LOS ENIGMAS DEL HALCÓN
Al margen de su discurso misógino, xenófobo y racista, el nuevo presidente de los Estados Unidos ganó por haber logrado interpelar a la clase trabajadora que hace años sufre los embates del neoliberalismo. Su gabinete, fuertemente militarista e integrado por millonarios como él, genera más dudas que certezas en cuanto al rumbo que tomará su gobierno. El mundo, a la expectativa.
Lunes 26 de diciembre de 2016 | 11:51 AM
Por Telma Luzzani. El año 2016 va a quedar en la memoria de las fuerzas restauradoras como un año de victorias. En los dos países más importantes de América del Sur, la Argentina y Brasil, los sectores reaccionarios se propusieron desmantelar los logros de más de una década de progresismo. En el caso de Brasil fue a través de la destitución forzada e ilegal de su presidenta Dilma Rousseff. En el argentino, a través de las urnas, aunque Mauricio Macri ganó por un margen estrecho. En el mundo anglosajón el terremoto no fue menor. El 23 de junio, la mayoría de los británicos votó abandonar la Unión Europea después de 43 años, en un referéndum que precipitó la caída del gobierno conservador de David Cameron. Y cinco meses después, en las elecciones presidenciales de Estados Unidos triunfó, contra todo pronóstico, el magnate Donald Trump, un recién llegado a la política que no sólo tuvo que derrotar a su rival tradicional –el oficialista Partido Demócrata– sino que tuvo que luchar contra el propio establishment de su Partido Republicano. Ambos casos tuvieron ciertas particularidades. Primero, que el margen entre ambas opciones fue estrecho, lo que demostró la polarización en la que se encuentran esas sociedades. Segundo, expresan el deseo de un cambio de época, de un repliegue proteccionista. Tercero, quienes no eligieron esas opciones perciben la situación como el inicio de un tiempo de catástrofes. Y quizá lo sea.
El caso de Estados Unidos, por ser la más grande potencia global dominante de la historia, afectará y marcará los rumbos políticos, económicos y culturales de casi todo el planeta. Pero, ¿por qué sucedió? ¿Qué es lo que puede pasar?
LA CAÍDA DE LOS MITOS
Cuando se analiza el mapa de los votantes, se observa que Donald Trump triunfó gracias a un voto antisistema, un voto bronca que refleja el enojo, la frustración y la ansiedad de gran parte de los trabajadores estadounidenses blancos. Varios expertos, como el economista ecuatoriano Pedro Páez Pérez, van aún más lejos y aseguran que tanto el Brexit como las elecciones de EE.UU. son la expresión de sociedades maltratadas por el neoliberalismo que buscan una salida a su situación. “El cordón industrial, que fue el corazón del poderío económico, político y militar de Estados Unidos, ahora es un collar de pueblos fantasma. La gente lo llama, con ironía, el cordón oxidado”, explica. En el mismo sentido opina el sociólogo estadounidense James Petras: “La victoria de Trump es un rechazo a las desigualdades que crecieron durante el régimen de Barack Obama”. Para los llamados WASP (blancos, anglosajones y protestantes), los empleos están cada vez peor pagos, la pérdida del poder adquisitivo es enorme y el “sueño americano” en el que los hijos tendrían una vida mejor que la de sus padres ha dejado de existir. Agus Deaton, premio Nobel de Economía 2015, traduce este fenómeno sociológico en cifras brutales en un estudio para la Universidad de Princeton. La mortalidad entre los blancos estadounidenses de mediana edad (45 a 54 años) se disparó, a partir de 1999, como entre ningún otro grupo demográfico de EE.UU. ni en ningún otro país desarrollado en la historia reciente. Las principales causas de muerte son el suicidio, el alcoholismo y el consumo de drogas. “Es el primer grupo que llega a la adultez y constata que no vivirá mejor que sus padres”, escribió Deaton. En 2006 por primera vez las muertes de blancos por drogas y alcohol superaron a las de los negros e hispanos.
