Y ahora, ¿quién podrá defendernos?
2016 parecía ser un
año de ensueño para los sectores liberales en América Latina. Pero todo cuento
necesita un villano.
NuSo
Mientras que el consenso sobre libre comercio
y la globalización en Occidente se hunde como el Titanic, los gobiernos
liberales de América Latina se han transformado en la orquesta del
mítico buque transatlántico. Desorientados por un escenario inesperado,
resta ver si terminan en los botes salvavidas que se arrojan desde China
o si la negativa a recalibrar sus modelos de inserción económica y sus
alianzas externas los terminarán de hundir en lo profundo del océano.
Como si fuera un cuento de hadas, 2016 parecía ser un año de ensueño para los sectores liberales en América Latina. La llegada al gobierno de Pedro Pablo Kukzynski en Perú, Michel Temer en Brasil y Mauricio Macri en Argentina y el declive de los gobiernos de izquierda parecían poner fin a la larga pesadilla populista. Atrás quedarían años de proteccionismo económico, posturas críticas en los regímenes multilaterales y una visión de la globalización como una fuente de hostilidad más que de oportunidades. Al igual que en los primeros años de la década de 1990, la apertura económica, la inversión externa y los mercados de capitales volverían a hegemonizar las estrategias de inserción internacional en la región.
Pero todo cuento necesita de un villano. El Brexit en junio de 2016 y el auge de los movimientos nacionalistas de extrema derecha en Europa escribirían los primeros momentos dramáticos de la historia. Y luego Donald J. Trump –con sus proclamas nacionalistas, proteccionistas y antiglobalistas– terminaba por erigirse en el malo que viene a robarse el sueño liberal de una América Latina abierta e integrada al mundo.
Lo particular es que, a pesar del golpe que significa para la mayoría de los países de América Latina la llegada de Trump a la Presidencia de Estados Unidos, los gobiernos de la región no reaccionaron de la misma forma y tampoco parecen capaces de implementar mecanismos de acción conjunta frente a un escenario internacional que les resulta adverso y que los empuja, si no a cambiar la naturaleza de su estrategia de vinculación externa, al menos a reconsiderar los socios extrarregionales para llevarla a cabo.
Que la reacción frente a la victoria de Trump haya sido heterogénea se debe, principalmente, a las diferencias –en materia económica, política e ideológica– que subyacen en la región y a las tensiones que prevalecen incluso entre quienes se verían más afectados por las medidas proteccionistas.
En el caso de los países del eje bolivariano, las propuestas xenófobas y un posible retroceso de los acuerdos entre Estados Unidos y Cuba fueron la principal fuente de rechazo a la nueva administración republicana. Sin embargo, la impugnación al accionar del Imperio por parte de Bolivia, Ecuador o Venezuela no tiene la misma vehemencia de otras épocas. En parte, por la prioridad que tienen hoy los asuntos domésticos en estos países pero, sobre todo, por la expectativa de que el proteccionismo y el posible retraimiento de la potencia hegemónica redunden en un menor intervencionismo y en un incremento del sentimiento antinorteamericano en América Latina.
Entre los gobiernos que promueven las agendas de libre comercio y mantienen un estrecho vínculo con Estados Unidos –en especial, los países de la Alianza del Pacífico, junto con Argentina y Brasil–, el escenario resulta mucho más complejo. A pesar de coincidir en el diagnóstico de un panorama internacional más sombrío y de convocar a Sudamérica a unirse contra el proteccionismo que impulsa Trump, ninguno de los gobiernos liberales de la región impulsa una marcada contraposición con su principal aliado en la región. Incluso algunos, como el caso de Temer en Brasil, manifestaron que las tensiones entre Estados Unidos y México podrían llevar a Washington a privilegiar las relaciones con el resto de América Latina en general, y con Brasilia en particular.
El caso de México –uno de los principales blancos del nuevo gobierno norteamericano– resulta tal vez el ejemplo más ilustrativo: desde la victoria de Trump en noviembre –e incluso desde antes de las elecciones–, el gobierno de Enrique Peña Nieto intentó evitar cualquier confrontación con el magnate neoyorquino, aun cuando este anunciaba sus intenciones de ampliar un muro en la frontera y renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Solo cuando la presión interna se hizo insostenible, el gobierno priista endureció su posición frente a los embates de la Casa Blanca.
