Ensayos neo-desarrollistas y proyectos socialistas
RESUMEN
El
ciclo progresista surgió de rebeliones populares que modificaron las
relaciones de fuerza en Sudamérica. Hubo mejoras sociales, conquistas
democráticas, y frenos a la agresión imperial. Pero se acentuó el
extractivismo exportador y la balcanización comercial. Los convenios de
cada país con China ilustran fracturas en la integración que han
facilitado el resurgimiento de los tratados de libre comercio. El
progresismo quedó afectado por ensayos neo-desarrollistas fallidos, que
no lograron canalizar las rentas agro-exportadoras hacia actividades
productivas. El gasto social permitió distender la protesta, pero el
descontento se extendió bajo los gobiernos de centroizquierda. La
derecha logró la presidencia de Argentina por las inconsistencias del
kirchnerismo, se fortaleció en Brasil por la mutación conservadora del
PT y despunta en Ecuador por las falacias del discurso oficialista. Los
conservadores ocultan la corrupción, el narco-tráfico y la desigualdad
que acosan a sus gobiernos.
Venezuela batalla contra la
intención estadounidense de retomar el control de su petróleo. Un
contragolpe chavista requiere poder comunal para erradicar el desfalco
de divisas que enriquece a la burocracia. Se define la radicalización o
la involución del proceso bolivariano. La caracterización del
ciclo progresista como un período pos-liberal omite las continuidades
con la fase previa e ignora los conflictos con el movimiento popular.
Pero la preeminencia del extractivismo no uniforma a los gobiernos, ni
convierte a las administraciones de centro-izquierda en regímenes
represivos. Los proyectos socialistas ofrecen el mejor desemboque para
la etapa en curso.
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El 2015 concluyó
con significativos avances de la derecha en Sudamérica. Macri llegó a la
presidencia de Argentina, la oposición obtuvo la mayoría en el
parlamento venezolano y persisten las presiones para acosar a Dilma en
Brasil. También hay campañas de los conservadores en Ecuador y habrá que
ver si Evo obtiene un nuevo mandato en Bolivia. ¿En qué momento se
encuentra la región? ¿Concluyó el periodo de gobiernos distanciados del
neoliberalismo? La respuesta exige definir las peculiaridades de la
última década.
CAUSAS Y RESULTADOS
El ciclo
progresista surgió de rebeliones populares que tumbaron gobiernos
neoliberales (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina) o erosionaron su
continuidad (Brasil, Uruguay). Esas sublevaciones modificaron las
relaciones de fuerza, pero no alteraron la inserción económica de
Sudamérica en la división internacional del trabajo. Al contrario, en un
decenio de valorización de las materias primas todos los países
reforzaron su perfil de exportadores básicos.
Los gobiernos
derechistas (Piñera, Uribe-Santos, Fox- Peña Nieto) utilizaron la
bonanza de divisas para consolidar el modelo de apertura comercial y
privatizaciones. Las administraciones de centro-izquierda
(Kirchner-Cristina, Lula-Dilma, Tabaré-Mugica, Correa) privilegiaron la
ampliación del consumo interno, los subsidios al empresariado local y el
asistencialismo. Los presidentes radicales (Chávez-Maduro, Evo)
aplicaron modelos de mayor redistribución y afrontaron severos
conflictos con las clases dominantes.
La afluencia de dólares,
el temor a nuevas sublevaciones y el impacto de políticas expansivas
evitaron en la región los fuertes ajustes neoliberales que prevalecieron
en otras regiones. Los clásicos atropellos que padecía el Nuevo Mundo
se trasladaron al Viejo Continente. La cirugía de Grecia no tuvo
correlato en la zona y tampoco se padecieron los desgarros financieros
que afectaron a Portugal, Islandia o Irlanda.
Este desahogo fue
también un efecto de la derrota del ALCA. El proyecto de crear un área
continental de libre comercio quedó suspendido y ese freno facilitó
alivios productivos y mejoras sociales.
