleo más lucrativo para sus inversiones. A esto se agregaba su
convicción de no poder trasladar cierto tipo de maquinarias complejas, como las
británicas, a otras naciones, aunque sea posible en un mismo país. Pero en sus
consideraciones no figuraba el problema del empleo y sus efectos sobre la
demanda interna en Inglaterra y agregaba, además, que aunque el crecimiento de
los capitales y de la producción hiciera subir los salarios y bajar los
beneficios eso no significaba que debían abandonar de inmediato el país donde
ahora residían.
No
eran supuestos neutrales sino excepciones de las que gozaba la industria
inglesa con respecto a la producción de países que sólo elaboraban bienes
primarios. El intercambio podía tener otros obstáculos, sobre todo monetarios,
pero bastaban estos argumentos para justificar la superioridad de los productos
industriales británicos. La elección por parte de Ricardo de ese ejemplo ponía
también al descubierto no un problema de costos sino de gustos, la atracción
que tenían sobre los ingleses los vinos de Portugal, como luego lo serían las
carnes argentinas.
Malestar
Siglos
más tarde, las circunstancias fueron muy diferentes. Los cambios tecnológicos y
la ambición de las grandes corporaciones para obtener mayores rentabilidades
abaratando la mano de obra y teniendo mayores facilidades para su accionar
desde el punto de vista fiscal allí donde se instalaban o a través de los
paraísos fiscales, les hizo llevar plantas enteras al mundo subdesarrollado o
en desarrollo, desvirtuando el tipo de intercambio entre materias primas y
productos manufacturados que expresaban ese tipo de ventajas comparativas,
afectando el empleo y el poder adquisitivo en los países que comandan la
economía mundial, donde esas empresas tienen sus sedes principales.
Esto
originó un serio malestar económico y político en sus poblaciones que explican
el triunfo electoral de Donald Trump en Estados Unidos, el Brexit (o separación
por parte de Gran Bretaña de la UE) y la resurgencia de movimientos xenófobos y
neofascistas en diversas partes del mundo.
El
gobierno norteamericano comenzó ahora una nueva era de proteccionismo –siempre
había sido proteccionista para muchos de sus productos y una de las principales
víctimas fue y es la Argentina–, con la elevación de aranceles y la
proclamación de nuevas guerras comerciales. La potencia del norte experimentó
una notable caída del empleo, el consumo y la solvencia de gran parte de sus
ciudadanos, quebrados o cada vez más endeudados a fin de mantener sus niveles
de vida (aquellos que podían recurrir todavía a los circuitos financieros) como
consecuencia de la competencia de productos manufacturados provenientes de la
periferia subdesarrollada o de potencias emergentes como China. En los Estados
Unidos una parte sustancial del consumo de diversos tipos de bienes
industriales se basa en importaciones provenientes de esas regiones.
Diversificación
Se
ponen así en cuestión las ventajas de la especialización, que se había
transformado en un eje central del análisis económico. La definición más
conocida de los neoclásicos, la de Lionel Robbins: “la economía es una ciencia
que estudia la conducta humana como una relación entre fines dados y medios
escasos que tienen usos alternativos”, deja de tener sentido. Esa definición se
apoyaba en la especialización y la teoría de las ventajas comparativas.
En
cambio, The Atlas of Economic Complexity, publicado por la Universidad de
Harvard, que estudia empíricamente estadísticas de todos los países del mundo,
da ejemplos significativos en cuanto a la posibilidad de lanzar nuevos
productos o prototipos de ellos, sin seguir el camino de la especialización
sino el de la diversificación. Tecnologías que se difunden rápidamente por la
informática y las comunicaciones y permiten abreviar tiempo en la creación y
producción de este tipo de bienes. Demuestra así que la diversificación y la
innovación y no la especialización puede posibilitar un mayor crecimiento de
las economías nacionales y su mejor desempeño en el comercio internacional.
El
mensaje fundamental del Atlas es contrario al dogma propuesto por el mainstream
económico (predominante también en nuestro país) basado en las ventajas
comparativas: el éxito vendrá no de la especialización sino de la diversidad
productiva basada en nuevos programas de industrialización e innovación. Eso es
lo que la Argentina debería hacer, abandonado el rumbo del endeudamiento y las
exportaciones primarias, que sólo lleva a nuevas crisis.
*
Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.
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