sábado, 24 de junio de 2017

Cuba y la nueva agresión de Trump contra nuestra América. Por Leandro Morgenfeld





Por Leandro Morgenfeld
(Revista Bordes)

Profesor UBA e Investigador Adjunto del IDEHESI-CONICET. Co-cordinador del Grupo de Trabajo CLACSO “Estudios sobre Estados Unidos”. Dirige el blog www.vecinosenconflicto.com

El viernes 16 de junio, desde Miami y en un acto que pareció más propio de la época de la guerra fría, Trump puso un freno en el proceso de deshielo con Cuba iniciado en 2014 por Obama. Rodeado de lo más rancio del anticastrismo, desplegó un agresivo discurso paternalista e injerencista. ¿Qué alcances y límites tiene el (nuevo) giro en la relación con la isla? ¿Cuáles son las causas del abandono de este “legado” de Obama, que tantos elogios había cosechado? ¿Cuál fue la respuesta cubana? ¿Cómo va a impactar hacia adentro de Estados Unidos y en las ya de por sí complejas y tirantes relaciones con América Latina y el Caribe?

En primer lugar, vale la pena analizar el qué y el cómo del anuncio de la nueva política de Trump hacia Cuba. El acto realizado en Miami atrasó al menos un cuarto de siglo. El nuevo presidente estadounidense apeló a una retórica agresiva y más propia de la guerra fría. Rodeado de lo más retrógrado del exilio cubano, anunció el fin del acuerdo Obama-Castro y firmó el “Memorando Presidencial de Seguridad Nacional sobre el Fortalecimiento de la Política de los Estados Unidos hacia Cuba”, con las nuevas directivas hacia la isla. En síntesis, los cambios que establece son los siguientes: restringe los viajes turísticos, complicando la obtención de permisos (en los primeros cinco meses del año, 250.000 estadounidenses viajaron a Cuba, lo mismo que en todo el 2016); reafirma el bloqueo económico, comercial y financiero que hace más de medio siglo intenta asfixiar a la isla; limita los viajes educativos con fines no académicos, que tendrán que ser grupales (prohíbe los viajes individuales auto-dirigidos) y limita las actividades económicas con empresas vinculadas a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (básicamente, con el Grupo de Administración de Empresas –GAESA-). Sin embargo, no rompe las relaciones diplomáticas, ni cierra la embajada en La Habana –reabierta hace dos años-, ni coloca de nuevo a Cuba en la lista de países que patrocinan el terrorismo, ni limita el envío de remesas, ni prohíbe los vínculos económicos con el sector cuentapropista de la isla, ni modifica los acuerdos migratorios, ni reinstala la política de “pies secos, pies mojados” -derogada por Obama el pasado 12 de enero-, que admitía a los cubanos que pisaran suelo estadounidense.
Más allá de que algunas de las medidas generarán complicaciones económicas en Cuba, lo más grave es el tono. El acto, de fuerte contenido simbólico, se realizó en la Pequeña Habana, en el Teatro Manuel Artime, justamente denominado así en honor del contrarrevolucionario que fuera el jefe civil de la Brigada 2056, aquella que invadiera la isla en Playa Girón, en abril de 1961 (“Es un honor estar en un teatro que lleva el nombre de un verdadero héroe del pueblo cubano… Estamos muy honrados de que nos acompañen los asombrosos veteranos de la Bahía de Cochinos”, dijo Trump). El presidente estadounidense habló luego del vice Mike Pence, el gobernador de La Florida Rick Scott, el senador de origen cubano y ex precandidato republicano Marco Rubio y el representante Mario Díaz-Balart (un día antes, este diputado había declarado: “Trump no está con los que reprimen al pueblo cubano como estaba Obama”). Calificó al sistema político isleño como una “dictadura” y desplegó un discurso agresivo, que se emparenta con su irrespetuoso mensaje de noviembre pasado, cuando falleció Fidel Castro. Ante las mil personas que colmaban el teatro, declaró: “No queremos que los dólares estadounidenses vayan a parar a un monopolio militar que explota y abusa a los ciudadanos de Cuba y no levantaremos las sanciones hasta que se liberen los presos políticos”. Se refirió al gobierno de La Habana como el “brutal régimen castrista” y destacó que “haremos cumplir el embargo”. El acto fue la puesta en escena del retorno a la política agresiva que desplegaron sin éxito Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush, Clinton, Bush Jr. y Obama, al menos en su primer mandato.