Durante el decenio
imperó una drástica limitación del intervencionismo estadounidense. Los
marines y la IV flota continuaron operando, pero no consumaron las
típicas invasiones de Washington. Esta contención se verificó en el
declive de la OEA. Ese Ministerio de Colonias perdió peso frente a
nuevos organismos (UNASUR, CELAC), que intermediaron en los principales
conflictos (Colombia).
El reconocimiento estadounidense de Cuba
reflejó este nuevo escenario. Al cabo de 53 años Estados Unidos no pudo
doblegar a la isla y optó por un camino de negocios y diplomacia, para
recuperar imagen y hegemonía en la región.
Esta cautela del
Departamento de Estado contrasta con su virulencia en otras partes del
mundo. Basta observar la secuencia de masacres que soporta el mundo
árabe para notar la diferencia. El Pentágono asegura allí el control del
petróleo, aniquilando estados y sosteniendo a gobiernos que aplastan
las primaveras democráticas. Esa demolición (o las guerras de saqueo en
África) estuvieron ausentes en Sudamérica.
El ciclo progresista
permitió conquistas democráticas y reformas constitucionales (Bolivia,
Venezuela, Ecuador), que introdujeron derechos bloqueados durante
décadas por las elites dominantes. También se impuso un hábito de mayor
tolerancia hacia las protestas sociales. En este terreno, salta a la
vista el contraste con los regímenes más represivos (Colombia, Perú) o
con los gobiernos que utilizan la guerra contra el narcotráfico para
aterrorizar al pueblo (México).
El período progresista incluyó,
además, la recuperación de tradiciones ideológicas antiimperialistas.
Esta reapropiación fue visible en las conmemoraciones de los
Bicentenarios que actualizaron la agenda de una Segunda Independencia.
En varios países este clima contribuyó al resurgimiento del horizonte
socialista.
El ciclo progresista involucró transformaciones que
fueron internacionalmente valoradas por los movimientos sociales.
Sudamérica se convirtió en una referencia de propuestas populares. Pero
ahora han salido a flote los límites de los cambios operados durante esa
etapa.
FRUSTRACIONES CON LA INTEGRACIÓN
Durante el
2015 las exportaciones latinoamericanas declinaron por tercer año
consecutivo. El freno del crecimiento chino, la menor demanda de
agro-combustibles y el retorno de la especulación a los activos
financieros tienden a revertir la valorización de las materias primas.
Esa caída de precios se afianzará si el shale coexiste con el petróleo
tradicional y se consolidan otros sustitutos de insumos básicos. No es
la primera vez que el capitalismo desenvuelve nuevas técnicas para
contrarrestar el encarecimiento de los productos primarios. Estas
tendencias suelen arruinar a todas las economías latinoamericanas atadas
a la exportación agro-minera.
Las adversidades del nuevo
escenario se verifican en la reducción del crecimiento. Como la deuda
pública es inferior al pasado no se avizoran aún los colapsos
tradicionales. Pero ya declinan los recursos fiscales y se estrecha el
margen para desenvolver políticas de reactivación.
El ciclo
progresista no fue aprovechado para modificar la vulnerabilidad
regional. Esta fragilidad persiste por la expansión de negocios
primarizados en desmedro de la integración y la diversificación
productiva. Los proyectos de asociación sudamericana fueron nuevamente
desbordados por actividades nacionales de exportación, que incentivaron
la balcanización comercial y el deterioro de procesos fabriles.
Luego de la derrota del ALCA surgieron numerosas iniciativas para
forjar estructuras comunes de toda la zona. Se propusieron metas de
industrialización, anillos energéticos y redes de comunicación
compartidas. Pero estos programas han languidecido año tras año.
El banco regional, el fondo de reserva y el sistema cambiario
coordinado nunca se concretaron. Las normas para minimizar el uso del
dólar en transacciones comerciales y los emprendimientos prioritarios de
infraestructura zonal quedaron en los papeles.
Tampoco se puso
en marcha un blindaje concertado frente a la caída de los precios de
exportación. Cada gobierno optó por negociar con sus propios clientes,
archivando las convocatorias a crear un bloque regional.
