Obamanía en la
Argentina
Por Leandro
Morgenfeld
Durante la visita del presidente estadounidense, la
cobertura mediática intentó insuflar un fanatismo que no se tradujo en las calles.
Las frases “Volvemos al mundo”, “El fin del populismo en América Latina” se
repitieron durante la visita. ¿Hacia dónde van las relaciones con Estados
Unidos? ¿Volvemos a la era carnal? ¿Qué implicaría que "maduráramos en
nuestra política exterior"? En tiempos de balance, Leandro Morgenfeld da
respuestas y abre el debate.
Pocas veces en la historia un presidente estadounidense
viajó hasta el confín del continente durante su mandato. El primero fue
Roosevelt, hace 80 años, y luego lo siguieron Eisenhower (1960), Bush (1990),
Clinton (1997) y Bush jr. (2005). La historia de la relación bilateral indica
que cada visita fue un intento de imprimir un giro y un impulso en los vínculos
entre la Casa Blanca y la Rosada. El desembarco de Obama, tan celebrado por el
macrismo y por la mayoría de las empresas periodísticas, intentó incidir no
solamente en el plano local, sino también en toda América Latina, en un momento
bisagra de su historia, cuando las crisis económicas y políticas amenazan con
una restauración conservadora. Pasada la euforia y la embriaguez de la
Obamanía, es tiempo de empezar a hacer un balance. ¿Qué nos deja la visita en
términos políticos, económicos, ideológicos, en materia de derechos humanos,
seguridad y narcotráfico?
Desde el punto de vista geopolítico, la gira de Obama por
Cuba y Argentina se inscribe en la vieja estrategia de Estados Unidos de
sostener la hegemonía en su patio trasero, procurando alejar a las potencias
extrahemisféricas (Gran Bretaña, la Unión Soviética, China, según el período) y
a la vez impulsar la fragmentación regional, respondiendo a la máxima de divide
y reinarás (o sea, boicotear la concreción del ideal bolivariano de una Patria
Grande). A principios del siglo XXI, Nuestra América avanzó en formas inéditas
de coordinación política, como la UNASUR y la CELAC, y de integración alternativa,
como el ALBA. Obama intentó, cuando asumió en 2009, reimpulsar las relaciones
interamericanas, luego del repudio que había cosechado Bush y del fracaso del
ALCA. Sin embargo, se mantuvieron las acciones injerencistas, hubo golpes en
Honduras y Paraguay, desestabilizaciones contra gobiernos no alineados
(Bolivia, Venezuela, Ecuador), incremento de bases militares de nuevo tipo y un
asedio a los mal llamados populismos latinoamericanos. En su segundo mandato,
procuró restablecer el dominio, aprovechando que la crisis económica
internacional afectó a la región por la caída de los precios de bienes
agromineros y que la muerte de Chávez ralentizó la integración alternativa que
impulsaba el eje bolivariano. Aunque pasó algo inadvertida, la reivindicación que
el presidente Mauricio Macri y Obama hicieron el miércoles en Buenos Aires de
la Organización de Estados Americanos, desplazada en los últimos años, es
sintomática de los objetivos geoestratégicos estadounidenses. Los asuntos
locales ya no deberían abordarse en la sede de la UNASUR, en Quito, sino en la
de la OEA, en Washington, a escasos metros de la Casa Blanca.
La visita de Obama a La Habana pretendió dar por superado
uno de los puntos más cuestionados a nivel internacional de la política
exterior estadounidense en el último medio siglo. “Terminó la Guerra Fría”,
ahora sí se va a cumplir la profecía de Francis Fukuyama del fin de la
historia, machacan desde las cadenas de televisión y los diarios hegemónicos.
La extensión del periplo hacia Buenos Aires, por su parte, buscó empoderar a la
nueva derecha continental: Macri sería el ejemplo de que se puede llevar al
poder, a través de las urnas y en un país propenso al populismo, a un
presidente neoliberal. Los siguientes serían Aécio Neves en Brasil y Henrique
Capriles, en Venezuela. Más allá de lo esperable, sobreabundaron los gestos de
apoyo al líder del PRO por parte del mandamás estadounidense.
