sábado, 2 de septiembre de 2017

"El imperialismo en tiempos de Trump: fuego, furia y estrategias en disputa". Por ESTEBAN MERCATANTE


 

El imperialismo en tiempos de Trump: fuego, furia y estrategias en disputa

Por ESTEBAN MERCATANTE
Ideas de Izquierda, Número 40, agosto-septiembre 2017.

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A diez años de iniciada la Gran Recesión, poco queda del triunfalismo sobre la globalización, que tanto benefició a una clase capitalista cada vez más trasnacionalizada (la “clase de Davos”), como “fin de la historia” irreversible. Con Donald Trump en el poder en EE. UU. y una polarización política que no retrocede en todos los países imperialistas, la inestabilidad e incertidumbre dan la tónica del momento. En este dossier damos cuenta de los tormentosos primeros meses de la presidencia de Trump, las contradicciones que caracterizan su programa económico, y discutimos cuáles son las perspectivas abiertas por el fracaso de la “gobernanza global” neoliberal.

El gobierno de Trump se explica por una aguda contradicción que caracteriza al mundo capitalista a 10 años de iniciada la crisis mundial: el ordenamiento que tan provechoso fue para el gran capital, resultó ruinoso para todo el resto. Sostener su profundización amenazaba con poner en jaque la dominación de clase de la burguesía.
Aunque Trump no pudo llevar a cabo las principales medidas que había prometido, su presidencia ya ha puesto en cuestión las ilusiones de que la concertación globalista (que nunca fue tan concertada en primer lugar) era algo irreversible.

A 7 meses, poco que mostrar
A poco más de siete meses de haber asumido la presidencia de los EE. UU., Donald Trump muestra una administración prácticamente paralizada. Sometido desde el día uno de su gobierno a la investigación de sus lazos con Rusia y la intervención de Moscú en el proceso electoral, golpeado por reveses legislativos y frenos judiciales a algunas de sus principales decisiones, hasta el momento no puede mostrar ningún logro significativo. Apenas el retiro de los EE. UU. del Tratado Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, en inglés) que todavía no estaba implementado, y del Acuerdo de París para limitar la emisión de gases de efecto invernadero, decisión esta última que quedó relativizada por la decisión de muchos estados de la Unión y algunas de las principales ciudades del país de comprometerse a cumplir los objetivos a los que hasta la decisión de Trump estaba comprometido el gobierno federal. A esto se le puede sumar la apertura de la renegociación del NAFTA con Canadá y México, de la que lo mejor que puede esperar es que EE. UU. logre elevar el porcentaje mínimo de integración de componentes provenientes de Norteamérica que tienen que cumplir algunas industrias, (Trump apuntó especialmente contra la automotriz) y quizás incluso incorporar alguna cláusula sobre porcentaje mínimo de partes que deben provenir de los EE. UU. Esto podría considerarse un resultado exitoso, pero es muy distinto a su promesa de retirarse del acuerdo comercial. La construcción del muro en la frontera con México, la modificación del plan de salud implementado por Obama (el “Obamacare”), el endurecimiento migratorio –que solo superó en parte el freno judicial–, se empantanaron sin remedio, mientras que las reformas impositivas y las medidas proteccionistas no llegaron siquiera a ser planteadas.
En el último mes, Trump se desprendió de Steve Bannon, ideólogo de la nueva extrema derecha (“derecha alternativa”) y editor de Breitbart, central en la campaña electoral y quien hasta hace un tiempo era considerado un estratega central de su gabinete. Su salida, producida días después del rechazo que generó la equiparación que hizo el presidente de los movimientos supremacistas blancos y los antifascistas que se movilizaron para rechazarlos en Charlottesville, fue leída como un avance de los militares que ocupan lugares clave en el gobierno.
Con su capital político lastrado (la aprobación de Trump ronda el 35 %, un desplome sin precedentes a tan poco tiempo de haber asumido), resulta difícil pensar en este momento que tendrá posibilidad de buscar dar valores concretos al lema “América primero”, de intencionales resonancias aislacionistas, con el que se impuso en las elecciones. Pero esta prematura crisis de Trump, y un eventual fracaso de su gobierno, no permite asegurar que se calmará el mar de fondo que lo puso en el poder en primer lugar.