¿Por qué la vuelta a una retórica más propia de la guerra fría? ¿Por qué reivindicar el fracasado bloqueo, repudiado cada año en forma casi unánime en la ONU –en la última Asamblea General, 191 países exigieron su levantamiento, y sólo Estados Unidos e Israel se abstuvieron-? ¿Por qué insistir con una política que genera rechazo no sólo en la población estadounidense en general -según un sondeo de The New York Times de 2016, el 62% de la población estaba de acuerdo con el nuevo enfoque de Obama hacia Cuba- sino de los propios cubanoamericanos –el 70% de los cubanoamericanos de Miami apoyaban la normalización, mientras que el apoyo al bloqueo había caído a un 37%, en comparación con el 84% de 1990-? La principal causa del giro tiene que ver con la política interna de Estados Unidos. En primer lugar, es una “devolución de favores”. Trump modificó su anterior posición frente al deshielo –hasta hace un año era de los líderes republicanos más favorables a la “normalización” del vínculo, que posibilitaba hacer negocios con Cuba-, para granjearse el apoyo del establishment cubanoamericano, siempre opuesto a cualquier apertura hacia la isla, y de los sectores ultraconservadores de su partido. Ese giro tuvo que ver con asegurarse los votos de la comunidad cubana del Estado de la Florida, el swing state más importante en el colegio electoral. Trump, quien cosechó 2,8 millones de votos menos que Hillary Clinton en las elecciones del 8 de noviembre, supo calcular cómo y dónde tenía que ganar para llegar a la presidencia, aún sin la mayoría popular. Uno de esos lugares fue La Florida, donde se impuso por un escasísimo margen.
Pero la escenificación del trato duro con Cuba también responde a sus actuales necesidades políticas, en dos sentidos. Trump fue el presidente menos popular en sus primeros 100 días, al menos desde que esto se mide en los años sesenta. Cosecha altísimos niveles de rechazo, enfrenta movilizaciones de mujeres, trabajadores, estudiantes, investigadores, ecologistas, inmigrantes y pueblos originarios. Sufrió importantes reveses políticos (para imponer su veto migratorio, para aprobar el TrumpCare, para financiar el muro con México) y enfrenta el RusiaGate, que involucra a importantes funcionarios de su entorno y amenaza con obstaculizar o interrumpir su presidencia a través de un impeachment. Sin embargo, conserva el apoyo de sus votantes, aunque estos representaron apenas el 27% del padrón. Ese es el sentido de este tipo de puestas en escena: reforzar su base política, atacando todo lo que sea considerado parte del “legado” de Obama (y, el deshielo con Cuba, sin dudas era un componente central del mismo). Exhibe una supuesta fortaleza hacia adentro, abroquela a sus seguidores ultraconservadores, y a la vez proyecta una imagen hacia afuera que refuerza su disposición a actuar de manera unilateral, sin tener en cuenta lo que opine la comunidad internacional (no importa lo que diga la ONU sobre el bloqueo).
Claro que, cuando hablamos de cómo la política interna condiciona su política exterior, también nos referimos a cuestiones menos transparentes: Trump necesita el apoyo de su ex rival interno Marco Rubio, quien integra la Comisión de Inteligencia del Senado, que es la que investiga si Rusia intervino en las elecciones del año pasado en connivencia con el magante. Una semana antes de los anuncios sobre Cuba, ante esa comisión compareció James Comey, el ex jefe del FBI, expulsado por Trump pocos días antes. Rubio intercedió en el Senado para que Comey aclarara que Trump “no se encontraba personalmente bajo investigación”. La posición de este senador será clave para determinar el futuro de la investigación sobre la trama rusa. Como se ve, no sólo en América Latina hay una estrecha relación entre política exterior y política interior, a pesar de lo que plantean los acríticos defensores de la “gran democracia” del Norte. En síntesis, el acto en Miami tuvo por el triple objetivo alejar la atención mediática del affaire Rusia, que había alcanzado su clímax por esos días, consolidar la base de apoyo republicana y devolver el favor electoral de los cubanoamericanos de La Florida.
Ante el virulento discurso de Trump, la respuesta cubana, no se hizo esperar. A través de un texto publicado en el Granma, periódico del Partido Comunista, se dio a conocer un documento en el que se sostiene que los Estados Unidos “no están en condiciones de darnos lecciones” y se cierra del siguiente modo: “Como hemos hecho desde el triunfo del 1° de enero de 1959, asumiremos cualquier riesgo y continuaremos firmes y seguros en la construcción de una nación soberana, independiente, socialista, democrática, próspera y sostenible”. Allí se señala que las nuevas medidas que refuerzan el bloqueo están destinadas al fracaso, como ocurrió con las sucesivas sanciones aplicadas desde 1962, y que no lograrán el objetivo manifiesto de debilitar a la Revolución ni doblegar la resistencia del pueblo cubano. Rechazando la utilización de Trump de los derechos humanos como excusa para atacar a Cuba, se señala en ese documento: “Asimismo son motivo de preocupación las violaciones de los derechos humanos cometidas por los Estados Unidos en otros países, como las detenciones arbitrarias de decenas de presos en el territorio ilegalmente ocupado por la Base Naval de Guantánamo en Cuba, donde incluso se ha torturado”. Este documento cierra la etapa de cautela que el gobierno de la isla habría mantenido luego de la asunción de Trump.