Ahora bien, ¿cómo se pueden entender estas ambivalencias entre gobiernos «promercado» que colocan el «populismo proteccionista» como su principal amenaza? Aunque suene paradójico, las pulsiones por lograr o mantener una relación privilegiada con Estados Unidos y, al mismo tiempo, sostener un modelo de inserción internacional basado en la liberalización del comercio se han transformado hoy en un jardin de senderos que se bifurcan. Frente a esta encrucijada, los gobiernos liberales se están viendo obligados a recalcular su política exterior y estrechar lazos con países como China, que hoy se ha transformado en paladín del libre comercio y la globalización. Pero ello suscita otro interrogante: ¿están estos países dispuestos a resignar su vínculo privilegiado con Washington a efectos de mantener su pretendida integración al mundo?
En este marco, hay países que desde hace tiempo parecen concebir que los vínculos con Estados Unidos y China no son necesariamente un juego de suma cero. Chile y Perú, por caso, cuentan con tratados de libre comercio (TLC) con Estados Unidos, permiten el emplazamiento de bases militares estadounidenses en su territorio y se plegaron a la estrategia norteamericana en Asia-Pacífico contra China a través del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP). Sin embargo, eso no les ha impedido firmar su propio TLC con Beijing o, luego de la defección norteamericana, coquetear con la posibilidad de un nuevo TPP liderado por China.
Para países como Argentina y Brasil, sin embargo, el equilibrio parece ser un poco más difícil. Si bien la canciller argentina Susana Malcorra destacó en la última reunión del Foro de Davos «el énfasis de China en promover un mundo abierto, integrado, interconectado, con mucho comercio», en el imaginario del gobierno macrista el vínculo con China sigue siendo subvalorado en relación con el que se pretende tener con Washington. En un sentido similar, el gobierno de Temer reeditaría la tradición americanista de Itamaraty y, aun con la victoria de Trump, seguiría colocando el vínculo con Estados Unidos como una prioridad de la política exterior. Lo paradójico en el caso particular de estos gobiernos es que ambos asumieron proclamando la necesidad de implementar –a diferencia de las anteriores gestiones– una política exterior más pragmática y menos ideologizada y hoy parecen estar encapsulados en una posición que atenta contra su propia retórica.
En este sentido, estas reacciones heterogéneas –e incluso, contradictorias– revelan que la política exterior no es un campo que pueda racionalizarse al extremo de volverlo exento de cargas valorativas, tensiones y disputas. La política exterior es el resultado de los movimientos del sistema internacional y, como cualquier política pública, de negociaciones dentro de un Estado y apreciaciones cargadas de subjetividad. Por ello es que cuando se proclama una integración al mundo de manera «desideologizada» lo que se está construyendo, en realidad, es un artificio puramente ideológico: más que un mundo en un sentido abstracto, universal, en el que no se distinguen Estados ni se establecen jerarquías, ese mundo imaginado se refiere a un segmento particular de Estados que son privilegiados en detrimento de otros.
El segundo punto destacable que suscita la llegada de Trump a la Casa Blanca se vincula a la coordinación de políticas comunes en la región. En este sentido, frente a un mundo que parece cerrarse cada día más, la lógica indica que los países con una estrategia aperturista deberían poder activar mecanismos de acción conjunta.
Si repasamos la historia reciente, la articulación de posiciones comunes frente a coyunturas críticas dentro de los confines de la región cuenta con un importante acervo en América Latina1. Sin embargo, por distintas razones, la articulación de una voz común frente a conflictos o situaciones más allá de las fronteras regionales ha resultado siempre más dificultosa. El último caso de este tipo se produjo en octubre de 2008, cuando Argentina y Brasil convocaron a una reunión de emergencia del Mercosur con el propósito de acordar posiciones y líneas de acción comunes ante la recién desatada crisis económica internacional.
En el actual escenario, la unificación de posturas comunes, al menos hasta ahora, parece brillar por su ausencia. Si bien en la última cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) los países latinoamericanos y caribeños dejaron asentada su preocupación por el proteccionismo, la estigmatización de los migrantes y por el posible retroceso de los acuerdos Cuba-Estados Unidos, la declaración conjunta es más una manifestación de deseos que la articulación de una política unificada.
Ya pensando en una eventual articulación, los presidentes de Perú y Colombia propusieron en un reciente encuentro bilateral la realización de una «cumbre virtual» de la Alianza de Pacífico, antes de la cumbre presencial programada para julio. Más allá de que se realice o no dicho cónclave, los países del Pacífico –e incluso los del Mercosur– deberán enfrentarse con un límite autoinducido: a lo largo del último año, los gobiernos liberales se dedicaron a promover un modelo de regionalismo centrado en agendas comerciales y económicas, orientado fundamentalmente a vincularse a los mercados globales más que a consolidar los lazos regionales. El problema es que, frente a una dinámica global que parece relegar a quienes promueven una apertura indiscriminada de las economías, compartir estrategias de inserción similares no decanta necesariamente en una coordinación de posiciones. Para lograr eso, es necesaria una voluntad política que se traduzca en instrumentos e instancias regionales en los que el componente político asuma un espacio central.
