Por Leandro
Morgenfeld
Cambio, publicación quincenal de la izquierda popular
Año 4, Número 56, pp. 8-9, 2 al 14 de marzo de 2017
Las primeras semanas del magnate en la Casa Blanca fueron tumultuosas ya
que mantuvo y profundizó su estilo revulsivo, provocando todo tipo de polémicas
en un Estados Unidos que expone como nunca antes las grietas que atraviesan a
su sociedad.
En sus primeros días Trump
hizo lo imposible para mostrarse como un presidente poderoso, dispuesto a ir
contra todos (el establishment de Washington) y a cumplir rápidamente (vía “órdenes
ejecutivas”, o sea decretos) sus promesas de campaña, incluso las más
polémicas: fin del Obamacare,
construcción inmediata del muro físico en la frontera con México, salida del
Acuerdo Transpacífico (TPP), aceleración de las políticas de deportaciones de
inmigrantes indocumentados (y suspensión de fondos federales a las “ciudades
santuario” que decidieran protegerlos, como New York, Los Ángeles o Chicago).
Al mismo tiempo formó un gabinete con su impronta, plagado de CEOs, militares,
hombres propios (como Steve Bannon, líder de la Alt-Right y su más influyente consejero, y su yerno Jared Kushner)
y también algunos representantes del Partido Republicano (Rence Priebus, su
jefe de Gabinete).
Ese Trump aparentemente
arrollador encontró en las últimas semanas límites a su poder. En parte, eso se
debe a los múltiples conflictos que él mismo alentó y a su estrategia de
exacerbar las contradicciones. En primer lugar, desde el momento mismo de su
asunción se multiplicaron las marchas callejeras, que alcanzaron su punto más
alto el 21 de enero, cuando millones de personas, especialmente mujeres, se
movilizaron contra su misoginia. También fueron importantísimas las realizadas
en los aeropuertos y ciudades de todo el país contra el decreto que suspendió
el ingreso de refugiados y las visas a ciudadanos de siete países con mayoría
musulmana. Justamente esa polémica iniciativa lo llevó a su primer gran
enfrentamiento con la Justicia, que trabó esa iniciativa. Trump atacó primero a
los jueces, pero finalmente desistió de apelar a la Corte Suprema. Profundizó
en estos días el enfrentamiento con los principales medios periódicos y canales
de noticias –su primera conferencia de prensa terminó en un escándalo- y no
dudó en calificarlos como enemigos del pueblo americano. Además crece la oposición
de los demócratas en el Congreso –la línea acuerdista debió ceder a los que,
presionados por las bases, quieren una oposición dura contra el magnate- y se
ahondó el enfrentamiento con los servicios de inteligencia, por el affaire
Rusia.
La primera víctima fue
nada menos que Michael Flynn, a cargo de la poderosa NSA. Tampoco pudo
ratificar al secretario de Trabajo –debió cambiarlo- y sufrió para lograr el
acuerdo del Senado para Betsy Devos, la secretaria de Educación –tras un empate
50-50, por primera vez en la historia se requirió el voto del vicepresidente
Mike Pence para ratificar a un miembro del gabinete-.
Esos múltiples frentes de
conflicto interno, sumados a la extrema polarización, a las internas en su
equipo y a su bajísimo índice de aprobación, obligan a pensar en la posibilidad
de que avancen distintas iniciativas para forzar un impeachment, aun cuando este requeriría el apoyo de un sector del
Partido Republicano, que por ahora parece encolumnado tras el presidente y con
temor a ponerle límites, salvo en el caso de algunas figuras influyentes como
la del senador John McCain. El apoyo lo encuentra en la base ultraconservadora
–el viernes 24 de febrero compareció en la Conferencia de la Acción Política
Conservadora, donde lo aclamaron a él y al polémico Bannon-, y en Wall Street,
no sólo por el nombramiento de un ex Goldman
Sachs al frente de la Secretaría del Tesoro, sino por las desregulaciones,
las rebajas de impuestos a los más ricos y la reactivación del proyecto de
construcción de los oleoductos de Keystone
XL y Dakota Access, este último
suspendido por Obama tras meses de lucha de ambientalistas y pueblos
originarios.
