¿Donald ‘El Breve’?
La sombra del ‘impeachment’
acecha a Trump y vuelve a emerger la figura del vicepresidente Mike
Pence. Políticos y analistas exploran también otras vías para deshacerse
del presidente de EE.UU.
Donald Trump durante la conmemoración del 136 aniversario de la Coast Guard Academy. Connecticut, mayo de 2017.
Nueva York |
24 de
Mayo de
2017
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Donald Trump, maestro propagador de ondas expansivas, se lo ha buscado. Al esperpento
que rodeó el cese del director del FBI, James Comey, le han seguido la
previsible cascada de filtraciones comprometedoras y el anuncio de que
el propio Comey –también aficionado a la fanfarria mediática–
comparecerá públicamente ante el Congreso en las próximas semanas. Hasta
el correveidile asistente del ministro de Justicia, señalado en primer
término por la Casa Blanca como artífice del despido de Comey, quiso
resarcir su maltrecha reputación de independencia política al nombrar la
semana pasada a un fiscal especial para la investigación de la posible
connivencia entre la campaña electoral de Trump y agentes rusos, la
misma que investigaba Comey hasta su despido. “Respeto la decisión”,
declaró entre dientes Trump, antes de autoproclamarse víctima de una
“caza de brujas sin precedentes”. Y con eso se subió al avión
presidencial para su primer viaje en misión diplomática, que consistirá
en cerrar la venta millonaria de un arsenal de armas para que Arabia
Saudí siga aniquilando yemeníes y reiterar el apoyo al apartheid del Israel de Netanyahu. (“Los muros funcionan… ¡Pregúntenselo a Israel!”).
Trump deja en casa una tormenta perfecta, que ha
situado la eventualidad del juicio político en el alero: varios
congresistas republicanos han especulado en público sobre la posibilidad
de juzgar a Trump por “obstrucción a la justicia”, la misma supuesta
ofensa que llevó al impeachment a Bill Clinton y forzó la dimisión de Richard Nixon antes de ser juzgado por las escuchas ilegales del Watergate. El
senador y excandidato presidencial John McCain, némesis de Trump en el
partido, no dudó en comparar el escándalo que se llevó por delante a
Nixon con la crisis que desborda ahora a Trump: “Esta película ya la
hemos visto”, señaló, sibilino y circunspecto, en una cena del Instituto
Nacional Republicano, convenientemente cubierta por el periódico local
del Estado de McCain. “Esto alcanza el tamaño y la escala del Watergate”.
Dada la supermayoría conservadora en ambas cámaras, harían falta una veintena de deserciones republicanas en la Cámara de Representantes para que un hipotético juicio político se admitiera a trámite
Surgen pues las primeras fisuras en las filas republicanas. Para llegar al impeachment,
sin embargo, estas tendrían que alcanzar el tamaño de falla tectónica.
Dada la supermayoría conservadora en ambas cámaras, harían falta una
veintena de deserciones republicanas en la Cámara de Representantes para
que un hipotético juicio político se admitiera a trámite y pasara al
Senado. Una vez en este, serían necesarios dos tercios de los votos para
declarar culpable al presidente y destituirlo. Se trata, por tanto, de
un proceso político, y el que se active o no responderá al cálculo
electoral de los republicanos. Con las elecciones legislativas de mitad
de mandato a año y medio vista, solo la perspectiva de un cataclismo
electoral podría llevar a un número suficiente de republicanos a
sacrificar a Trump para salvar su propia reelección. Pero algo se está
moviendo, y algunos pronostican ya un “baño de sangre” republicano: el
influyente bloguero conservador Erick Erickson reclamaba
en pleno escándalo a los republicanos que dejen de defender “como actos
reflejo” a Trump de las “heridas que se autoinflige. Estando Mike Pence
en la rampa de despegue, no le necesitan”.
Con sus hechuras de Robocop y su porte de monaguillo,
Pence es la baza del movimiento conservador. Su nominación como
vicepresidente supuso una concesión al ala más radical del partido, que
sospechaba de Trump cuando este lanzó su candidatura. Donde Trump era un
farandulero casado tres veces, sin experiencia política y que hablaba
–gobernar es otra cosa– de proteger las pensiones y el acceso sanitario,
Pence aparecía como el alumno aventajado del reaganismo, versión Tea
Party: con una década de experiencia en el Congreso a sus espaldas y
cuatro años como gobernador de Indiana, presenta un pedigrí inmaculado
para la derecha, y terrorífico para la izquierda.
“Soy cristiano, conservador y republicano; por ese
orden”. Así se ha definido Pence siempre que ha tenido la ocasión. Su
historial como legislador en Washington y al frente del gobierno de
Indiana no deja lugar a dudas. Campeón de la austeridad fiscal y los
recortes sociales, el vicepresidente se ha opuesto con fervor al
matrimonio gay y a las leyes contra la discriminación de género. Ha
defendido la dureza extrema en la “lucha contra el crimen”, que en
Estados Unidos sirve de subterfugio para la encarcelación masiva de
negros y otras minorías. A Pence le gusta ponerse el disfraz de último
mohicano de la reacción: ha sido punta de lanza de la criminalización
del consumo de drogas, incluida la marihuana, en un periodo en el que la
mayoría del país avanzaba hacia la despenalización o la legalización.