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1.La Organización de Estados Americanos
(OEA), el Grupo Contadora, el Grupo de Apoyo a Contadora, el Grupo de
Río o más recientemente, la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y
el Mercado Común del Sur (Mercosur), han sido foros desde los que se han
abordado conjuntamente distintas crisis regionales.
Como si fuera un cuento de hadas, 2016 parecía ser un año de ensueño para los sectores liberales en América Latina. La llegada al gobierno de Pedro Pablo Kukzynski en Perú, Michel Temer en Brasil y Mauricio Macri en Argentina y el declive de los gobiernos de izquierda parecían poner fin a la larga pesadilla populista. Atrás quedarían años de proteccionismo económico, posturas críticas en los regímenes multilaterales y una visión de la globalización como una fuente de hostilidad más que de oportunidades. Al igual que en los primeros años de la década de 1990, la apertura económica, la inversión externa y los mercados de capitales volverían a hegemonizar las estrategias de inserción internacional en la región.
Pero todo cuento necesita de un villano. El Brexit en junio de 2016 y el auge de los movimientos nacionalistas de extrema derecha en Europa escribirían los primeros momentos dramáticos de la historia. Y luego Donald J. Trump –con sus proclamas nacionalistas, proteccionistas y antiglobalistas– terminaba por erigirse en el malo que viene a robarse el sueño liberal de una América Latina abierta e integrada al mundo.
Lo particular es que, a pesar del golpe que significa para la mayoría de los países de América Latina la llegada de Trump a la Presidencia de Estados Unidos, los gobiernos de la región no reaccionaron de la misma forma y tampoco parecen capaces de implementar mecanismos de acción conjunta frente a un escenario internacional que les resulta adverso y que los empuja, si no a cambiar la naturaleza de su estrategia de vinculación externa, al menos a reconsiderar los socios extrarregionales para llevarla a cabo.
Que la reacción frente a la victoria de Trump haya sido heterogénea se debe, principalmente, a las diferencias –en materia económica, política e ideológica– que subyacen en la región y a las tensiones que prevalecen incluso entre quienes se verían más afectados por las medidas proteccionistas.
En el caso de los países del eje bolivariano, las propuestas xenófobas y un posible retroceso de los acuerdos entre Estados Unidos y Cuba fueron la principal fuente de rechazo a la nueva administración republicana. Sin embargo, la impugnación al accionar del Imperio por parte de Bolivia, Ecuador o Venezuela no tiene la misma vehemencia de otras épocas. En parte, por la prioridad que tienen hoy los asuntos domésticos en estos países pero, sobre todo, por la expectativa de que el proteccionismo y el posible retraimiento de la potencia hegemónica redunden en un menor intervencionismo y en un incremento del sentimiento antinorteamericano en América Latina.
Entre los gobiernos que promueven las agendas de libre comercio y mantienen un estrecho vínculo con Estados Unidos –en especial, los países de la Alianza del Pacífico, junto con Argentina y Brasil–, el escenario resulta mucho más complejo. A pesar de coincidir en el diagnóstico de un panorama internacional más sombrío y de convocar a Sudamérica a unirse contra el proteccionismo que impulsa Trump, ninguno de los gobiernos liberales de la región impulsa una marcada contraposición con su principal aliado en la región. Incluso algunos, como el caso de Temer en Brasil, manifestaron que las tensiones entre Estados Unidos y México podrían llevar a Washington a privilegiar las relaciones con el resto de América Latina en general, y con Brasilia en particular.
El caso de México –uno de los principales blancos del nuevo gobierno norteamericano– resulta tal vez el ejemplo más ilustrativo: desde la victoria de Trump en noviembre –e incluso desde antes de las elecciones–, el gobierno de Enrique Peña Nieto intentó evitar cualquier confrontación con el magnate neoyorquino, aun cuando este anunciaba sus intenciones de ampliar un muro en la frontera y renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Solo cuando la presión interna se hizo insostenible, el gobierno priista endureció su posición frente a los embates de la Casa Blanca.
Ahora bien, ¿cómo se pueden entender estas ambivalencias entre gobiernos «promercado» que colocan el «populismo proteccionista» como su principal amenaza? Aunque suene paradójico, las pulsiones por lograr o mantener una relación privilegiada con Estados Unidos y, al mismo tiempo, sostener un modelo de inserción internacional basado en la liberalización del comercio se han transformado hoy en un jardin de senderos que se bifurcan. Frente a esta encrucijada, los gobiernos liberales se están viendo obligados a recalcular su política exterior y estrechar lazos con países como China, que hoy se ha transformado en paladín del libre comercio y la globalización. Pero ello suscita otro interrogante: ¿están estos países dispuestos a resignar su vínculo privilegiado con Washington a efectos de mantener su pretendida integración al mundo?
