Las grietas abiertas de Estados Unidos
Por Cecilia Nahón *
Página/12
En un mundo
convulsionado y en reconfiguración geopolítica, este martes 8 de
noviembre el pueblo estadounidense elegirá a su Presidente 45 en una
elección histórica con resultado abierto. Un número récord de 200
millones de ciudadanos están registrados para votar. Con frecuencia,
desde América Latina visualizamos a Estados Unidos como un todo
monolítico y uniforme, como la “superpotencia” a secas, pero este
atípico ciclo electoral ha dejado al desnudo las divisiones profundas
que anidan en la primera economía mundial. No se trata de una “grieta”,
sino de muchas grietas superpuestas: tensiones sociales, raciales y
económicas, contradicciones y temores. Escasos momentos de buena
política iluminaron una campaña dominada por la polarización, los
ataques cruzados y los escándalos. Efectivamente, poco queda hoy del
inspirador discurso de esperanza y optimismo con que el Presidente Obama
hizo historia en 2008. Manipulada por el rating mediático, estamos
observando una descarnada lucha por el poder en el marco de una crisis
de representación política.
Sin duda, el elemento más sórdido de este proceso electoral ha sido
el ascenso y la consolidación de Donald Trump como candidato del Partido
Republicano. Sería ingenuo, o simplista, pensar que Trump es un
fenómeno aislado, un “loco suelto”, una bala perdida. En términos
internacionales, su candidatura se inscribe en el resurgimiento de las
posiciones ultranacionalistas de derecha en los países desarrollados,
particularmente en Europa, con una plataforma xenófoba y anti-Estado en
un marco de creciente desigualdad. Trump representa la versión
estadounidense de la “anti-política”, un mal que también aqueja hoy a
nuestra América Latina. En Estados Unidos, Trump está cosechando la
persistente radicalización de la base política republicana, corporizada
en el Tea Party, y su estrategia obstruccionista en el Congreso de los
Estados Unidos. Así, la imposibilidad de alcanzar acuerdos bipartidarios
expandió la brecha que separa a Washington de las necesidades del
pueblo que pretende representar.
¿Cómo explicar el vertiginoso ascenso de Donald Trump? Sin duda,
Trump ha sido altamente efectivo en identificar y capitalizar la
frustración y el enojo de segmentos del interior profundo de Estados
Unidos que han visto sus condiciones de vida estancadas, o deterioradas,
durante las últimas décadas, particularmente desde la irrupción de las
políticas neoliberales más extremas y el avance de la
desindustrialización. Las estadísticas son contundentes: en 1970 la
admirada clase media norteamericana concentraba 62 por ciento del
ingreso nacional pero hoy representa tan sólo 43 por ciento del PIB.
Esta tendencia se agudizó con la crisis iniciada en 2008 en el corazón
de Wall Street, en que 9,3 millones de familias perdieron su propiedad
mientras se otorgaban rescates billonarios al sector financiero. La
desigualdad se disparó a niveles alarmantes y, con ella, prosperaron el
malestar y el hartazgo con el sistema. A diferencia de Europa, la
economía norteamericana se recuperó y crece ininterrumpidamente (aunque a
una tasa baja) desde 2010, pero este crecimiento no generó hasta ahora
una mejora significativa en la distribución. De hecho, Estados Unidos
distribuye mal la enorme riqueza que genera cada año.
El “sueño americano”, la movilidad ascendente, la certeza de que con
esfuerzo y determinación en Estados Unidos todo es posible están hoy en
duda para millones de norteamericanos. De hecho, según el Centro Pew, 81
por ciento de la base electoral de Trump considera que la vida para
ellos es peor hoy que hace 50 años. Pero el caldo de cultivo donde abona
Trump abarca más que la comprensible frustración por este “paraíso
perdido”. Trump ha hecho empatía, también, con sectores nostálgicos de
aquella época de supremacía cultural de los “varones blancos”. Conecta
con sentimientos reaccionarios de quienes rechazan la mayor riqueza
demográfica actual y los avances que, con marchas y contramarchas, han
obtenido recientemente en materia de derechos e igualdad las minorías
estadounidenses. El primer Presidente afroamericano, los progresos del
colectivo LGBTI, las oleadas de trabajadores migrantes, la creciente
pluralidad religiosa y el avance de la igualdad de género despertaron
peligrosos demonios. Se respira resentimiento. Se respira sed de
revancha. Se respira el odio de quienes claman por “recuperar su país”.
La nostalgia por el pasado está manchada de racismo.
Donald Trump, celebridad mediática, empresario desfachatado, outsider
de la política, con aires de super-hombre y delirios mesiánicos estaba
llamado, hoy es fácil decirlo, a ser vocero de tanta nostalgia y enojo.
