Los investigadores Francisco J Cantamutto y Mariano Treacy,
miembros de la Sociedad de Economía Crítica, discuten en esta columna el rol de
la Organización Mundial de Comercio y las consecuencias de su reaparición en
escena.
Hay muchas confusiones cuando se habla de globalización, un
término muy cargado de ambigüedades. En materia de crecimiento de los flujos de
capital en forma de mercancías (comercio) y crédito, existe al menos una fase
igual de intensa, que fue la descrita por Marx en el siglo XIX. Aquella fase de
globalización ingresó hacia fines del siglo en una larga crisis, cuyos efectos
llevaron ni más ni menos que al estallido de dos guerras mundiales. Fue en esos
años cuando surgieron las reflexiones clásicas sobre el imperialismo como una
fase del desarrollo del capitalismo, según teorizara Lenin contra la idea que
se trataba de una política exterior de los países centrales.
Tras el período de crisis y guerras, donde se había dado un
fuerte descenso del flujo de dinero y mercancías a nivel global, se fue
construyendo una institucionalidad multilateral con el objetivo de restablecer
el comercio y reactivar el movimiento de los capitales. Los acuerdos de Bretton
Woods (1944), encabezados por el gobierno de los Estados Unidos, buscaron
reconstruir un marco institucional multilateral para ordenar un nuevo sistema
monetario, financiero y de intercambio. El FMI (Fondo Monetario Internacional)
y el BM (Banco Mundial) fueron creados para lograr los objetivos financieros y
monetarios y el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) fue
el instrumento elegido para los aspectos comerciales.
La incipiente integración europea, con una Alemania intervenida
y dividida que cedió protagonismo debido a su derrota, fue uno de los éxitos de
los acuerdos de posguerra. Sin embargo, con los países de África y Asia
atravesando sus procesos de descolonización, y los de América Latina en pleno
proceso de industrialización sustitutiva, el esfuerzo por liberalizar el
comercio y desregular el movimiento de capitales que permitiera la valorización
del capital a escala mundial se enfrentó con algunas barreras. Esto, claro,
solo ralentizó a los capitales provenientes de los países centrales, cuya
presencia se hizo evidente desde los años ’60 no solo en los flujos
comerciales, sino también en la expansión del crédito (eurodólares y
petrodólares) y de las inversiones extranjeras directas. En la constante
presión por reducir los obstáculos a su expansión, los capitales y gobiernos de
países centrales no dudaron en interrumpir procesos democráticos y sostener
dictaduras cívico-militares en todo el mundo (en especial en América Latina,
África y Oriente Medio).
La ruptura unilateral de los acuerdos de Bretton Woods en
1971 por parte de los Estados Unidos añadió un fuerte componente de
inestabilidad a la circulación de mercancías y dinero en el espacio global,
donde se reforzaron las ventajas de los capitales más concentrados para poder
operar a una nueva escala. El cambio tecnológico favoreció un cambio de la
organización de la producción que pasó a planificarse mediante la
relocalización de segmentos fabriles intensivos en mano de obra y/o en uso de
recursos primarios hacia la periferia, manteniendo en el centro las funciones
de mayor agregación de valor (ingeniería, diseño, marketing, financiamiento,
seguros y servicios postventa). Las reformas de la China tras la muerte del
“gran timonel” Mao Zedong (1978) y el lento resquebrajamiento de la URSS
ayudaron a este proceso, poniendo a competir grandes contingentes de fuerza de
trabajo, que presionaron a la baja los salarios en todo el mundo.
Naturalmente, un cambio de esta escala requería un nuevo
instrumento, que fue negociado en la Ronda de Uruguay con la transición del
GATT a la OMC (Organización Mundial del Comercio), finalmente creada en 1995
con el objetivo de negociar las reglas de la liberalización del comercio. La
OMC, junto con el BM y el FMI, dieron en la década del ’90 la forma a los
procesos de reformas estructurales neoliberales en los que se recomendó la
aplicación de políticas de apertura comercial, desregulación de movimientos de
capitales, privatización de empresas públicas y flexibilización laboral.
Entre las estrategias tradicionales, la OMC promueve que se
facilite el acceso a los mercados mediante la eliminación de las restricciones
al comercio de mercancías y servicios, a la inversión y al acceso a las compras
gubernamentales y la reducción de subsidios, así como también prácticas
comerciales que considera “desleales” como el dumping.