En este marco, hay países que desde hace tiempo parecen concebir que los vínculos con Estados Unidos y China no son necesariamente un juego de suma cero. Chile y Perú, por caso, cuentan con tratados de libre comercio (TLC) con Estados Unidos, permiten el emplazamiento de bases militares estadounidenses en su territorio y se plegaron a la estrategia norteamericana en Asia-Pacífico contra China a través del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP). Sin embargo, eso no les ha impedido firmar su propio TLC con Beijing o, luego de la defección norteamericana, coquetear con la posibilidad de un nuevo TPP liderado por China.
Para países como Argentina y Brasil, sin embargo, el equilibrio parece ser un poco más difícil. Si bien la canciller argentina Susana Malcorra destacó en la última reunión del Foro de Davos «el énfasis de China en promover un mundo abierto, integrado, interconectado, con mucho comercio», en el imaginario del gobierno macrista el vínculo con China sigue siendo subvalorado en relación con el que se pretende tener con Washington. En un sentido similar, el gobierno de Temer reeditaría la tradición americanista de Itamaraty y, aun con la victoria de Trump, seguiría colocando el vínculo con Estados Unidos como una prioridad de la política exterior. Lo paradójico en el caso particular de estos gobiernos es que ambos asumieron proclamando la necesidad de implementar –a diferencia de las anteriores gestiones– una política exterior más pragmática y menos ideologizada y hoy parecen estar encapsulados en una posición que atenta contra su propia retórica.
En este sentido, estas reacciones heterogéneas –e incluso, contradictorias– revelan que la política exterior no es un campo que pueda racionalizarse al extremo de volverlo exento de cargas valorativas, tensiones y disputas. La política exterior es el resultado de los movimientos del sistema internacional y, como cualquier política pública, de negociaciones dentro de un Estado y apreciaciones cargadas de subjetividad. Por ello es que cuando se proclama una integración al mundo de manera «desideologizada» lo que se está construyendo, en realidad, es un artificio puramente ideológico: más que un mundo en un sentido abstracto, universal, en el que no se distinguen Estados ni se establecen jerarquías, ese mundo imaginado se refiere a un segmento particular de Estados que son privilegiados en detrimento de otros.
El segundo punto destacable que suscita la llegada de Trump a la Casa Blanca se vincula a la coordinación de políticas comunes en la región. En este sentido, frente a un mundo que parece cerrarse cada día más, la lógica indica que los países con una estrategia aperturista deberían poder activar mecanismos de acción conjunta.
Si repasamos la historia reciente, la articulación de posiciones comunes frente a coyunturas críticas dentro de los confines de la región cuenta con un importante acervo en América Latina1. Sin embargo, por distintas razones, la articulación de una voz común frente a conflictos o situaciones más allá de las fronteras regionales ha resultado siempre más dificultosa. El último caso de este tipo se produjo en octubre de 2008, cuando Argentina y Brasil convocaron a una reunión de emergencia del Mercosur con el propósito de acordar posiciones y líneas de acción comunes ante la recién desatada crisis económica internacional.
En el actual escenario, la unificación de posturas comunes, al menos hasta ahora, parece brillar por su ausencia. Si bien en la última cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) los países latinoamericanos y caribeños dejaron asentada su preocupación por el proteccionismo, la estigmatización de los migrantes y por el posible retroceso de los acuerdos Cuba-Estados Unidos, la declaración conjunta es más una manifestación de deseos que la articulación de una política unificada.
Ya pensando en una eventual articulación, los presidentes de Perú y Colombia propusieron en un reciente encuentro bilateral la realización de una «cumbre virtual» de la Alianza de Pacífico, antes de la cumbre presencial programada para julio. Más allá de que se realice o no dicho cónclave, los países del Pacífico –e incluso los del Mercosur– deberán enfrentarse con un límite autoinducido: a lo largo del último año, los gobiernos liberales se dedicaron a promover un modelo de regionalismo centrado en agendas comerciales y económicas, orientado fundamentalmente a vincularse a los mercados globales más que a consolidar los lazos regionales. El problema es que, frente a una dinámica global que parece relegar a quienes promueven una apertura indiscriminada de las economías, compartir estrategias de inserción similares no decanta necesariamente en una coordinación de posiciones. Para lograr eso, es necesaria una voluntad política que se traduzca en instrumentos e instancias regionales en los que el componente político asuma un espacio central.
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