El unilateralismo, injerencismo y militarismo de Trump son una amenaza creciente para Nuestra América. Tras los ataques contra México y Venezuela, ahora se suma Cuba. Pero no son los únicos. Un día antes, el 15 de junio, Mike Pence había disertado sobre las supuestas amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos provenientes de países centroamericanos como El Salvador, Honduras y Guatemala, a causa del narcotráfico y las pandillas. Pidió la colaboración de Sudamérica con Estados Unidos, en la lucha contra este flagelo. Este tipo de iniciativas son un avance más en la fracasada estrategia de la “guerra contra las drogas”, al igual que la “lucha contra el terrorismo”, como excusas para aumentar el injerencismo militar –más bases, operaciones conjuntas, espionaje militar, venta de armamento-. Con Trump asistimos a una militarización de su política exterior y esto es particularmente preocupante en Nuestra América, que a pesar de ser una zona de paz, sufre esta avanzada militarista.
En el acto en Miami no sólo se atacó a Cuba, sino también a Venezuela. El día anterior, Pence había declarado en ese mismo sentido: “Todos nosotros debemos elevar nuestras voces para condenar al gobierno venezolano por su abuso de poder y su abuso contra el propio pueblo, y hacerlo ya”. Como bien recuerda Martín Granovsky en un reciente artículo titulado “La diplomacia de la militarización”, ese mismo día el secretario de Estado, Rex Tillerson, había alertado, sin datos, sobre supuestas conexiones entre los carteles mexicanos de la droga y los fundamentalistas del Estado Islámico. John Kelly, el secretario de Seguridad Nacional –antes jefe del Comando Sur-, también insistió en el supuesto vínculo entre “redes terroristas y redes criminales” como los narcos. O sea, vale utilizar cualquier argumento –terrorismo, narcotráfico, pandillas- para justificar la militarización de la política de Estados Unidos hacia nuestra América.
Esta política, que se suma a la retórica hispanofóbica que Trump desplegó a lo largo de su campaña electoral y mantuvo desde que llegó a la Casa blanca, supone una dificultad para reposicionar a Estados Unidos en la región, tal como venía haciendo Obama desde 2013. El retomar un discurso injerencista y agresivo contra Cuba, va a generarle aún más rechazos en América Latina y el Caribe. Si Obama debió revertir la anterior política, esto se debió al fracaso de más de 50 años de brutal bloqueo y agresiones diplomáticas, que es cuestionado cada año no sólo en la Asamblea de Naciones Unidas, sino muy especialmente por organismos regionales, como la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). En los últimos años, paradójicamente, Estados Unidos quedó aislado en los ámbitos diplomáticos por sus sanciones contra la isla. Si Trump elige volver a ese tipo de iniciativas, crecerá el rechazo que su figura provoca en la región por el muro en la frontera con México, su estigmatización de los hispanos y su política exterior unilateralista y militarista. Como señaló este martes Evo Morales, en la apertura de la Conferencia Mundial de los Pueblos, realizada en Tiquipaya, Bolivia, ante representantes de 43 países: “Son los mismos que cierran las puertas y construyen muros para impedir que las personas que huyen de esas guerras militares o económicas salven sus existencias (…) Los muros entre pueblos son un atentado a la humanidad; no protegen, enfrentan; no unen, dividen (…) van en contra de la historia de la humanidad;  mutilan la ciencia y el conocimiento; encienden el odio a la diferencia; ahogan la libertad”.
Trump acaba de consumar una nueva agresión contra Cuba y contra toda Nuestra América, lo cual supone un enorme desafío para la región. Ante este escenario, es necesario desplegar, una vez más, la solidaridad con Cuba, con Venezuela, con México y con todos los pueblos atacados por este tipo de discursos xenófobos y por estas iniciativas injerencistas, unilateralistas y militaristas que amenazan nuestra integridad y la autonomía.

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