A esto se suma otro cambio cultural y demográfico: cuando Barack Obama ganó en 2008, 54 por ciento de los estadounidenses era WASP. Hoy son el 45 por ciento. Los blancos ven con pánico que se van convirtiendo en minoría. Trump, que es sin duda un gran comunicador, se concentró en este grupo de “olvidados” y les envió un mensaje fácil de entender, apuntando a algunas causas de sus desgracias: la globalización y la deslocalización de las industrias; las regulaciones ambientales que debilitaron a los mineros, y los inmigrantes que hacen el trabajo por un salario mucho menor. Thomas Frank, un fino lector de las profundas transformaciones culturales que trae aparejado el nuevo capitalismo, publicó en el periódico británico The Guardian un artículo (“Working class hero”) sobre los discursos de Trump: “Decidí ver varias horas de diferentes discursos de Trump. Vi al hombre que divaga, cuenta, amenaza e incluso se regodea cuando algunos de sus detractores son expulsados de sus mítines. Pero también me di cuenta de algo sorprendente. En cada uno de los discursos que vi, Trump pasó una buena parte de su tiempo hablando de una preocupación puramente legítima, un asunto que podríamos considerar de izquierda. Sí, Donald Trump habló de comercio. De hecho, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que pasó repasando este tema, es muy posible que el comercio sea su única y gran preocupación, y no la supremacía blanca. Ni siquiera su plan para construir un muro en la frontera con México. Parece estar obsesionado con eso: los tratados de libre comercio que han firmado nuestros líderes, las numerosas empresas que han trasladado sus centros de producción a otros lugares, las llamadas que hará a los presidentes de esas empresas para amenazarlos con elevar los aranceles si no vuelven a Estados Unidos”. Y así es: en diciembre, anunció que gravará con un 35 por ciento de impuestos a los productos de compañías estadounidenses localizadas en el extranjero.
Lo que explica el éxito de Trump es que supo convertirse en el vocero de los “parias” blancos. Les prometió devolverles su fuerza dominante, volver a vivir en un país grandioso (“Make America great again”), sin aclarar ciertamente que aquel pasado dorado tenía que ver con otra fase del capitalismo: la de posguerra y la de las políticas redistributivas del Estado de Bienestar. El votante de Trump encontró en el magnate, además, el mito viviente del campeón solitario tantas veces ensalzado por Hollywood. El “outsider” republicano fue subestimado por todos; fue (y sigue siendo) muy hostigado por diarios como The New York Times y Washington Post y fue criticado hasta por su propio partido. Él, como el muchachito de las películas, se enfrentó a todos y superó cada uno de los obstáculos que le pusieron. Para colmo, lo hizo con un presupuesto tres veces menor que el de sus rivales (otro mito destruido: no gana el que más recauda).
Finalmente, esta victoria de Trump desnudó la existencia de dos Estados Unidos: uno de elite, que habita en las dos costas y en las grandes ciudades, y otro rural. El primero, con valores como el ambientalismo, la globalización o el matrimonio gay. El otro, que quiere avanzar económicamente sin perder sus tradiciones. Thomas Frank observó que la tradicional tensión clasista que dividía a demócratas y republicanos estaba migrando a otro tipo de contradicción interpartidaria, en este caso cultural, producto del abandono, por parte de los Clinton y los Obama, del programa proteccionista que había distinguido a su fuerza durante buena parte del siglo XX: “¿Qué sucede cuando la oposición de clase de base económica (agricultores pobres y obreros contra abogados, banqueros y grandes empresas) se traspone/codifica como la oposición entre los honrados trabajadores cristianos y buenos americanos por un lado, y los progresistas decadentes que beben café a la europea y conducen coches extranjeros, defienden el aborto y la homosexualidad, se burlan del sacrificio patriótico y del estilo de vida sencillo y provinciano?”.
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