En el plano económico, si bien no hubo grandes anuncios
–apenas un convenio para desregular aún más el comercio bilateral-, sí se
expresaron claramente cuáles serán las nuevas orientaciones. Obama celebró el
acuerdo (más parecido a una capitulación) con los fondos buitre y ambos
gobiernos blanquearon las conversaciones para avanzar en un acuerdo de libre
comercio. O sea, Argentina debería incorporarse al recientemente firmado
Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, en inglés), arrastrando al
Mercosur hacia una fórmula aperturista que el Estado argentina había rechazado
en Mar del Plata, cuando se enterró al ALCA. Esa orientación, tan funcional a
las grandes trasnacionales estadounidenses (y aplaudida en el acto que la
AmCham -Cámara de Comercio estadounidense en Argentina- montó en la Rural, al
que finalmente Obama no asistió para evitar un escrache similar al que sufrió
Clinton en 1997 en ese escenario) reubicaría al país en una tradición de
desindustrialización, reducción del mercado interno, concentración y
extranjerización de la economía, mayor dependencia, pauperización social y menores
derechos para los trabajadores. Argentina vuelve a endeudarse (12.500 millones
de dólares para los buitres que la ONU rechazó hace pocos meses), a abrirse a
las inversiones extranjeras (disminución de las retenciones a las mineras,
facilidades para girar utilidades, reducción de los salarios reales tras la
devaluación, menor participación estatal en la economía), reingresar en la
órbita del FMI y focalizar su inserción internacional en la apertura de
mercados para el reducido grupo agrominero exportador. En síntesis, la tan
mentada “vuelta al mundo” no es más que la vuelta a la aceptación plena del
status quo económico internacional. Neoliberalismo reloaded.
En términos de seguridad y defensa también hubo novedades.
Los brutales atentados en Bélgica por parte del Estado Islámico, tan
funcionales al aparato militar-industrial que comanda el Pentágono,
reintrodujeron la idea de que Estados Unidos debe ser el gendarme planetario
que nos cuide a todos (o a la civilización occidental, al menos). Pocos
recuerdan que estos grupos terroristas fueron fogoneados y financiados por
Estados Unidos para desestabilizar Siria y Medio Oriente, como reconoció
recientemente Hillary Clinton (“nos equivocamos de amigos”). En términos
concretos, la tan mentada lucha contra el narcotráfico se empieza a traducir en
la vuelta de la DEA a la Argentina y en que el Pentágono imparta nuevos cursos
de entrenamiento (y ¿adoctrinamiento?) a las fuerzas armadas y de seguridad
locales. La “cooperación” a la que alude la ministra Patricia Bullrich es un
eufemismo para señalar que cederemos soberanía en función de una “guerra contra
las drogas” que viene fracasando en todo el continente hace varias décadas. ¿O
suponemos que la Argentina va a participar en operativos para evitar que las
drogas duras que exporta los narcos entren en Estados Unidos? De esa
frontera-colador (casi) nadie habla.
En términos simbólicos e ideológicos, el balance es más
complejo. Si nos dejamos llevar por la cobertura mediática, parece que la
Argentina se transformó en días, del país más anti-estadounidense del mundo al
más pro-yanqui. El nivel de sumisión, embelesamiento, chupamedismo, cipayismo,
rastrerismo, obsecuencia y lamebotismo de noteros y periodistas no
necesariamente hay que tomarlo como el termómetro del humor social. Por
supuesto que Obama no es Bush. Carismático, locuaz y culto, sabe encandilar a
las audiencias, como bien mostró en la Usina del Arte. Sin embargo, y a
diferencia de lo que ocurrió en otras visitas, tampoco logró movilizar
simpatizantes. Salvo unas decenas de curiosos, que TN mostró en “cadena
nacional”, no hubo muestras masivas de apoyo. Al cuestionado acto en el Parque
de la Memoria, no asistieron ni las Madres, ni las Abuelas, ni los HIJOS, ni
los Familiares, ni tampoco simpatizantes del PRO. En contraste, las marchas en
todo el país, a 40 años del Golpe, fueron contundentes. La Plaza de Mayo fue
desbordada por cientos de miles de manifestantes, como nunca antes. Hubo
encendidas críticas al rol de Estados Unidos durante la dictadura, y también a
las formas actuales de injerencismo y a la violación de los derechos humanos
por parte de Estados Unidos (Estela Carlotto mencionó específicamente la cárcel
de Guantánamo).