El
congelamiento del Banco del Sur sintetiza esa impotencia. Esta entidad
fue especialmente obstruida por Brasil, que privilegió su BNDS o incluso
un Banco de los BRICS. La ausencia de una institución financiera común
socavó los programas de convergencia cambiaria y moneda común.
La misma fractura regional se verifica en las negociaciones con China.
Cada gobierno suscribe unilateralmente acuerdos con la nueva potencia
asiática, que acapara compras de materias primas, ventas de manufacturas
y otorgamientos de créditos.
China prioriza los
emprendimientos de productos básicos y retacea la transferencia de
tecnología. La asimetría que estableció con la región sólo es superada
por la subordinación que impuso en África.
Las consecuencias de
esta desigualdad comenzaron a notarse el año pasado, cuando China
redujo su crecimiento y disminuyó sus adquisiciones en Latinoamérica.
Además, comenzó a devaluar el yuan para incrementar sus exportaciones y
adecuar su paridad cambiaria a las exigencias de una moneda mundial.
Estas medidas acentuaron su colocación de mercancías baratas en
Sudamérica.
Hasta ahora China se expande sin exhibir ambiciones
geopolíticas o militares. Algunos analistas identifican esta conducta
con políticas amigables hacia la región. Otros observan en ese
comportamiento una estrategia neocolonial de apropiación de los recursos
naturales. En cualquier caso el resultado ha sido un aumento geométrico
de la primarización sudamericana.
En lugar de establecer
vínculos inteligentes con el gigante asiático para contrapesar la
dominación estadounidense, los gobiernos progresistas optaron por el
endeudamiento y la atadura comercial. En UNASUR o CELAC nunca se
discutió como negociar en bloque con China para suscribir acuerdos más
equitativos.
Los fracasos en la integración explican el nuevo
impulso que logró el Tratado del Pacífico. Los TLCs rebrotan con la
misma intensidad que decae la cohesión sudamericana. Estados Unidos
tiene objetivos más nítidos que en la época del ALCA. Alienta un
convenio con Asia (TTP) y otro con Europa (TTIP) para asegurar su
preeminencia en actividades estratégicas (laboratorios, informática,
medicina, militares). En el escenario que sucedió al temblor del 2008
promueve con renovada intensidad el libre-comercio.
Sudamérica
es un mercado apetecido por todas las empresas transnacionales. Estas
compañías exigen tratados con mayor flexibilidad laboral y explícitas
ventajas para litigar en los pleitos de contaminación ambiental. Estados
Unidos y China rivalizan utilizando estos mismos instrumentos de
apertura comercial.
Chile, Perú y Colombia ya aceptaron las
nuevas exigencias librecambistas del TTP en materia de propiedad
intelectual, patentes y compras públicas. Sólo esperan lograr mayores
mercados para sus exportaciones agro-minerales. Pero la gran novedad es
la disposición del gobierno argentino a participar en ese tipo
negociaciones.
Macri pretende destrabar el acuerdo con la Unión
Europea e inducir a Brasil a cierta participación en la Alianza del
Pacífico. Ha registrado que el gabinete de Dilma incluye representantes
del agro-negocio, más proclives a la liberalización comercial que al
industrialismo del MERCOSUR.
Un test de los TLCs se verificará
en las tratativas de otro convenio negociado en secreto por 50 países,
con cláusulas extremas de liberalización en los servicios (TISA). Esta
iniciativa ya afrontó un rechazo en Uruguay, pero las tratativas
continúan. El ciclo progresista está directamente amenazado por la
avalancha de libre-comercio que propicia el imperio.
FALLIDOS NEO-DESARROLLISTAS
Los límites del progresismo han sido más visibles en los intentos
nacionales de implementar políticas neo-desarrollistas. Estos ensayos
pretendieron retomar la industrialización con estrategias de mayor
intervención estatal, para imitar el desenvolvimiento del Sudeste
Asiático. A diferencia del desarrollismo clásico promovieron alianzas
con el agro-negocio y apostaron a un largo período de reversión del
deterioro de los términos de intercambio.
