La integración latinoamericana en tiempos del ‘Brexit’
Por Nicolás Comini y Tomás Bontempo
Foreign Affairs Latinoamérica
Agosto 2016
Los cimbronazos del Brexit en el Reino
Unido se hacen sentir a lo largo y ancho del mundo, poniendo sobre la
mesa el debate acerca de la propia naturaleza y del sentido de la
integración regional. El modelo que propuso y expandió Europa se
encuentra acorralado por instituciones y burocracias impopulares tanto
para las derechas radicales como para las izquierdas reformistas o
revolucionarias. El histórico dilema entre seguir un camino propio sin
atarse a otros o de insertarse en el sistema internacional a partir del
ensamblaje con los vecinos genera la mayor polarización experimentada en
el siglo XXI. En Latinoamérica, esta situación contribuye a agudizar la
fractura entre los defensores del modelo de relacionamiento flexible, a
la carta y concentrado en la variable comercial del estilo que propone
la Alianza del Pacífico y entre los que consideran necesario fortalecer
otros espacios de cooperación multidimensional, como lo son, por
ejemplo, el Mercado Común del Sur (Mercosur) o la Unión de Naciones
Suramericanas (Unasur).
Ante este panorama, el presente artículo
argumenta que la proliferación de enfoques que insisten en la división
del Atlántico y del Pacífico, así como en la necesidad de edificar
puentes entre ambos espacios, contribuye a la erosión de las pulsaciones
autonomistas en Latinoamérica. En tiempos en los que se viralizan los
enfoques pesimistas y en donde el eje de atención tiende a situarse en
la fragmentación y la desintegración, resulta fundamental comprender la
importancia que para los países y sus pueblos adquiere la totalidad de
la compleja arquitectura regional para evitar caer en reduccionismos
respecto del funcionamiento —o superposición— de sus diferentes
componentes, sean estos la Alianza del Pacífico, el Mercosur, la Unasur o
la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), la
Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (comúnmente, el
ALBA), la Comunidad Andina (CAN) o la Asociación Latinoamericana de
Integración (ALADI). El todo importa más que sus partes y de eso se
ocupa el presente análisis.
Océanos en pugna
Es sabido que parte de la estrategia
internacional de Estados Unidos como potencia hegemónica radica en
concretar acuerdos de liberalización comercial, tanto a nivel bilateral
como regional. En el marco de estos últimos, hace solo algunos meses se
firmó el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica
(TPP), catalogado por la agencia internacional EFE como el área de libre
comercio más grande del mundo y que incluye a tres miembros de la
Alianza del Pacífico: Chile, México y Perú. Además, se encuentra
negociando la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP)
con la Unión Europea. Por supuesto que no todo es color de rosa. De
hecho, ambos acuerdos han despertado fuertes oposiciones por sus
negociaciones secretas —filtradas por Wikileaks—, que muestran el
intento de instalar nuevas normas comerciales no solo en claro beneficio
de la preeminencia comercial de Washington sino también de las empresas
trasnacionales, todo ello en detrimento de la soberanía estatal,
especialmente la de los países en desarrollo. Es decir, las iniciativas
frustradas en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC)
intentan ahora ser impulsadas en espacios de negociación más reducidos,
aunque aún de grandes dimensiones.
¿Cómo impacta esto en la configuración
regional? Comencemos por la discusión acerca de una América del Sur
partida por la mitad. En primer lugar, debe destacarse que Estados
Unidos nunca se desentendió de la región y fue avanzando, en diferentes
momentos y a múltiples velocidades, en la firma de tratados de libre
comercio bilaterales. Estos desembocaron más tarde en una suerte de
proceso de integración entre los poseedores de los tratados de libre
comercio, orientada hacia la región del sudeste asiático en donde muchos
analistas de gran talla como fue el caso del historiador Eric Hobsbawm
han afirmado que se está emplazando el nuevo eje de la economía mundial.
Pero simultáneamente, también se planteó otro tipo de integración
regional. Los socios del Mercosur con mayor capacidad de influencia
—Argentina y Brasil— buscaron desde inicios de la primera década del
siglo XXI reconstruir un bloque que funcionara como un reaseguro a su
desarrollo autónomo en términos políticos, económicos y sociales. Y
aunque el camino recorrido entre ellos no estuvo exento de divergencias y
complicaciones, ambos terminaron apoyando la creación de la Unasur en
2008 y de la CELAC en 2010. Lo más interesante es que a estos bloques
también adhirieron los países de la actual Alianza del Pacífico, que ya
contaban con tratados de libre comercio firmados con Estados Unidos y
otros tantos países. Nada de esto evitó que ambas instituciones cobraran
vida, esencialmente porque muy a pesar de lo que pregonan las visiones
cortoplacistas para que exista cooperación también debe haber conflicto.
¿Por qué, entonces, la región ahora
necesita puentes entre dos grupos que ya existían cuando decidieron
sumarse a la Unasur y luego convertir al Grupo de Río en la CELAC?
