Dos
días antes de que la intervención militar decretada por Michel Temer en
Rio de Janeiro cumpliese un mes, el asesinato de la concejala Marielle
Franco y su chofer Anderson Gomes sacudió al país.
Hubo manifestaciones masivas en Río y en muchas otras
ciudades. En las redes sociales, la ejecución de la concejala fue tema
dominante.
Franco tenía 38 años y ejercía su primer mandato político.
Su trayectoria ejemplar –negra, nacida y criada en una favela de
violencia y miseria, madre a los 18 años, logró un diploma de ciencias
sociales y un doctorado en administración pública– la diferenciaba de
sus pares en la Legislatura de Río. En sus escasos quince meses como
concejala se destacó por la intensa defensa de los derechos más
elementales de sus congéneres, violados un día sí y el otro también.
En las elecciones municipales de 2016 se presentó por un
pequeño partido de izquierda, el PSOL, por primera vez, con la esperanza
de alcanzar unos 6500 votos. Fue consagrada por 46.500, fue la quinta
mayor votada, superando por amplio margen a decenas de políticos
veteranos.
Sin embargo, hasta la noche del miércoles, a excepción de
una porción relativa de los habitantes de la ciudad de Rio de Janeiro,
nadie jamás había oído hablar de ella.
La manera en que fue ejecutada, cuando se supone que la
seguridad pública de Río experimentaría algún alivio a raíz de la
intervención militar, conmocionó al país y puso de relieve la situación
de abandono y descontrol absoluto en que vive la población. Y más:
desafía frontalmente la medida adoptada por Temer y, como contundente
reflejo, también a los militares encargados de darle combate a la
violencia.
Marielle se destacó por denunciar la actuación abusiva,
violenta y humillante de los policías militares a la que someten a los
habitantes de las favelas cariocas. También fue duramente crítica de la
intervención del ejército en la seguridad pública de la provincia. La
manera en que fue asesinada, o mejor dicho, ejecutada, comprueba que
tenía razón en todo.
La precisión y la frialdad de su ejecución indican que su
autor es un tirador experto. Utilizando una pistola calibre 9
milímetros, de uso exclusivo de la policía y de las fuerzas armadas, y
en un automóvil en movimiento, el asesino disparó nueve tiros. Cuatro
dieron en la cabeza de Marielle, tres en el cuerpo del chofer y otros
dos se perdieron.
El coche del asesino se puso a dos metros del que llevaba a
Marielle. De la ventanilla izquierda del asiento trasero salieron los
disparos. La concejala, que muy raramente viajaba en el asiento de
atrás, fue alcanzada en la cabeza por cuatro balas. Su asesora, que
estaba en el asiento delantero, no sufrió más que heridas causadas por
los vidrios rotos por los tiros. El chofer, a su vez, fue víctima de
disparos que no llegaron a Marielle.
Los asesinos seguramente observaron a la concejala
sentándose en el asiento trasero del coche que, a propósito, tenía los
vidrios oscurecidos. Quien disparó sabía perfectamente qué hacía.
Además del impacto que conmovió al país y sacudió una vez
más la ya muy débil figura de Temer, la ejecución de Marielle Franco
abre una serie de interrogantes preocupantes.
Para empezar, todo indica que el ejecutor de la concejala
integra algún grupo de la policía militar de Rio, impregnada de
corrupción. La otra posibilidad más palpable es que sea miembro de una
de las milicias integradas por policiales o ex policiales y también por
bomberos.
Tales milicias son violentísimas. En tiempos recientes, en
varias partes de la ciudad los ‘milicianos’ dejaron de disputar terreno
palmo a palmo con narcotraficantes y pasaron a actuar en macabra
sociedad.
Por su actuación en la cámara municipal y por su trabajo de
base junto con las comunidades oprimidas y humilladas de las favelas de
Río, por las contundentes denuncias a la violencia policial selectiva y
desmedida y por su respaldo a movimientos sociales, Marielle Franco
tenía el perfil justo para ser blanco de la furia de milicianos o de
integrantes de la llamada ‘banda podrida’ de la policía militar.
Sin embargo, hay más, mucho más en ese enredo trágico.
¿Por qué justo ahora, cuando el general interventor y sus
asesores directos empiezan a investigar el océano de denuncias de
corrupción contra la policía militar, encargada de la acción ostensiva
en las calles? ¿Por qué justo ahora? ¿Habrá alguna coincidencia entre la
humillación de verse sometidos a las órdenes del Ejército y la
necesidad de dejar claro quién efectivamente tiene el poder? ¿No habrá
sido una manera de demostrar que la intervención es inútil, y que la
impunidad prevalecerá?
Las investigaciones de la policía civil de Rio sobre la
muerte de la concejala empezaron poco después de su ejecución. Ayer, la
Procuraduría General de la Unión, a través de su titular, Raquel Dodge,
pidió que las investigaciones pasaran a la órbita de la Policía Federal,
en un acto que fue considerado una clara muestra de que es imposible
confiar totalmente en la policía local.
La joven negra de 38 años que salió de la miseria y la
humillación para ingresar en una universidad cara y destinada a los
blancos, que se recibió gracias a una beca, que fue madre soltera a los
18 años y que conquistó un lugar de destaque en un mundo desigual, se
transformó en víctima de la misma violencia que denunció. Formaba parte
de una sociedad amenazada y enferma, atendida por médicos ineptos e
inconsecuentes.
La misma sociedad que en la noche del miércoles, cuando se
produjo el asesinato, supo también que la violencia es una espiral sin
fin. Y que nadie está libre de esa amenaza.
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