El imperialismo en tiempos de Trump: fuego, furia y estrategias en disputa
Por ESTEBAN MERCATANTE
Ideas de Izquierda, Número 40, agosto-septiembre 2017.
VER PDF
Ideas de Izquierda, Número 40, agosto-septiembre 2017.
VER PDF
A diez años de iniciada la Gran
Recesión, poco queda del triunfalismo sobre la globalización, que tanto
benefició a una clase capitalista cada vez más trasnacionalizada (la
“clase de Davos”), como “fin de la historia” irreversible. Con Donald
Trump en el poder en EE. UU. y una polarización política que no
retrocede en todos los países imperialistas, la inestabilidad e
incertidumbre dan la tónica del momento. En este dossier damos
cuenta de los tormentosos primeros meses de la presidencia de Trump,
las contradicciones que caracterizan su programa económico, y discutimos
cuáles son las perspectivas abiertas por el fracaso de la “gobernanza
global” neoliberal.
El gobierno de Trump se explica por una aguda contradicción que
caracteriza al mundo capitalista a 10 años de iniciada la crisis
mundial: el ordenamiento que tan provechoso fue para el gran capital,
resultó ruinoso para todo el resto. Sostener su profundización amenazaba
con poner en jaque la dominación de clase de la burguesía.
Aunque Trump no pudo llevar a cabo las principales medidas que había
prometido, su presidencia ya ha puesto en cuestión las ilusiones de que
la concertación globalista (que nunca fue tan concertada en primer
lugar) era algo irreversible.
A 7 meses, poco que mostrar
A poco más de siete meses de haber asumido la presidencia de los EE.
UU., Donald Trump muestra una administración prácticamente paralizada.
Sometido desde el día uno de su gobierno a la investigación de sus lazos
con Rusia y la intervención de Moscú en el proceso electoral, golpeado
por reveses legislativos y frenos judiciales a algunas de sus
principales decisiones, hasta el momento no puede mostrar ningún logro
significativo. Apenas el retiro de los EE. UU. del Tratado Transpacífico
de Cooperación Económica (TPP, en inglés) que todavía no estaba
implementado, y del Acuerdo de París para limitar la emisión de gases de
efecto invernadero, decisión esta última que quedó relativizada por la
decisión de muchos estados de la Unión y algunas de las principales
ciudades del país de comprometerse a cumplir los objetivos a los que
hasta la decisión de Trump estaba comprometido el gobierno federal. A
esto se le puede sumar la apertura de la renegociación del NAFTA con
Canadá y México, de la que lo mejor que puede esperar es que EE. UU.
logre elevar el porcentaje mínimo de integración de componentes
provenientes de Norteamérica que tienen que cumplir algunas industrias,
(Trump apuntó especialmente contra la automotriz) y quizás incluso
incorporar alguna cláusula sobre porcentaje mínimo de partes que deben
provenir de los EE. UU. Esto podría considerarse un resultado exitoso,
pero es muy distinto a su promesa de retirarse del acuerdo comercial. La
construcción del muro en la frontera con México, la modificación del
plan de salud implementado por Obama (el “Obamacare”), el endurecimiento
migratorio –que solo superó en parte el freno judicial–, se
empantanaron sin remedio, mientras que las reformas impositivas y las
medidas proteccionistas no llegaron siquiera a ser planteadas.
En el último mes, Trump se desprendió de Steve Bannon, ideólogo de la nueva extrema derecha (“derecha alternativa”) y editor de Breitbart,
central en la campaña electoral y quien hasta hace un tiempo era
considerado un estratega central de su gabinete. Su salida, producida
días después del rechazo que generó la equiparación que hizo el
presidente de los movimientos supremacistas blancos y los antifascistas
que se movilizaron para rechazarlos en Charlottesville, fue leída como
un avance de los militares que ocupan lugares clave en el gobierno.
Con su capital político lastrado (la aprobación de Trump ronda el 35
%, un desplome sin precedentes a tan poco tiempo de haber asumido),
resulta difícil pensar en este momento que tendrá posibilidad de buscar
dar valores concretos al lema “América primero”, de intencionales
resonancias aislacionistas, con el que se impuso en las elecciones. Pero
esta prematura crisis de Trump, y un eventual fracaso de su gobierno,
no permite asegurar que se calmará el mar de fondo que lo puso en el
poder en primer lugar.
El big business ante el “América primero”
Leo Panitch y Sam Gindin analizan en La construcción del capitalismo global1,
cómo el Estado norteamericano fue clave para establecer y sostener el
orden mundial de posguerra, y la internacionalización a ritmo redoblado
desde los años ‘80. La reducción de barreras para la circulación de
capital en todo el mundo y la apertura de nuevos espacios para la
valorización, se lograron mediante una agresiva intervención de los EE.