El big business ante el “América primero”
Leo Panitch y Sam Gindin analizan en La construcción del capitalismo global1, cómo el Estado norteamericano fue clave para establecer y sostener el orden mundial de posguerra, y la internacionalización a ritmo redoblado desde los años ‘80. La reducción de barreras para la circulación de capital en todo el mundo y la apertura de nuevos espacios para la valorización, se lograron mediante una agresiva intervención de los EE. UU. y el resto de las potencias imperialistas, apoyada en organizaciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) y la Organización Mundial del Comercio que lo reemplazó en 1994.
La internacionalización de las últimas décadas tuvo como novedad que produjo una estructura productiva internacionalizada.
Las empresas trasnacionales descompusieron la cadena productiva, radicando cada eslabón en aquellas locaciones donde los costos o el acceso a los mercado u otro factor lo hicieran ventajoso, dando lugar a las Cadenas Globales de Valor (CGV). Como señala François Chesnais, estas corporaciones desarrollaron
…un “espacio” global integrado marcado por una complicada malla de “mercados internos” asegurando el flujo de productos, know-how, recursos financieros y en menor medida de personal dentro de los límites de la corporación […] Los “mercados internos” de las empresas trasnacionales se extienden por encima de los límites nacionales y esquivan muchas regulaciones gubernamentales. Desde los años ‘80 en adelante han moldeado de forma creciente el patrón del comercio exterior2.
Para darse una idea del peso alcanzado por el entramado del capital trasnacionalizado en la economía mundial, la UNCTAD estima que el 80 % del comercio está vinculado a las redes establecidas por este, ya sea por el comercio intrafirma u otras formas de vinculación con subsidiarias.
Pero el proceso excede a las CGV. La concentración y centralización del capital, que se lleva a cabo cada vez más en el plano global y en la cual la globalización de las finanzas jugó un rol clave, produjo vinculaciones corporativas de una complejidad sin precedentes. Un estudio identificó 1.318 firmas trasnacionales con participaciones accionarias cruzadas, que llegaban a ser propietarias colectivamente de las mayores firmas largamente establecidas en el mercado bursátil, representando nada menos que un 60 % de los ingresos globales3. Dentro de estas, un grupo mucho más reducido, de 147 firmas, controla el 40 % de la riqueza dentro de la red. Esto da cuenta de un elevado grado de la concentración de la riqueza global, y también de la magnitud en que el grupo más poderoso de corporaciones se adueña de la riqueza planetaria. Este capital tiene su origen mayoritariamente en los países imperialistas4 aunque incorpora de forma asociada y mayormente subordinada a sectores del capital de las economías “emergentes”. Pero la circulación y valorización del mismo se desarrolla en el plano global, y buena parte de los frutos de la misma terminan en plazas offshore.
El big business estadounidense, que forma parte de este entramado transnacionalizado, salió prácticamente ileso de la crisis (a fuerza de salvatajes públicos y de descargar los costos sobre los trabajadores y sectores populares) y retomó desde entonces el accionar rapaz que le permitió un astronómico crecimiento en la proporción de riqueza que se apropia5. En su mirada, así como en la del entramado de CEO, intelectuales y políticos que conforman la elite globalizada que circula por el Foro de Davos, las cumbres del G20, y las reuniones del FMI, BM, la única alternativa posible es continuar como hasta ahora. Su agenda para el mundo apuntaba a una nueva ronda de tratados comerciales cada vez más ambiciosos en la garantía de los derechos del capital trasnacional, como los TPP (Acuerdo Transpacífico) y TTIP (Acuerdo de Comercio e Inversión Transatlántico).
La política económica de Trump, más allá de las contradicciones y falta de articulación que la caracterizan hasta hoy6, choca de frente en varios aspectos con las aspiraciones de estas corporaciones. Es el caso de su retiro de los grandes acuerdos comerciales, y la idea de un impuesto transfronterizo que Trump debió archivar por falta de apoyo legislativo; este último solo podría recibir algún apoyo en tanto se limite su alcance a los productos finales vendidos en territorio estadounidense. Sí son bienvenidas las promesas de recortes impositivos para los capitales que regresen al país y el relajamiento de algunas reglamentaciones de protección ambiental, lo mismo que la intención de realizar amplios planes de infraestructura. Con pragmatismo, el sector corporativo respondió a esta agenda de beneficios de corto plazo, lo que mostró en un rally alcista de las acciones desde que asumió Trump, aunque el empantanamiento de la administración genera cada vez más dudas sobre la posibilidad de que algo de esto se concrete.