Al cabo de una década
no lograron avanzar en ninguna meta industrializadora. La expectativa
de igualar el avance asiático se diluyó, ante la mayor rentabilidad que
genera la explotación de los trabajadores en el Extremo Oriente. La
esperanza de conductas emprendedoras de los empresarios locales se
desvaneció, frente a la continuada exigencia de auxilios estatales. La
promoción de un funcionariado eficiente quedó neutralizada por la
recreación de ineptas burocracias.
El principal intento
neo-desarrollista se llevó a cabo en Argentina durante el decenio que
sucedió al estallido del 2001. Ese experimento fue erosionado por
múltiples desequilibrios. Se renunció a administrar en forma productiva
el excedente agrario mediante un manejo estatal del comercio exterior.
También se confió en empresarios que utilizaron los subsidios para fugar
capital sin aportar inversiones significativas. Además, se apostó a un
virtuosismo de la demanda cimentado en aportes de los capitalistas, que
prefirieron remarcar los precios.
El modelo preservó todos los
desequilibrios estructurales de la economía argentina. Afianzó la
primarización, potenció el estancamiento de la provisión de energía,
perpetuó un esqueleto industrial concentrado y sostuvo un sistema
financiero adverso a la inversión. El mantenimiento de una política
impositiva regresiva impidió modificar los pilares de la desigualdad
social.
Las tensiones acumuladas inducían a un viraje
regresivo que el candidato del kirchnerismo (Scioli) eludió al perder
los comicios. Postulaba un programa gradual de ajuste con
re-endeudamiento, devaluación, arreglo con los buitres, mayores tarifas y
recortes del gasto social.
En Brasil se ha discutido si el
gobierno del PT gestiona una variante conservadora de neo-desarrollismo o
una versión regulada del neoliberalismo. Como allí no se afrontó la
crisis y la rebelión popular que convulsionaron a la Argentina, los
cambios de política económica tuvieron menor intensidad.
Pero
al cabo de un decenio los resultados son semejantes en ambos países. La
economía brasileña se ha estancado y la expansión del consumo no ha
resuelto las desigualdades sociales, ni masificado a la clase media. Hay
mayor dependencia de exportaciones básicas y un fuerte retroceso
industrial. Los privilegios al capital financiero persisten y el
agro-negocio sofoca cualquier esperanza de reforma agraria.
Dilma introdujo el viraje conservador que el progresismo evitó en
Argentina. Ganó la elección cuestionando el ajuste promovido por su
rival (Aecio Neves) y desconoció esas promesas frente a las presiones de
los mercados. Designó un ministro de economía ultra-liberal (Levy) que
reprodujo el debut de Lula con personajes del mismo tipo (Palocci).
Durante el 2015 esta gestión ortodoxa generó subas de tasas y aumentos
de tarifas. Dilma justificó el recorte de las políticas sociales y
mantuvo las ventajas que tienen los financistas para acumular fortunas.
Pero al comienzo del nuevo año remplazó al hombre de los banqueros por
un economista más heterodoxo (Barbosa), que promete un ajuste fiscal más
pausado para atenuar la recesión. Este giro no anticipa salidas al
pantano que generan las políticas conservadoras.
Ecuador ha
padecido la misma involución del neo-desarrollismo. Correa debutó con
una reorganización del estado que potenció el mercado interno. Aumentó
los ingresos fiscales, otorgó mejoras sociales y canalizó parte de la
renta hacia la inversión pública.
Pero posteriormente enfrentó
todos los límites de experimentos análogos y optó por el endeudamiento y
el privilegio de las exportaciones. Suscribió un TLC con Europa,
facilita la privatización de las carreteras y entrega campos maduros de
petróleo a las grandes compañías.
Las falencias del
neo-desarrollismo han obstruido el ciclo progresista. Ese modelo intentó
canalizar los excedentes de la exportación hacia actividades
productivas. Pero enfrentó resistencias del poder económico y se sometió
a esas presiones.
EL NUEVO TIPO DE PROTESTAS
Durante
la última década se atenuaron los estallidos de descontento popular.