El éxito de la OMC en el impulso de la apertura comercial
estuvo centrado en especial en la reducción de aranceles ligados a productos
industriales, que debido a la nueva organización industrial y al incremento del
comercio intraindustrial y de bienes intermedios permitieron la caída de los
costos de transacción de los grandes conglomerados trasnacionales. Los países
centrales ofrecieron a cambio muy poco en materia de apertura a la producción
primaria, interés principal para las clases dominantes de la periferia –la
latinoamericana en particular. De forma creciente, los países centrales se
interesaron por incorporar nuevos temas a la agenda, en especial en materia de
servicios y propiedad intelectual, sin ceder en las negociaciones sobre los
temas industriales, lo que llevó a las negociaciones en la OMC a una parálisis.
A la impugnación de las clases dominantes por la negación a
incluir los asuntos agrícolas, se sumó una fuerte impugnación por parte de
movimientos populares, que se alzaron contra el proceso de liberalización
neoliberal. La reunión ministerial de la OMC en Seattle en 1999 fue la
expresión más evidente de esta resistencia, con una red de alcance global para
resistir estas negociaciones, donde confluyeron organizaciones sindicales,
partidos de izquierda, ambientalistas, y diversos movimientos
anti-globalización. La ministerial de Cancún en 2003 se desarrollaría en un
escenario similar, con una movilización muy fuerte, reuniones cerradas y el uso
de la fuerza para impedir la interrupción de las sesiones. El punto más alto de
la resistencia a la OMC coincidiría en 2005 con el armado de la plataforma
continental para resistir al ALCA, cuyo epítome sería la Contra Cumbre de los
pueblos frente a la Cumbre de la OEA (Organización de los Estados Americanos)
desarrollada en Mar del Plata.
Con la OMC paralizada, los países centrales se orientaron
hacia los tratados bilaterales, algunos de ellos de libre comercio y otros de
inversión, cuyo eje es garantizar las prerrogativas del derecho corporativo:
que las empresas no tengan límites a su accionar. Para ello, no solo se
eliminan aranceles y barreras para-arancelarias, sino que además se amplían la
definición de inversión extranjera y las esferas para ofrecerles trato nacional
(como la compra pública), se reducen las herramientas para exigirles requisitos
de desempeño y se imponen cláusulas de estabilización, protección y seguridad
plenas y una prórroga de jurisdicción para resolver las controversias en
tribunales internacionales.
Como consecuencia de la firma de estos tratados, la
Argentina recibió desde la salida de la Convertibilidad una serie de denuncias
de grupos extranjeros en el CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias
relativas a Inversiones) dependiente del Banco Mundial. Las empresas
argumentaron que se violaron las cláusulas de estabilización debido a la
devaluación de la moneda y el control de las tarifas, y las cláusulas de
protección y seguridad plenas debido a la renacionalización de algunas empresas
que habían sido privatizadas y buscaron una compensación que lograron con
diversosfallos a su favor. La hipocresía de este tipo de regulación
permite a los países desarrollados continuar aplicando aranceles, subsidios a
la producción y a la exportación, políticas no justificadas de defensa
comercial, medidas ambientales, regulaciones sanitarias y fitosanitarias,
obstáculos técnicos al comercio y políticas de compra pública que discriminan
en favor de sus productores locales.
El regreso de la OMC
El ascenso de la economía china en las últimas décadas ya
había puesto un signo de interrogación sobre este proceso, pues las mismas
reglas de apertura fomentadas en los años previos habían fortalecido a este
gigante, actual factoría global de bienes industriales. El estallido de la
crisis en 2008 y la imposibilidad de resolverla a través de las medidas de
quantitative easing puestas en marcha, pusieron en claro la necesidad de
Estados Unidos de reorientar su estrategia geopolítica. Es por eso que Obama
diseñó y gestionó los acuerdos megarregionales (TPP, TTIP, TISA) destinados a
garantizarse la primacía indefectible de su país en los años por venir. El
triunfo de Trump y su intención de reorientar la política exterior
estadounidense frenaron este reordenamiento global, y sembraron dudas sobre la
nueva configuración geopolítica.
Es en este marco que la OMC reaparece en escena. Tiene al
menos dos grandes tareas de difícil resolución por delante. Por un lado, tratar
de reordenar el balance de poder (económico, político y militar) entre las
potencias, donde los juegos de equilibrio parecen desplazarse de manera
cotidiana. El debate sobre si China es o no una economía de mercado, con las
medidas de apertura que ello implica para las contrapartes, es un ejemplo de
estos puntos de difícil resolución. A diferencia del pasado, no está claro que EEUU
tenga capacidad de imponer sus alternativas sin consensos, y no tiene en la OMC
poder de veto.