¿Aislacionismo?
En el plano de la política
exterior, también hubo novedades y múltiples escándalos por el (des)trato a los
mandatarios de México y Australia. Contra lo que muchos auguraban, Trump ya
mostró que no va a ser aislacionista: nombró a diversos militares en su
gabinete y aumentó 9% el presupuesto militar (54 mil millones de dólares),
reivindicó a las Fuerzas Armadas cada vez que pudo, atacó a China vía Twitter, bombardeó Yemen el 29 de enero,
impulsa el expansionismo de los asentamientos ilegales en territorio palestino,
recibió al ultraderechista Netanyahu, quien pone en duda la solución de los dos
Estados, amenazó a Irán y agredió a Venezuela incluyendo al vicepresidente de
Maduro en la lista de promotores del narcotráfico y recibiendo en la Casa
Blanca a la esposa de Leopoldo López, incluso antes que a cualquier mandatario
regional. Más que reducir el intervencionismo a escala global, Trump pretende
reimponer el unilateralismo, en detrimento del multilateralismo y de una
conducción imperial más colegiada. Como sus antecesores, sigue pregonando el
excepcionalísimo y la idea de que los estadounidenses son un pueblo elegido,
diferentes al resto.
Promovió la distención con
Rusia, para enfrentar a China. Menospreció a la Unión Europea y calificó a la
OTAN como una alianza obsoleta, aunque luego el vice Pence, en gira europea,
matizó estas consideraciones. Su lema, America
First, significaría que no está más dispuesto a pagar los costes de ser el
gendarme planetario. Si Europa y Japón quieren la “protección” militar
estadounidense, argumenta Trump, que paguen por ello. Esto podría implicar una
renegociación del vínculo con sus aliados.
América Latina fue blanco
de ataques durante la campaña y lo sigue siendo ahora. Trump utiliza a los
hispanos como chivo expiatorio y los humilla para acumular políticamente.
México es el gran perjudicado, desde el punto de vista económico y político. La
nueva Administración también intenta revertir la distensión con Cuba iniciada
hace dos años por Obama. En los últimos días la presión fue contra el gobierno
venezolano. Para atacar a los países no alineados, Trump busca subordinar a los
gobiernos neoliberales que quedaron descolocados por su prédica proteccionista.
Si Peña Nieto y Temer no pueden cumplir hoy cabalmente el rol de alfiles de
Washington, los candidatos son Santos –ahora complicado por el escándalo de
Odebrecht-, Kuczynski y Macri. El peruano fue recibido el viernes pasado en la
Casa Blanca y Macri negoció y logró una escueta llamada telefónica de Trump
unos días antes. Allí el argentino se mostró dispuesto a seguir al pie de la
letra la agenda de Washington. No planteó ni solidaridad con México ni reclamó
por la negativa al ingreso de limones al mercado estadounidense. La única
preocupación del mandatario argentino era lograr que Trump lo reciba en Washington,
cuestión que ocurriría entre abril y junio.
Como planteó Malcorra, quieren aprovechar las dificultades de México y
Brasil para que Macri se transforme en el interlocutor regional de Trump.
Así, reeditando la postura
subordinada de Menem, el líder del PRO es funcional a la estrategia de “divide
y reinarás”, que históricamente impulsó Estados Unidos en América Latina. El
problema es que Trump cuestiona los tratados de libre comercio que Macri sigue
promoviendo. Y que, a diferencia de lo que ocurrió con Obama, el acercamiento a
alguien que provoca tanto rechazo entre los latinoamericanos va a generarle un
costo político no menor en un año electoral.
Por Leandro
Morgenfeld. Docente UBA e Investigador Adjunto del IDEHESI-CONICET. Co-Coordinador
del GT CLACSO “Estudios sobre Estados Unidos”. Dirige el sitio www.vecinosenconflicto.com.
Esta
nota fue enviada por el autor como colaboración para Cambio.
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