Todas las administraciones contaron con un significativo colchón de
ingresos fiscales para lidiar con las demandas sociales. La derecha
recurrió al asistencialismo, la centroizquierda concretó mejoras sin
afectar a los poderosos y los procesos radicales facilitaron conquistas
de mayor gravitación.
En toda la región hubo mayor distensión
social y los principales conflictos se trasladaron al plano político. Se
verificaron grandes resistencias contra las acciones destituyentes de
la derecha y gigantescas movilizaciones para apuntalar las batallas
electorales. Pero no se registraron levantamientos equivalentes al
periodo pre-progresista. Sólo la heroica respuesta al golpe de Honduras
se aproximó a esa escala.
La combatividad popular se expresó en
otros terrenos. Irrumpieron multitudinarias manifestaciones de
estudiantes chilenos por la gratuidad de la educación y se consumó una
llamativa huelga general en Paraguay. También se observaron activas
demandas de los campesinos, indígenas y ambientalistas en Colombia y
Perú.
Pero la principal novedad de la etapa fueron las
protestas sociales en los países gobernados por la centroizquierda. En
un contexto de fuertes presiones políticas de la derecha, esa
interpelación desde abajo puso de relieve la insatisfacción popular.
El desafío fue notorio en Argentina. Primero se extendieron las huelgas
de los docentes y estatales. Luego apareció el rechazo al pago de un
impuesto que grava a los asalariados de mayores ingresos. Este disgusto
detonó cuatro paros generales en el 2014-2015. La masividad de estas
acciones sorprendió a los gremialistas del oficialismo que se opusieron a
la protesta.
En Brasil el descontento emergió en las jornadas
de julio del 2013. Las grandes manifestaciones para reclamar mejoras en
el transporte y la educación convulsionaron a las principales ciudades.
Estas peticiones no sólo constituyeron reclamos de “segunda generación”
suplementarios de lo ya logrado. Expresaron el fastidio con las
condiciones de vida. Ese malestar se verificó en los cuestionamientos a
los gastos superfluos realizados para financiar el Mundial de Futbol, en
desmedro de las inversiones en educación.
Finalmente en
Ecuador, las movilizaciones sociales e indígenas incrementaron su
presencia callejera y alcanzaron el año pasado un pico de masividad.
Correa respondió con dureza y autoritarismo, ensanchando la grieta que
separa al oficialismo de amplios sectores populares.
¿POR QUÉ AVANZA LA DERECHA?
El arribo de Macri a la presidencia representa el primer desplazamiento
electoral de una administración centroizquierdista por sus adversarios
conservadores. Este viraje no es comparable a lo ocurrido en Chile con
la victoria de Piñera sobre Bachelet. Allí se registró una acotada
sustitución dentro de las mismas reglas neoliberales.
Macri es
un crudo exponente de la derecha. Triunfó recurriendo a la demagogia, la
despolitización y las ilusiones de concordia. Con promesas vacías
transformó los virulentos cacerolazos en una oleada de votos.
El nuevo mandatario ya designó un gabinete de gerentes para administrar
el estado como si fuera una empresa. Inició una drástica transferencia
regresiva de ingresos mediante la devaluación y la carestía. Recurre a
los decretos para criminalizar la protesta social y prepara la anulación
de los logros democráticos.
El triunfo de Macri no fue una
casualidad. Estuvo precedido por la negativa del progresismo a asumir
numerosas demandas que la derecha recogió en forma distorsionada y
demagógica. Esta responsabilidad del kirchnerismo es omitida por sus
seguidores.
Algunos progresistas observan la victoria del PRO
como una desventura pasajera y esperan retomar el gobierno en pocos
años, desconociendo las probables modificaciones del mapa político en
ese interregno. Otros suponen que la elección se perdió por mala suerte o
por el desgaste de 12 años, como si ese cansancio siguiera una
cronología fija.