Durante los últimos años, y en muchos casos producto de la sensibilidad
de la coyuntura doméstica de los principales motores de la integración
regional, la prensa, los políticos y los analistas market friendly,
fueron empoderándose y radicalizando los diagnósticos de
empantanamiento y anacronismo de bloques como el Mercosur, la Unasur, la
CELAC, la CAN o el ALBA. Al igual que hacia fines de la década de 1990
con el Mercosur, muchos de ellos han logrado, parcialmente, instalar la
idea de la muerte de estos esquemas. Asimismo, en contraposición han
enaltecido el supuesto dinamismo comercial de la Alianza del Pacífico
para presentarlo como bloque modelo. Las presiones no tardaron en
estallar.
En Brasil, por ejemplo, se traspasaron
límites impensados. La Federação das Indústrias do Estado de São Paulo
(FIESP) considera un lastre al Mercosur. Brasil, en sus propios
términos, tiene que insertarse a la economía global de otra manera y
salir del letargo en el que se encuentra inmerso. Con esta agenda y de
la mano del gobierno de Michel Temer, José Serra asumió el manejo de
Itamaraty. Como dato de color debe tenerse en cuenta que la FIESP es una
de las principales promotoras del “Impeachment Já!” al gobierno de Dilma Rousseff y del lema “No voy a pagar el pato”, en relación a tener que pagar mayores impuestos.
De esta forma, durante los años
precedentes y bajo la idea base de la liberalización en vez de la
complementación, Brasil culpó reiteradamente a la Argentina —uno de los
cinco destinos principales de las exportaciones brasileñas— cuya
política de administración del comercio exterior permitió mantener los
niveles de empleo de una estructura económica de pequeñas y medianas
empresas industriales. Este no es un dato menor, sobre todo si se sitúa a
nivel mundial, en un período signado por amplias dificultades de los
Estados desarrollados en mantener sus propios niveles de empleo,
fundamentalmente luego de la crisis financiera mundial. Sin embargo,
vale la pena aclarar que esa política también conllevó la reducción de
los canales de diálogo con sus vecinos, así como la agudización de una
amplia gama de puntos de divergencia.
Así, la realidad de hoy parece
mostrarnos la existencia de dos esquemas de inserción internacional
antagónicos y éticamente diferenciados: uno bueno —la Alianza del
Pacífico— y otro malo —el Mercosur y sus otros esquemas amigos—. Los
puentes deben ser tendidos entre ellos porque si no la región se
fragmenta y debilita. Nosotros diremos, en cambio, que es justamente esa
perspectiva concentrada exclusivamente en la variable de inserción
internacional —económica y comercial— la que mina los procesos
autonomistas en la región, y divide y potencia el conflicto.
Error de cálculos
Abordemos, antes que nada, las premisas
generales de fondo vigentes en el discurso de los forjadores de las
líneas divisorias. En primer lugar, debe reconocerse que es precisamente
en el impulso por parte de Estados Unidos —en medio de sus disputas con
poderes emergentes como China— de relanzar un falso libre comercio,
dados los enormes beneficios e incentivos para las grandes
corporaciones, en donde radica una buena parte de la razón de ser de
este cuadro de situación. Desde diferentes think tanks, tanto
locales como extranjeros e internacionales, se plantea que el supuesto
éxito de la integración radica en la adhesión a estos acuerdos con los
países “civilizados”. Este discurso se complementa con la idea de que no
sumarse a los mismos implicaría estar afuera del mundo y renunciar a
los pocos beneficios que nos augura un sistema capitalista mundial
administrado por los grandes poderes.
Esto, contradictoriamente, se da en un
escenario en donde importantes sectores del electorado de Estados Unidos
parecen inclinarse hacia el candidato republicano Donald Trump, en el
cual el Reino Unido decide aislarse de la Unión Europea y en donde
países como Austria, Hungría, Grecia, Polonia e incluso Alemania y
Dinamarca avanzan sectores neofascistas, tanto en las manifestaciones
populares como en la conformación de sus parlamentos. No hablemos de las
estrategias de Estados Unidos en el Medio Oriente o de la política de
seguridad implementada en sus guerras contra las drogas en África,
Latinoamérica y el Sudeste Asiático. Paradójicamente y a pesar de todo
ello, un trampolín vía Washington o Bruselas parecería ser considerada
la única opción madura y seria de inserción en este mundo.
En segundo lugar, debe destacarse que
esta postura parte de una visión del mundo construida desde una posición
teórica determinada y que consecuentemente evidencia la subjetividad
política de quien la emite. Por lo cual podemos destacar que el análisis
de la forma de percepción y valoración del poder y de la estrategia
mediante la cual el mismo es ejercido, genera que determinados sectores
consideren a los países centrales como modelo de poder. Se interpreta
así, que cualquier discrepancia con estos poderes conlleva una “pérdida
de confianza del mundo” o, como mencionamos, en la falta de “relaciones
serias y maduras”.
Estas visiones se arraigan en supuestos
epistémicos que desembocan en la construcción de un proyecto de
integración siempre dependiente de algo o de alguien. Asumen el
incorrecto axioma de ubicarnos en la periferia y adoptan una visión
descontextualizada de las relaciones de poder del capital, en lugar de
concentrarse en la construcción de una política de poder autonómica.