Por otro lado, la OMC busca abrir una nueva frontera de
negocios como salida -siempre precaria- a la crisis global. De la mano de la revolución
tecnológica en curso, las grandes multinacionales pretenden que la OMC en
Buenos Aires sea sede de una globalización “recargada” donde se consolide la
regulación de los “nuevos temas” como el comercio de servicios o la propiedad
intelectual. En este sentido, uno de los puntos más peligrosos en curso es que
se busca lograr una suerte de desregulación preventiva del comercio electrónico
y del tráfico de datos.
Este auténtico Caballo de Troya pretende evitar que
aparezcan regulaciones nacionales que pongan cota al intercambio
transfronterizo por vía electrónica, pero ocultando que de esta forma se
desregulan también los bienes o servicios intercambiados: evitar que se someta
a regulación a Amazon o Alibaba para ofrecer mercancías que perfectamente
pueden estar producidas en fábricas con trabajo esclavo. Se trata de una forma
encubierta de desregular diferentes sectores que hoy ya existen pero también
aquellos que van a existir en un futuro no muy lejano.
Entre otros aspectos, se quiere evitar que se impongan
requisitos de inversión local, transferencia de tecnología, apertura de filial
o representación local, lo que les permite evitar someterse a regulaciones o
tribunales locales, pudiendo siempre litigar en instituciones afines a sus
intereses. Aunque esto pueda sonar a la protección del capital local de la
amenaza extranjera, en los hechos se trata de una feroz presión por precarizar
aún más el trabajo y por devastar aún más el medio ambiente, bajo el imperativo
-aparentemente categórico- de la competitividad. Esta liberalización implica de
manera directa una pérdida de derechos para la clase trabajadora, cuya
organización y condiciones de vida se organizan y disputan a nivel nacional.
Por otro lado, el otro gran tema que parte de la iniciativa
de la OMC en esta materia es vulnerar la protección de datos personales y
permitir el libre flujo trasnacional de este acervo. Las grandes empresas de
tecnología están interesadas en el lucro con nuestros datos. Cada búsqueda en
un navegador, cada compra en línea, cada “amistad” en una red social es un dato
que mediante un algoritmo puede ser aprovechado por estas empresas para vender
más y con mayor precisión, conociendo nuestras inquietudes, intereses y hasta
el presupuesto con el que contamos. Pueden lucrar con la venta de estos datos,
ofreciendo información que puede llegar a perjudicarnos, por ejemplo a la hora
de conseguir un seguro de vida, ingresar a una prepaga o pedir un crédito.
También pueden ser utilizados para manipular abiertamente el
acceso a datos que cuestionen la realidad desde perspectivas críticas. Por
ejemplo, Google -que maneja casi el 80% del tráfico de datos del mundo-
restringe en sus resultados a los sitios que defiendan ideas progresistas o de
izquierda (ver aquí). Los efectos políticos de este control
corporativo de los datos personales y la información circulante, lejos de la
panacea de la aldea global, fomentan visiones duramente distorsionadas de los
conflictos políticos más actuales, estableciendo un nuevo horizonte de control
y ejercicio del poder y la dominación.
Los gobiernos de derecha de la región están haciendo
esfuerzos denodados por entregar sus legislaciones a estas demandas, siempre a
la expectativa de una “lluvia” de inversión extranjera que se presenta siempre
como anuncio pero nunca como realidad. Cambiemos es, en este sentido, un
verdadero ariete de las reformas, y quiere hacer de la reunión de diciembre un
gran evento de entrega.
Hay diversas iniciativas en marcha tratando de poner freno a
esta política de liberalización recargada. Uno de los foros más ágiles es el
creado por la Asamblea
Argentina Mejor Sin TLC, que promueve el debate crítico sobre las (nuevas)
intenciones de la OMC. Luego del primer encuentro realizado en junio, se está
coordinando de cara a organizar la resistencia en diciembre. Allí convergen
diversas expresiones sindicales, campesinas, ambientalistas y otras. La
Sociedad Latinoamericana de Economía Política y la Sociedad de Economía Crítica
han propuesto actividades en esta misma línea. Para diciembre esperamos
organizar una contracumbre donde se expresen todas estas perspectivas, para
quede de manifiesto que de seguir en esta dirección, nuestros derechos y
nuestra calidad de vida se verán fuertemente afectados.
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