Quienes atribuyen el desenlace electoral a la
prédica ciertamente efectiva de los medios de comunicación hegemónicos,
no aceptan que al mismo tiempo falló el armado alternativo de la
propaganda oficial. Lo mismo vale para quienes se burlan de la
“pos-política” del macrismo, sin registrar la decreciente credibilidad
del discurso kirchnerista. El fastidio con la corrupción, el
clientelismo y la cultura justicialista de verticalismo y lealtad
explican la victoria de Macri.
La ofensiva reaccionaria para
acosar a Dilma no logró los resultados de Argentina, pero desconcertó al
gobierno brasileño durante todo el 2015. Los derechistas comenzaron con
grandes manifestaciones en marzo, que no pudieron sostener en agosto y
menos aún en diciembre. Las movilizaciones sociales contra el golpe
institucional siguieron en cambio un curso opuesto y se engrosaron con
el paso del tiempo.
El Tribunal Supremo frenó por ahora el
juicio político y el gobierno logró un alivio, que utiliza para
reordenar alianzas a cambio de cierto desahogo fiscal. Pero Dilma sólo
ha conseguido una tregua con sus oponentes en el Congreso y los medios
de comunicación.
Al igual que en Argentina el progresismo elude
cualquier explicación de ese retroceso. Simplemente maniobra para
asegurar la supervivencia del gobierno, mediante nuevos pactos con el
poder económico, las elites provinciales y la partidocracia.
Sus teóricos evitan indagar la involución del PT que erosionó su base
social al aceptar los ajustes. En la última elección Dilma ganó por muy
poco y compensó con votos del nordeste los sufragios perdidos en el sur.
El sostén de las viejas bases obreras del PT disminuyó frente al
clientelismo tradicional.
Además, el gobierno está manchado por
graves escándalos de corrupción. Han salido a flote negociados con la
elite industrial, que retratan las consecuencias de gobernar en alianzas
con los acaudalados. En vez de analizar esta dramática mutación, los
teóricos del progresismo reiteran sus genéricos mensajes contra la
restauración conservadora.
Una regresión semejante se observa
en Ecuador. La gestión de Correa está signada por un gran divorcio entre
la retórica beligerante y la administración del status quo. El
presidente polemiza con los derechistas y es implacable en sus denuncias
de la injerencia imperial. Pero cada día cruza una nueva barrera en la
aceptación del libre-comercio y en la confrontación con los movimientos
sociales.
También aquí los análisis del progresismo se limitan a
redoblar las alertas contra la derecha. Omiten la desilusión que genera
un presidente comprometido con la agenda del establishment. Este giro
explica su reciente decisión de renunciar a un próximo mandato.
LA CENTRALIDAD DE VENEZUELA
El desenlace del ciclo progresista se juega en Venezuela. Lo que sucede
allí no es equivalente a lo acontecido en otros países. Estas
diferencias son desconocidas por quienes equiparan los recientes
triunfos de la derecha venezolana y argentina. Ambas situaciones son
incomparables.
En el primero caso los comicios se desarrollaron
en medio de una guerra económica, con desabastecimiento, hiperinflación
y contrabando de las mercancías subsidiadas. Fue una campaña llena de
pólvora, paramilitares, ONGs conspirativas y provocaciones criminales.
La derecha preparaba sus típicas denuncias de fraude para descalificar
un resultado adverso en los comicios. Pero ganó y no logra explicar cómo
pudo registrarse esa victoria bajo una “dictadura”. Por primera vez en
16 años obtuvieron mayoría en el Parlamento e intentarán convocar a un
revocatorio para deponer a Maduro.
Como no están dispuestos a
esperar hasta el 2018 se avecina un gran conflicto con el Ejecutivo.
Promoverán en el Congreso exigencias inaceptables, con el explícito
propósito de acosar al presidente (liberar golpistas, transparentar la
especulación, anular conquistas sociales).
Ningún rasgo de ese
escenario se observa en Argentina. No sólo Capriles tiene prioridades
muy distintas a Macri, sino que el chavismo difiere significativamente
del kirchnerismo. El primero surgió de una rebelión popular y declaró su
intención de alcanzar objetivos socialistas. El segundo se limitó a
capturar los efectos de una sublevación y siempre enalteció al
capitalismo.