Intentan, además, instalar como una supuesta “normalidad” la idea de que
Latinoamérica siempre debe mirar a algún lado. En este caso bajo la
disyuntiva del Atlántico o del Pacífico.
Latinoamericanos
Ya hemos mencionado que la integración
no significa homogeneidad ni armonía. Para que haya integración tiene
que haber diálogo, contacto y negociación, y ellas implican tensión.
También venimos sosteniendo que los discursos de océanos y puentes
contribuyen a minar las dinámicas autonomistas. Haremos uso de este
último apartado para esbozar cuatro últimas reflexiones al respecto que,
esperamos, sean de cierta utilidad para el debate.
Primero, debe reconocerse que, al igual
que los procesos de liberalización comercial o tratados de libre
comercio, los grandes acuerdos a nivel mundial como el TPP y el TTIP
pueden afectar el desarrollo de la región, además de reconfigurar el
comercio mundial de forma sumamente desfavorable para la inserción
internacional de la misma. Estos reproducen los históricos patrones de
comercio desigual Norte-Sur, aportando aún más a la reprimarización
económica de los países del sur mundial y erosionando la oportunidad de
establecer políticas nacionales de desarrollo industrial y científico.
Segundo, es posible alegar que la adhesión individual al TPP representa una especie de remake
—ya que están de moda— del realismo periférico o del granero del mundo.
Esto no solo impone una hermenéutica de la integración mediante la
mentalidad dicotómica Atlántico o Pacífico, sino que además nos aleja
colectivamente del espacio al que pretendemos integrarnos. Esta visión
prioriza el vínculo a dichos acuerdos y con actores externos a la región
antes que la integración con nuestros propios vecinos, con quienes
compartimos no solo una historia sino además un destino político común.
El comercio con “el mundo” es muy importante, pero más lo sería para
nosotros aumentar el comercio intrazona. Para ello es vital materializar
acuerdos de integración física.
Tercero, queda claro que cada Estado
define su modelo de desarrollo puertas hacia adentro. En cada país
existen actores con diferentes identidades, intereses y representaciones
que les otorgan múltiples significados a los interrogantes de “por
qué”, “para qué” y “cómo” integrar su país al mundo. De esta forma,
sobre los párrafos anteriores remarcamos que el mérito de instancias
como el Mercosur, la CAN, la Unasur o la CELAC ha sido integrarse desde
sus respectivos modelos nacionales, de una forma más autónoma y
simétrica, y no como meros apéndices de la económica mundial, tal como
sucedió en el pasado bajo un modelo de regionalismo abierto al estilo
del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). El intento de imponer
al regionalismo abierto como hermenéutica única de la integración
regional ha vuelto con fuerza y las tensiones entre el proyecto
industrialista y el neoliberal continúan más vigentes que nunca.
Cuarto, la incorporación del pensamiento
estratégico resulta elemental para conseguir una respuesta colectiva de
la región a la dinámica que impone un mundo en transformación. La
respuesta única y principal está en la integración. Aquí es donde el
todo cobra mucha más relevancia que las partes. Mucho se ha discutido
acerca de si existen o no superposiciones de funciones, actores y
misiones entre los diferentes espacios de cooperación regional; de si
éstos sirven o no para algo; de si efectivamente representan
instrumentos de integración o no; o de si son producto de una
incapacidad hereditaria de nuestros gobernantes de poder materializar en
lo concreto a los acuerdos adoptados al nivel político. Hoy, sin
embargo, el riesgo de retroceder hacia dinámicas que según la evidencia
empírica e histórica ya nos han demostrado que solo perjudican a los más
débiles y benefician a los más poderosos —tanto adentro como afuera de
nuestra región— nos sitúa ante la necesidad de concentrarnos en lo más
urgente: comunicar y explicar a nuestras sociedades la importancia de
defender la integración con nuestros vecinos.
En ese marco, podría comenzarse por
plantear que más allá de todas las críticas que podamos hacerle al
Mercosur, a la CAN, a la Unasur, la CELAC, el ALBA o incluso a la
Organización de Estados Americanos, no son simples representaciones de
un caos institucional, sino que constituyen múltiples instancias a
través de las cuales nuestros países pueden negociar sobre sus intereses
y construir, a partir de allí, bienes comunes regionales. Cada uno
tiene su funcionalidad, aunque esta pueda cobrar menor o mayor
notoriedad según el momento. Capitalizar esa funcionalidad, más allá de
las coyunturas y de la diversidad de Latinoamérica, resultará mucho más
beneficioso que la estrategia de “cada uno por su cuenta” a lo
británico, tanto para el desarrollo nacional autonómico como para el
regional. A diferencia de Estados Unidos, es la integración la que los
convierte en bioceánicos a nuestros países. La construcción de la unidad
puede ser áspera y costosa, pero representa la principal salida para
evitar caer en las mismas dinámicas autodestructivas que la región ya ha
experimentado en otros tiempos.
NICOLAS COMINI es doctor en
Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y director de la
maestría en Relaciones Internacionales de la Universidad del Salvador,
Argentina. TOMÁS BONTEMPO es maestro en Integración Latinoamericana por
la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina.
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