La grieta
La Gran Recesión profundizó la regresión social que acompañó desde los inicios a la reestructuración de los años ‘80, la cual desde el comienzo apuntaba a elevar la rentabilidad a costa del salario y las condiciones de trabajo7. Con la crisis, se profundizó el deterioro en el empleo que se venía registrando ya desde antes. Mientras que el 60 % de los empleos destruidos durante 2008-09 en los EE. UU. eran de salario medio, el 58 % de los creados desde entonces han sido de salario bajo. En 2016, nada menos que el 25,7 % de los ocupados lo estaban en trabajos por los que percibían ingresos inferiores a la línea de pobreza. En los marcos de una economía anémica, este deterioro promete continuar. Después de haber tenido la mayor caída desde la crisis del ‘30, la economía norteamericana muestra desde mediados de 2009 la recuperación más débil desde la posguerra. La tasa de crecimiento promedio se ubica apenas por encima del 2 % hasta 2016. No sorprende que se haya disparado, entre los economistas mainstream, el debate sobre el estancamiento secular8.
Mientras tanto, la deuda corporativa alcanzó niveles históricos récord del 45,3 % del PBI, superando el nivel alcanzado en momentos previos a las dos últimas recesiones; en términos absolutos, la deuda de 8,6 billones es un 30 % mayor al nivel que tenía en septiembre de 2008. Sin saneamiento de la deuda y en un contexto donde la rentabilidad no recuperó los niveles previos a la crisis, la inversión seguirá débil y continuará la tendencia al crecimiento anémico9.
Que el rechazo al proyecto globalista no se limita a los trabajadores o sectores populares más golpeados lo mostró el hecho de que Trump logró su ventaja de votos en sectores de ingresos más altos. De acuerdo a Tristan Hughes, en base a la información disponible de las encuestas de boca de urna, Trump realizó una elección pobre en los sectores cuyos ingresos son menores a 50 mil dólares al año, es decir la mitad más pobre del electorado, donde Clinton le ganó por 11 %. En los que ganan más de esa cifra al año, Trump ganó por 4 %; en comparación, Obama y McCain habían sacado igual proporción en la elección de 2008. Tomando el ejemplo de dos distritos de elevados ingresos, Suffolk County y Putnam County, en los que se impuso Trump, Hughes los contrasta con Manhattan, “reducto de la clase ‘súper gerencial’”, las altas finanzas y las casas matrices de las empresas trasnacionales, donde Clinton recibió un apoyo de 86 % contra 10 % de Trump10. El autor hipotetiza que
Se trata de americanos blancos molestos porque otros americanos ya no trabajan para ellos, americanos cuya riqueza, estatus y poder han sido ostensiblemente atacados y erosionados en las últimas décadas. Y los quieren de vuelta –con la ayuda de Donald Trump.
El rechazo creciente a la globalización y la elite económica y política que viene implementando hace décadas las políticas que la sostienen, es algo que observan con preocupación creciente varios lúcidos analistas que vienen hace tiempo bregando por algunas reformas que preserven lo esencial de las conquistas que tuvo la clase capitalista en las últimas décadas, pero mitigando algunos de sus peores efectos en términos de desigualdad. Es es caso de Lawrence Summers, Martin Wolff, e incluso Paul Krugman11. Pero la falta de siquiera un mínimo atisbo de cambio desde la crisis, alimentó la polarización política que explica la llegada Trump al poder y los rasgos de su gobierno.
Este representa una respuesta reaccionaria ante la crisis, que hace eje en el ataque a los inmigrantes (lo que significa un golpe contra buena parte de la clase trabajadora en los EE. UU.) y amenaza entre otras cosas varios derechos laborales y regulaciones ambientales en aras de atraer inversiones y “recuperar el trabajo de los norteamericanos”. Además de haber habilitado una presencia sin precedentes de sectores de extrema derecha en su gabinete nacional durante los primeros meses, su administración adquirió desde el primer momento rasgos que permiten definirlo como bonapartista, aunque cada día más débil. Esto último se manifiesta en la nutrida presencia militar en su gobierno, y se materializó en la propuesta de un fuerte incremento del presupuesto militar para llevarlo a 695.500 millones de dólares en 2018, lo que equivale a 4 veces el presupuesto total militar de China.