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Justamente la llegada de Obama en una fecha tan poco feliz,
que suscitó numerosos debates y críticas, logró lo más positivo, el anuncio de
la desclasificación de archivos militares y de inteligencia de Estados Unidos
sobre la dictadura. Quienes trabajen con esos documentos, podrán conocer más
exactamente el Plan Cóndor, el rol de la Escuela de las Américas, la cobertura
diplomática de los dictadores y los vínculos con civiles y militares locales.
También, quizás, se aporte información para avanzar en los juicios a los
represores. La esperada autocrítica de Obama, que no fue tal, buscó limpiar la
imagen de Estados Unidos e impulsarlo como el gran defensor de los derechos
humanos en la actualidad (a pesar de los asesinatos selectivos con drones, de
la legalización de la tortura, del espionaje masivo contra ciudadanos y
gobiernos a través de la Agencia de Seguridad Nacional, conocida por sus siglas
en inglés como NSA), y erigir a Macri como el baluarte regional del uso
instrumental de ese tema tan sentible (pensado para atacar a gobiernos no
alineados, como el venezolano o el cubano, pero no al de Honduras, a pesar, por
ejemplo del reciente asesinato de la dirigente campesina Berta Cáceres). Más
allá de la ofensiva ideológica y mediática continental, las calles argentinas,
donde se expresan también las correlaciones de fuerzas sociales, mostraron que
la utilización de los derechos humanos para reinstalar una agenda conservadora
en el continente no calaron en la Argentina.
En su raid mediático, el flamante embajador argentino en
Washington, Martín Lousteau, insiste con una metáfora atractiva. Históricamente
hemos tenido relaciones adolescentes con Estados Unidos. Pasamos del amor en
los noventa (las célebres relaciones carnales del canciller Guido Di Tella) a
una sobreactuación setentista durante el kirchnerismo, que potenció la
histórica propensión a la desmesura de nuestra política exterior. Macri vendría
a colocar las cosas en su justo medio, impulsando una relación madura y
previsible (política de Estado) con Estados Unidos. Suena bonito, sí, pero no
se condice con la realidad. Lo que nos deja esta gira de Obama, en los aspectos
materiales, pero también simbólicos, es un realineamiento más cercano al que
impulsó Menem hace un cuarto de siglo. Claro que la vuelta al redil de
Washington se instrumenta con dosis cuidadas de marketing. Hubo debate en el
gabinete y entre los asesores de Macri: ir o no ir a jugar al golf con Obama en
Bariloche. Primó lo segundo, para evitar una foto como la de Menem con Bush en
la cancha de tenis de la Quinta de Olivos o con Clinton haciendo unos hoyos en
las inmediaciones del Nahuel Huapi. Hubiera sido una imagen demasiado
indigerible para un 24 de marzo. La vuelta a las relaciones carnales esta vez
está presentada (“vendida”, diría Durán Barba) como una vuelta el mundo:
salgamos de la adolescencia, maduremos, mostrémonos previsibles, seamos
realistas y aceptemos nuestro destino periférico.
Este pretendido realineamiento de Nuestra América, cerrando
el ciclo de insubordinación popular que se inició hace algunos años, tuvo su
gran puesta en escena en Buenos Aires. La apuesta de la Casa Blanca es
transformar a la Argentina, que tantas veces dificultó sus proyectos
hegemónicos a nivel continental, en el inesperado aliado que legitime el avance
de las derechas vernáculas. Obama lo señaló hasta el cansancio: Macri es el
líder de la nueva era, el ejemplo a imitar. Un Caballo de Troya para el Mercosur,
la UNASUR y la CELAC. El abanderado de la vuelta al pasado sumiso, revestido de
futuro promisorio. Pero, no hay que olvidarlo, el ciclo de subordinación que
implantó Menem terminó en la crisis y la rebelión de 2001. El Consenso de
Washington en América Latina se estrelló contra múltiples levantamientos
populares. ¿Hacia dónde irán las relaciones con Estados Unidos? Esto no depende
solamente de las intenciones de Obamacri, sino de la correlación de fuerzas
sociales. Si la puesta en escena mediática del 23 de marzo muestra un
realineamiento casi sin fisuras, las masivas movilizaciones del 24 indican que
hay que evitar las conclusiones apresuradas y mecánicas sobre los cambios en el
mapa político local y regional.
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