El contenido encontró su forma, y arrastró al Partido Republicano a una
crisis de identidad y valores sin precedentes. La dirigencia
conservadora del partido no logra resolver el escarmiento de un
candidato misógino, mentiroso e ignorante pero que colma con votantes
los estadios. No es exagerado decir que su candidatura es un fraude. Su
campaña es una colección de slogans y frases vacías. Porque Trump
conecta con la ansiedad de millones de norteamericanos, inflamándolos y
radicalizándolos, pero no propone una sola política consistente para
cumplir con sus grandilocuentes promesas de campaña. El eje económico de
su programa es reducir los impuestos a los ricos, bajo la (falsa)
promesa de la teoría del derrame. También propone revocar el único
programa de salud (Obamacare) que, con falencias, otorgó cobertura a más
de 20 millones de personas. No explica en qué consiste su
pseudo-proteccionismo y su crítica al “libre comercio”. Alimentado por
el lobby de la Asociación Nacional del Rifle, rechaza regulaciones
básicas para el uso de armas de fuego. Trump dice apoyar “la ley y el
orden” y explota electoralmente el miedo al otro, al extranjero, al
diferente. Replica la estrategia habitual de apalancarse sobre un
conjunto de reclamos legítimos para avanzar con la vieja agenda de la
derecha. No nos engañemos: es el candidato de la mano dura.
La luz en esta elección irradió de las bases jóvenes, trabajadoras y
progresistas del partido demócrata, ubicadas en la otra orilla de la
“grieta”. También cuestionaron el status-quo, pero desde la izquierda.
La “revolución política” de Bernie Sanders se impuso sorpresivamente a
Clinton en 22 de los 50 estados del país. Sanders colocó en el corazón
de la campaña electoral la preocupación por la desigualdad, los tratados
de “libre comercio” y el financiamiento empresarial sin límite de la
política, solventando su propia campaña con millones de contribuciones
de 27 dólares. Un dato sintetiza el fenómeno: más jóvenes menores de 30
años votaron a Sanders en las primarias que a Clinton y a Trump juntos.
Algunos se entusiasman con que allí está el futuro de la política en
Estados Unidos: retomando las luchas históricas por un país más
igualitario que incluye y expande derechos en lugar de construir muros.
Hillary Clinton fue consagrada en la Convención Demócrata en
Filadelfia como la primera candidata presidencial mujer de uno de los
dos partidos mayoritarios. A pesar de las tensiones internas, el Partido
Demócrata se encolumnó detrás de la ganadora de las primarias con la
determinación unificadora de vencer a Trump. El partido concibió una
plataforma de gobierno de claro corte progresista para su política
doméstica. A diferencia de Trump, Clinton expuso sus propuestas
detalladamente. Condicionada por Sanders y la base de su partido, la
candidata prometió atacar de cuajo la desigualdad subiendo los impuestos
a los ricos, aumentar significativamente el salario mínimo, instaurar
la licencia por maternidad, regular el uso de las armas, resolver el
problema de la deuda estudiantil, limitar la injerencia de los aportes
privados en la política, y reemplear a los trabajadores expulsados por
la robotización. Clinton sostiene, como acuñó Joseph Stiglitz, que es
imperativo escribir “nuevas reglas” para la economía estadounidense:
reglas justas que funcionen para todos y no para el 1 por ciento de
arriba.
El Presidente Obama, actualmente con índices de aprobación superiores
al 50 por ciento, denostó públicamente a Trump, respaldó sin titubeos a
Clinton y la consideró la candidata más preparada de la historia para
ocupar la oficina oval. No obstante, Clinton no logró despojarse de su
karma: es percibida como una candidata poco confiable y poco
transparente, que cambia sus posiciones según convenga. Buena parte del
electorado duda sobre si cumpliría con sus promesas de campaña y la
asocia con el doble estándar que ha desacreditado a Washington en un
momento de avidez por los outsiders. Parte de la propia base demócrata
critica sus decisiones de política exterior. A excepción de Trump, es la
candidata presidencial que más rechazo genera entre los votantes en
décadas. No está siendo sencillo para Hillary Clinton perforar el “techo
de cristal” hacia la Casa Blanca.
El panorama expuesto muestra a las claras la envergadura de la crisis
de representación política vigente en Estados Unidos. El
cuestionamiento al status quo y a la influencia de los lobbies y las
corporaciones en la política ya es inocultable. La identidad misma del
país está a prueba este 8 de noviembre. Nosotros, como argentinos y
sudamericanos, debemos saber que tanto Obama, Clinton o Trump seguirán
impulsando en el mundo aquellos intereses acordes a su propia
“estrategia de seguridad nacional”. No hay que buscar la salvación
afuera. Nos corresponde a nosotros defender nuestros propios intereses
como país, tendiendo puentes con el mundo desde una posición de
soberanía y solidaridad regional.
* Profesora de American University, embajadora de Argentina en Estados Unidos (2013-2015).
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