El (des)concierto de las naciones
En el seno de la administración estadounidense se está librando una puja por el ordenamiento económico y los cursos de acción geopolítica. En este último plano, el eje de conflicto pasa por la relación con Rusia. Trump apuntaba a un acercamiento, al contrario de Clinton, que pretendía profundizar el hostigamiento hacia Moscú; el objetivo del magnate era liberar las manos para concentrarse en China. Pero el estallido del “Rusiagate” (la investigación sobre la colusión de Trump y el gobierno ruso para influir en las elecciones), que fue el pretexto para la decisión del congreso norteamericano del pasado 25 de julio de imponer nuevas sanciones a Rusia incluyendo además una cláusula que impide al presidente aplicar modificaciones a las mismas, muestra la decisión del establishment de los republicanos y demócratas de mantener el curso de choque con Putin.
Después de la salida de Steve Bannon, y de la decisión de Trump de continuar la guerra de Obama (y de Bush) en Afganistán, aumentaron las expectativas de los sectores que aspiran a que el gobierno de Trump pueda encarrilarse hacia la normalidad. Está por verse.
Una cosa es segura: la presidencia de Trump, aún sin mayores resultados concretos hasta el momento, cobra una gran significación por haber colocado en el centro de poder del Estado norteamericano a una figura que se mueve entre la prescindencia y el rechazo a las instituciones que aseguran las condiciones para la circulación del capital a nivel mundial. El efecto corrosivo de la crisis iniciada en 2007 llevó a que al frente del poder ejecutivo del Estado responsable de asegurar el funcionamiento de la arquitectura del orden global esté alguien que promete subvertirlo en búsqueda de “hacer América grande de vuelta”. Aún enfrentando el rechazo de la burguesía norteamericana más trasnacionalizada ante algunas de las políticas que Trump prometió y hasta ahora no pudo implementar, y con fuertes figuras de la administración presionando para que no se salga del redil, como presidente de la principal potencia del mundo cuenta con capacidad suficiente para generar ruido en las relaciones internacionales.
Esta posibilidad se potencia porque el fenómeno de polarización que lo puso en el poder no se agota en los EE. UU., sino que se replica también del otro lado del Atlántico. El triunfo de Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen en las elecciones presidenciales de Francia está lejos de haber sepultado el ascenso del nacionalismo en Europa, y a pocos meses de haber asumido el presidente francés está sumido en una impopularidad mayor que la del expresidente Hollande. A falta de mejores respuestas de la clase dominante para lidiar con la crisis, el nacionalismo y autoritarismo inflamado puede ser la receta envenenada para hacer frente a la crisis de legitimidad que golpeó duramente a los exponentes políticos del “extremo centro”, es decir los que desde partidos de centro derecha o socialdemócratas aseguraron la aplicación de las políticas del consenso neoliberal, y prevenir que esta crisis tenga una salida por izquierda que cuestione al orden social capitalista.
Para los sectores capitalistas trasnacionalizados, el precio a pagar hoy para preservar sus prerrogativas sociales amasadas en décadas de ofensiva contra los sectores populares es acomodarse a este ascenso al poder de estas fuerzas que amenazan dinamitar el orden del que tanto se han beneficiado. Para las clases trabajadoras de todo el mundo, nada progresivo puede venir ni del “internacionalismo” de la gran burguesía que apunta a profundizar el neoliberalismo, ni de nacionalismos que solo apuntan a dividir a los trabajadores del mundo con su xenofobia y atacar a las organizaciones obreras y las libertades democráticas.

  1. Para una discusión sobre este libro ver Esteban Mercatante, “El capitalismo global como construcción imperial”, IdZ 27, y el debate con los autores en “Bases y límites del poderío norteamericano”, IdZ 35.
  2. Finance Capital Today, Leiden, Brill, 2016, p. 140.
  3. Stefania Vitali y Stefano Battiston, “The Community Structure of the Global Corporate Network”, Plos One 9 (8), agosto 2014.
  4. A modo de indicador, de las 500 más grandes empresas del mundo que integraron en 2017 el ranking de Fortune 500, dos tercios están radicadas en los EE. UU., Japón y la Unión Europea. Considerando que otras 109 fueron de origen chino (en gran medida empresas de propiedad estatal o mixta), se puede observar la reducida proporción que tienen el resto de los países dentro de este ranking.
  5. De acuerdo con Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, el 0,1 % de los más ricos pasó de apropiarse del 10 % del ingreso en la década de 1960, a llevarse más del 20 % al momento de la crisis de Lehman. En comparación, el 1 % más rico se lleva 22 %, lo cual da cuenta de la híperconcentración. “Wealth Inequality in the US since 1913: Evidence from Capitalized Income Tax Data”, NBER Working Paper 20625, Cambridge, 2014.
  6. Sobre las contradicciones del programa económico nacionalista de Trump, ver el artículo de Paula Bach en esta revista.
  7. Como hemos analizado en “Una carrera hacia el abismo”, IdZ 30. Si en 1970 la participación asalariada en el ingreso era en los EE. UU. De 71,98 %, en 1990 había caído a 67,82 %, y para 2010 era de 63,69 %.
  8. Paula Bach, “Para una crítica de la tesis burguesa del estancamiento secular”, IdZ 24.
  9. Michael Roberts, “Picking up?”, thenextrecession.wordpress.com, 17/8/17.
  10. “What Is Trump Country?”, Jacobin, 21/8/17.
  11. Nikki Saval, “Globalisation: the rise and fall of an idea that swept the world”, The Guardian,
14/7/17. Ver también Paula Bach, “La ‘furia populista’ que conmueve al mainstream”, La izquierda diario, 29/7/16.

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