UU. y el resto de las potencias imperialistas, apoyada en organizaciones
multilaterales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial,
el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) y la
Organización Mundial del Comercio que lo reemplazó en 1994.
La internacionalización de las últimas décadas tuvo como novedad que produjo una estructura productiva internacionalizada.
Las empresas trasnacionales descompusieron la cadena productiva,
radicando cada eslabón en aquellas locaciones donde los costos o el
acceso a los mercado u otro factor lo hicieran ventajoso, dando lugar a
las Cadenas Globales de Valor (CGV). Como señala François Chesnais,
estas corporaciones desarrollaron
…un “espacio” global integrado marcado por una complicada malla de “mercados internos” asegurando el flujo de productos, know-how,
recursos financieros y en menor medida de personal dentro de los
límites de la corporación […] Los “mercados internos” de las empresas
trasnacionales se extienden por encima de los límites nacionales y
esquivan muchas regulaciones gubernamentales. Desde los años ‘80 en
adelante han moldeado de forma creciente el patrón del comercio exterior2.
Para darse una idea del peso alcanzado por el entramado del capital
trasnacionalizado en la economía mundial, la UNCTAD estima que el 80 %
del comercio está vinculado a las redes establecidas por este, ya sea
por el comercio intrafirma u otras formas de vinculación con
subsidiarias.
Pero el proceso excede a las CGV. La concentración y centralización
del capital, que se lleva a cabo cada vez más en el plano global y en la
cual la globalización de las finanzas jugó un rol clave, produjo
vinculaciones corporativas de una complejidad sin precedentes. Un
estudio identificó 1.318 firmas trasnacionales con participaciones
accionarias cruzadas, que llegaban a ser propietarias colectivamente de
las mayores firmas largamente establecidas en el mercado bursátil,
representando nada menos que un 60 % de los ingresos globales3.
Dentro de estas, un grupo mucho más reducido, de 147 firmas, controla
el 40 % de la riqueza dentro de la red. Esto da cuenta de un elevado
grado de la concentración de la riqueza global, y también de la magnitud
en que el grupo más poderoso de corporaciones se adueña de la riqueza
planetaria. Este capital tiene su origen mayoritariamente en los países
imperialistas4 aunque incorpora de forma asociada y
mayormente subordinada a sectores del capital de las economías
“emergentes”. Pero la circulación y valorización del mismo se desarrolla
en el plano global, y buena parte de los frutos de la misma terminan en
plazas offshore.
El big business estadounidense, que forma parte de este
entramado transnacionalizado, salió prácticamente ileso de la crisis (a
fuerza de salvatajes públicos y de descargar los costos sobre los
trabajadores y sectores populares) y retomó desde entonces el accionar
rapaz que le permitió un astronómico crecimiento en la proporción de
riqueza que se apropia5. En su mirada, así como en la del
entramado de CEO, intelectuales y políticos que conforman la elite
globalizada que circula por el Foro de Davos, las cumbres del G20, y las
reuniones del FMI, BM, la única alternativa posible es continuar como
hasta ahora. Su agenda para el mundo apuntaba a una nueva ronda de
tratados comerciales cada vez más ambiciosos en la garantía de los
derechos del capital trasnacional, como los TPP (Acuerdo Transpacífico) y
TTIP (Acuerdo de Comercio e Inversión Transatlántico).
La política económica de Trump, más allá de las contradicciones y falta de articulación que la caracterizan hasta hoy6,
choca de frente en varios aspectos con las aspiraciones de estas
corporaciones. Es el caso de su retiro de los grandes acuerdos
comerciales, y la idea de un impuesto transfronterizo que Trump debió
archivar por falta de apoyo legislativo; este último solo podría recibir
algún apoyo en tanto se limite su alcance a los productos finales
vendidos en territorio estadounidense. Sí son bienvenidas las promesas
de recortes impositivos para los capitales que regresen al país y el
relajamiento de algunas reglamentaciones de protección ambiental, lo
mismo que la intención de realizar amplios planes de infraestructura.
Con pragmatismo, el sector corporativo respondió a esta agenda de
beneficios de corto plazo, lo que mostró en un rally alcista de
las acciones desde que asumió Trump, aunque el empantanamiento de la
administración genera cada vez más dudas sobre la posibilidad de que
algo de esto se concrete.
La grieta
La Gran Recesión profundizó la regresión social que acompañó desde
los inicios a la reestructuración de los años ‘80, la cual desde el
comienzo apuntaba a elevar la rentabilidad a costa del salario y las
condiciones de trabajo7. Con la crisis, se profundizó el
deterioro en el empleo que se venía registrando ya desde antes. Mientras
que el 60 % de los empleos destruidos durante 2008-09 en los EE. UU.
eran de salario medio, el 58 % de los creados desde entonces han sido de
salario bajo. En 2016, nada menos que el 25,7 % de los ocupados lo
estaban en trabajos por los que percibían ingresos inferiores a la línea
de pobreza. En los marcos de una economía anémica, este deterioro
promete continuar. Después de haber tenido la mayor caída desde la
crisis del ‘30, la economía norteamericana muestra desde mediados de
2009 la recuperación más débil desde la posguerra. La tasa de
crecimiento promedio se ubica apenas por encima del 2 % hasta 2016. No
sorprende que se haya disparado, entre los economistas mainstream, el debate sobre el estancamiento secular8.