Su ley antiaborto en Indiana prohibía los abortos por anomalía genética,
y obligaba a las mujeres que abortasen –voluntaria o involuntariamente–
a pagar por el entierro o cremación de los restos del feto. Cuando el
Tribunal Supremo ratificó la reforma sanitaria de Obama, Pence comparó
el fallo con los atentados del 11-S.
Ante la proliferación de polémicas, escándalos y
filtraciones, cunde el desánimo entre los republicanos, que ven
obstruida la agenda de reformas que esperaban aprobar con la mayoría
legislativa de que gozan. Tras un primer fracaso estrepitoso, lograron
aprobar en la Cámara de Representantes la contrarreforma sanitaria que
tumba la ley de Obama, pero el camino de la ley al Senado se ha visto
entorpecido por el affaire Comey. Lo mismo sucede con la
reforma fiscal, o la renegociación del acuerdo comercial con Canadá y
México, que tampoco han avanzado apenas. La idea del equipo de Trump de
atraer apoyos demócratas para un plan de renovación de infraestructuras
parece ahora una quimera.
El tumulto y la inacción política han hecho saltar las
alarmas en la sala de máquinas más ilustre de la derecha
estadounidense: el despacho del consultor Karl Rove. Artífice de las
mayorías de George W. Bush en los 2000, Rove es el estratega que mejor
conoce el ecosistema republicano, y su capacidad de imponer su proyecto
político. El miércoles publicaba un artículo en el Wall Street Journal
en el que ponía a Trump sobre aviso: los republicanos le apoyaron para
que aprobase un paquete de medidas. “Si Trump no reconoce que es la
causa del descontrol, se arriesga a desgastar aún más sus índices de
aprobación, que rondan el 40%. Esto purgará su poder, dificultará su
capacidad de imponer su agenda, y le convertirá en un presidente sin
futuro político mucho antes de lo previsto”.
al alimentar la discusión legalista y técnica de un impeachment para el que no tienen votos suficientes, los demócratas corren el riesgo de hacer dejación de la oposición política
La proliferación de escándalos en torno a la
presidencia de Trump está ahogando el espacio para la política,
reduciéndola a un juego de intrigas cortesanas. Pero las fuerzas
progresistas se equivocarían si creen que solo pueden beneficiarse de la
deriva caótica de las últimas semanas. La vorágine ha empantanado –sí–
las posibilidades de avance de los republicanos en su agenda inmediata.
Pero hay otra cara de esa misma moneda: al alimentar la discusión
legalista y técnica de la posibilidad de un impeachment para el
que no tienen votos suficientes, los demócratas corren el riesgo de
hacer dejación de la oposición política y el planteamiento de
alternativas más allá del rechazo a Trump. Un claro ejemplo fue la
oportunidad perdida en torno a la sanidad. Cuando los republicanos
fracasaron en su primer intento de derogar la ley de Obama, algunos,
como Bernie Sanders, se apresuraron a mover ficha para presentar
propuestas de sanidad universal. La propuesta republicana hubiera dejado
a 24 millones de personas sin asistencia sanitaria. La de Sanders
ampliaría la cobertura hasta los 28 millones que no la tienen bajo el
plan de Obama. El aparato del partido se apresuró a enfriar el plan, y
varios de sus líderes dejaron claro que no había gustado la “osadía” de
Sanders. Pocas semanas después, los republicanos lograban aprobar en la
Cámara de Representantes otra versión de su contrarreforma sanitaria.
Ceder la iniciativa política no es el único riesgo de
esta estrategia. El énfasis casi absoluto en Trump y sus problemas de
liderazgo y legitimidad ofrece a los republicanos otro salvavidas: Mike
Pence.
La nominación de Pence para la vicepresidencia fue el
aval con el que Trump compró el voto de la derecha republicana. ¿Se lo
terminarán cobrando? La posibilidad no resulta inverosímil, sobre todo
si sigue avanzando la lógica del desgaste de Trump a la marca
republicana propulsada por voces como la de Erickson o Rove. La vía del impeachment
no es la única que se plantean para deshacerse de Trump. Algunos, como
Erickson, alientan a Trump a que dimita, para limitar los daños al
partido. Otros abogan por recurrir al artículo 25 de la Constitución,
que permite defenestrar al presidente por “incapacidad”. Las tres
opciones tienen un denominador común: ungirían a Pence como presidente.
Para los republicanos, ese escenario tendría la virtud de salvar los
muebles y eliminar los roces innecesarios del estilo de gobierno de
Trump.
Pence es, al fin y al cabo, uno de los suyos,
conocedor del funcionamiento de las diferentes corrientes ideológicas en
el partido y lo suficientemente disciplinado como para evitar abrir
crisis constantes a golpe de tuit. Su figura tiene más de consenso
interno que la de Trump, que hizo una opa hostil al partido y ganó. Con
Pence, sueñan algunos, podría engrasarse la maquinaria de la mayoría
legislativa, y aplicar las ansiadas reformas a golpe de rodillo
parlamentario.
No ser Trump es un proyecto político insuficiente, poco atractivo, e
irresponsable. A los demócratas ya les salió mal en campaña. Le sirve en
bandeja al presidente la escapatoria del victimismo, y a su partido la
de liquidar a Trump dejando intacto su proyecto político. Con un
presidente tocado y un partido republicano dividido e incapaz de hacer
valer sus mayorías, toca hacer oposición política.