Donald
J. Trump ya llevaba rotos algunos moldes de la política estadounidense
cuando en un mismo día pasó de agradecer el aporte de los emigrantes
mexicanos a retomar en Arizona su brutal promesa de deportar a varios
millones de extranjeros indocumentados, si llega a la Casa Blanca.
Al
margen de la discutida decisión del presidente Enrique Peña Nieto de
facilitarle un escenario en México, el retorno de Trump al discurso
intolerante y xenófobo con el que arrasó en las primarias republicanas
evidencia el verdadero contexto social en el que se elegirá al próximo
presidente estadounidense, el 8 de noviembre.El asunto se puede plantear en varios niveles, empezando por el electoral. Los pocos dirigentes del establishment republicano que aún lo acompañan le habían sugerido a Trump suavizar sus propuestas para captar franjas más moderadas del electorado. Hasta su visita a México, siguió ese guión. Pero de regreso en Arizona, retomó su promesa de levantar un muro en la frontera y crear una fuerza especial de deportación. Trump probó así que su prioridad es retener el núcleo duro de votantes blancos y socialmente resentidos que lo hicieron candidato, aunque la fuga de republicanos moderados -incluso hacia su rival Hillary Clinton- recorte sus posibilidades. Es el mismo límite que enfrentan muchas fuerzas ultranacionalistas europeas.
Lo que nos lleva a un segundo nivel de análisis, más político. La inmigración (13,2% de la población) es para el trumpismo el chivo expiatorio de una sociedad golpeada por la crisis y temerosa de una globalización que recorta empleos entre grupos sociales que gozaban de seguridad económica y superioridad cultural sobre las minorías. La administración Obama deporta anualmente a más de 400.000 extranjeros y, aun así, es tildada de blanda por el trumpismo.
A la distancia, es tentador creer que se trata de la aventura de un millonario narcisista que se diluirá en las urnas. Sin embargo, los Estados Unidos de hoy, con una concentración inédita de la riqueza, son muy permeables a consignas fáciles y falsedades, en especial las que alimenten la antinomia "nosotros o ellos". No es sólo descontento social. El miedo -al extranjero, al terrorismo, al desempleo o, simplemente, a lo distinto- pesa ahora tanto como las clásicas identidades de los dos grandes partidos.
Extendamos la mirada, hasta un nivel histórico. Los Estados Unidos ya tuvieron candidatos con posturas muy extremas, como el republicano Barry Goldwater, fundador de la ortodoxia conservadora que pavimentó el camino a Nixon, a Reagan y a los dos Bush, o el demócrata George Wallace, abanderado de la resistencia a los derechos civiles, ambos en 1964.
Pero esta vez fue un millonario mediático sin la menor experiencia política el que se alzó con la candidatura de uno de los dos grandes partidos y aplastó a una docena de rivales. Además, su heterodoxia improvisada sobre asuntos de política exterior, comercio, impuestos, salud, educación y seguridad barrió con aquel ideario reaganiano que definía a los republicanos. En ese sentido, el trumpismo es definitivamente algo nuevo.
La asociación con los movimientos ultranacionalistas europeos que machacan con el relato del inmigrante culpable y se posicionan como la alternativa popular al establishment político tradicional se vuelve pertinente. Es parte de un mismo fenómeno que atraviesa el Occidente desarrollado, pero en crisis. La reciente derrota del partido de Angela Merkel ante los ultranacionalistas xenófobos alemanes del AfD, en su propia tierra natal, es una prueba más.
También esos partidos europeos chocaron repetidas veces contra el perímetro de su propio extremismo, presos de un discurso ultra como el que ahora retomó Trump. Pero la falta de respuesta política a la innegable crisis del modelo neoliberal, en sus distintas variantes, como ya se vio en Francia o en Austria, puede correr esos límites.
Son los mismos límites que pueden frenar a Trump. Él no cambiará; sus seguidores, tampoco. El resto de los votantes todavía puede hacerlo.
Presidente de la Fundación Embajada Abierta; ex embajador ante la ONU, Estados Unidos y Portugal
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