Mientras tanto, la deuda corporativa alcanzó niveles históricos
récord del 45,3 % del PBI, superando el nivel alcanzado en momentos
previos a las dos últimas recesiones; en términos absolutos, la deuda de
8,6 billones es un 30 % mayor al nivel que tenía en septiembre de 2008.
Sin saneamiento de la deuda y en un contexto donde la rentabilidad no
recuperó los niveles previos a la crisis, la inversión seguirá débil y
continuará la tendencia al crecimiento anémico9.
Que el rechazo al proyecto globalista no se limita a los trabajadores
o sectores populares más golpeados lo mostró el hecho de que Trump
logró su ventaja de votos en sectores de ingresos más altos. De acuerdo a
Tristan Hughes, en base a la información disponible de las encuestas de
boca de urna, Trump realizó una elección pobre en los sectores cuyos
ingresos son menores a 50 mil dólares al año, es decir la mitad más
pobre del electorado, donde Clinton le ganó por 11 %. En los que ganan
más de esa cifra al año, Trump ganó por 4 %; en comparación, Obama y
McCain habían sacado igual proporción en la elección de 2008. Tomando el
ejemplo de dos distritos de elevados ingresos, Suffolk County y Putnam
County, en los que se impuso Trump, Hughes los contrasta con Manhattan,
“reducto de la clase ‘súper gerencial’”, las altas finanzas y las casas
matrices de las empresas trasnacionales, donde Clinton recibió un apoyo
de 86 % contra 10 % de Trump10. El autor hipotetiza que
Se trata de americanos blancos molestos
porque otros americanos ya no trabajan para ellos, americanos cuya
riqueza, estatus y poder han sido ostensiblemente atacados y erosionados
en las últimas décadas. Y los quieren de vuelta –con la ayuda de Donald
Trump.
El rechazo creciente a la globalización y la elite económica y
política que viene implementando hace décadas las políticas que la
sostienen, es algo que observan con preocupación creciente varios
lúcidos analistas que vienen hace tiempo bregando por algunas reformas
que preserven lo esencial de las conquistas que tuvo la clase
capitalista en las últimas décadas, pero mitigando algunos de sus peores
efectos en términos de desigualdad. Es es caso de Lawrence Summers,
Martin Wolff, e incluso Paul Krugman11. Pero la falta de
siquiera un mínimo atisbo de cambio desde la crisis, alimentó la
polarización política que explica la llegada Trump al poder y los rasgos
de su gobierno.
Este representa una respuesta reaccionaria ante la crisis, que hace
eje en el ataque a los inmigrantes (lo que significa un golpe contra
buena parte de la clase trabajadora en los EE. UU.) y amenaza entre
otras cosas varios derechos laborales y regulaciones ambientales en aras
de atraer inversiones y “recuperar el trabajo de los norteamericanos”.
Además de haber habilitado una presencia sin precedentes de sectores de
extrema derecha en su gabinete nacional durante los primeros meses, su
administración adquirió desde el primer momento rasgos que permiten
definirlo como bonapartista, aunque cada día más débil. Esto último se
manifiesta en la nutrida presencia militar en su gobierno, y se
materializó en la propuesta de un fuerte incremento del presupuesto
militar para llevarlo a 695.500 millones de dólares en 2018, lo que
equivale a 4 veces el presupuesto total militar de China.
El (des)concierto de las naciones
En el seno de la administración estadounidense se está librando una
puja por el ordenamiento económico y los cursos de acción geopolítica.
En este último plano, el eje de conflicto pasa por la relación con
Rusia. Trump apuntaba a un acercamiento, al contrario de Clinton, que
pretendía profundizar el hostigamiento hacia Moscú; el objetivo del
magnate era liberar las manos para concentrarse en China. Pero el
estallido del “Rusiagate” (la investigación sobre la colusión de Trump y
el gobierno ruso para influir en las elecciones), que fue el pretexto
para la decisión del congreso norteamericano del pasado 25 de julio de
imponer nuevas sanciones a Rusia incluyendo además una cláusula que
impide al presidente aplicar modificaciones a las mismas, muestra la
decisión del establishment de los republicanos y demócratas de mantener
el curso de choque con Putin.
Después de la salida de Steve Bannon, y de la decisión de Trump de
continuar la guerra de Obama (y de Bush) en Afganistán, aumentaron las
expectativas de los sectores que aspiran a que el gobierno de Trump
pueda encarrilarse hacia la normalidad. Está por verse.
Una cosa es segura: la presidencia de Trump, aún sin mayores
resultados concretos hasta el momento, cobra una gran significación por
haber colocado en el centro de poder del Estado norteamericano a una
figura que se mueve entre la prescindencia y el rechazo a las
instituciones que aseguran las condiciones para la circulación del
capital a nivel mundial. El efecto corrosivo de la crisis iniciada en
2007 llevó a que al frente del poder ejecutivo del Estado responsable de
asegurar el funcionamiento de la arquitectura del orden global esté
alguien que promete subvertirlo en búsqueda de “hacer América grande de
vuelta”. Aún enfrentando el rechazo de la burguesía norteamericana más
trasnacionalizada ante algunas de las políticas que Trump prometió y
hasta ahora no pudo implementar, y con fuertes figuras de la
administración presionando para que no se salga del redil, como
presidente de la principal potencia del mundo cuenta con capacidad
suficiente para generar ruido en las relaciones internacionales.
Esta posibilidad se potencia porque el fenómeno de polarización que
lo puso en el poder no se agota en los EE. UU., sino que se replica
también del otro lado del Atlántico. El triunfo de Emmanuel Macron sobre
Marine Le Pen en las elecciones presidenciales de Francia está lejos de
haber sepultado el ascenso del nacionalismo en Europa, y a pocos meses
de haber asumido el presidente francés está sumido en una impopularidad
mayor que la del expresidente Hollande. A falta de mejores respuestas de
la clase dominante para lidiar con la crisis, el nacionalismo y
autoritarismo inflamado puede ser la receta envenenada para hacer frente
a la crisis de legitimidad que golpeó duramente a los exponentes
políticos del “extremo centro”, es decir los que desde partidos de
centro derecha o socialdemócratas aseguraron la aplicación de las
políticas del consenso neoliberal, y prevenir que esta crisis tenga una
salida por izquierda que cuestione al orden social capitalista.
Para los sectores capitalistas trasnacionalizados, el precio a pagar
hoy para preservar sus prerrogativas sociales amasadas en décadas de
ofensiva contra los sectores populares es acomodarse a este ascenso al
poder de estas fuerzas que amenazan dinamitar el orden del que tanto se
han beneficiado. Para las clases trabajadoras de todo el mundo, nada
progresivo puede venir ni del “internacionalismo” de la gran burguesía
que apunta a profundizar el neoliberalismo, ni de nacionalismos que solo
apuntan a dividir a los trabajadores del mundo con su xenofobia y
atacar a las organizaciones obreras y las libertades democráticas.
- Para una discusión sobre este libro ver Esteban Mercatante, “El capitalismo global como construcción imperial”, IdZ 27, y el debate con los autores en “Bases y límites del poderío norteamericano”, IdZ 35.
- Finance Capital Today, Leiden, Brill, 2016, p. 140.
- Stefania Vitali y Stefano Battiston, “The Community Structure of the Global Corporate Network”, Plos One 9 (8), agosto 2014.
- A modo de indicador, de las 500 más grandes empresas del mundo que integraron en 2017 el ranking de Fortune 500, dos tercios están radicadas en los EE. UU., Japón y la Unión Europea. Considerando que otras 109 fueron de origen chino (en gran medida empresas de propiedad estatal o mixta), se puede observar la reducida proporción que tienen el resto de los países dentro de este ranking.
- De acuerdo con Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, el 0,1 % de los más ricos pasó de apropiarse del 10 % del ingreso en la década de 1960, a llevarse más del 20 % al momento de la crisis de Lehman. En comparación, el 1 % más rico se lleva 22 %, lo cual da cuenta de la híperconcentración. “Wealth Inequality in the US since 1913: Evidence from Capitalized Income Tax Data”, NBER Working Paper 20625, Cambridge, 2014.
- Sobre las contradicciones del programa económico nacionalista de Trump, ver el artículo de Paula Bach en esta revista.
- Como hemos analizado en “Una carrera hacia el abismo”, IdZ 30. Si en 1970 la participación asalariada en el ingreso era en los EE. UU. De 71,98 %, en 1990 había caído a 67,82 %, y para 2010 era de 63,69 %.
- Paula Bach, “Para una crítica de la tesis burguesa del estancamiento secular”, IdZ 24.
- Michael Roberts, “Picking up?”, thenextrecession.wordpress.com, 17/8/17.
- “What Is Trump Country?”, Jacobin, 21/8/17.
- Nikki Saval, “Globalisation: the rise and fall of an idea that swept the world”, The Guardian,
14/7/17. Ver también Paula Bach, “La ‘furia populista’ que conmueve al mainstream”, La izquierda diario, 29/7/16.
No hay comentarios:
Publicar un comentario