En Venezuela hubo redistribución de la renta
afectando los privilegios de las clases dominantes y en Argentina se
repartió ese excedente sin alterar significativamente las ventajas de la
burguesía. El empoderamiento popular que desencadenó el chavismo no se
equipara con la expansión del consumo que promovió el kirchnerismo.
Tampoco el proyecto antiimperialista del ALBA guarda semejanzas con el
conservadurismo del MERCOSUR (Cieza, 2015; Mazzeo, 2015; Stedile, 2015).
Pero la principal singularidad de Venezuela proviene del lugar
que ocupa en la dominación imperial. Estados Unidos concentra todos sus
dardos contra eses país, para recuperar el control de las principales
reservas petroleras del continente. Por eso mantiene una estrategia de
agresión permanente.
Basta observar la guerra que libró el
Pentágono en Medio Oriente -demoliendo a Irak y Libia- para notar la
importancia que le asigna al control del crudo. El Departamento de
Estado puede reconocer a Cuba y discutir con presidentes adversos, pero
Venezuela es una presa no negociable.
Por esta razón los medios
de comunicación hegemónicos martillean día y noche sobre el mismo país,
con imágenes de un desastre que requiere salvamento externo. Los
golpistas son presentados como víctimas inocentes de una persecución,
omitiendo que Leopoldo López fue condenado por los asesinatos
perpetrados durante las guarimbas. Cualquier tribunal estadounidense
hubiera dictado sentencias mucho más duras frente a esas tropelías. La
diabolización mediática busca aislar al chavismo para incentivar mayores
condenas de la socialdemocracia.
Esta campaña no logró
resultados hasta la reciente victoria electoral de la derecha. Ahora se
disponen a retomar los planes para tumbar a Maduro, combinando el
desgaste que promueve Capriles con la destitución violenta que impulsa
López. Tratan de empujar al gobierno a una situación caótica para
repetir el golpe institucional perpetrado en Paraguay.
Macri es
el articulador internacional de esa conspiración. Encabeza todos los
cuestionamientos a Venezuela, mientras criminaliza la protesta en
Argentina. Gobierna por decreto en su país y exige respeto a los
parlamentarios de otra nación.
El líder del PRO ya sugiere
sanciones contra el nuevo socio del MERCOSUR, pero no habla de
Guantánamo, ni menciona los padecimientos de los presos políticos en las
cárceles estadounidenses. Pospuso su exigencia de sanciones a Venezuela
a la espera de mayores definiciones de Dilma. Pero volverá a la dureza
si estima oportuno acompañar las provocaciones de López.
DEFINICIONES IMPOSTERGABLES
El chavismo ha debido confrontar con fuertes agresiones por la
radicalidad de su proceso, la furia de la burguesía y la decisión
imperial de manejar el petróleo. El contraste con Bolivia es llamativo.
También allí ha primado un gobierno radical-antiimperialista. Pero el
Altiplano no tiene la relevancia estratégica de Venezuela y arrastra un
nivel muy superior de subdesarrollo.
Evo mantuvo la hegemonía
política y logró un crecimiento económico significativo. Forjó un estado
plurinacional desplazando a las viejas elites racistas e impuso por
primera vez la autoridad real de ese organismo en todo el territorio.
Hasta ahora la derecha no pudo disputarle el gobierno, pero hay una
batalla abierta en torno a la reelección de Morales. En cualquier caso
Bolivia no afronta aún las impostergables definiciones que debe asumir
el chavismo.
Desde la caída del precio del petróleo Venezuela
sufre un drástico recorte de los ingresos. Están amenazadas las
importaciones requeridas para el funcionamiento corriente de la
economía. También se verifica un gran desborde del déficit fiscal, la
brecha cambiaria, la inflación y la emisión.
Ya no alcanza con
la simple constatación de la guerra económica. También hay que registrar
la incapacidad del gobierno para enfrentar ese atropello. A Maduro le
ha faltado la firmeza que tuvo Fidel durante el período especial. El
sabotaje económico es efectivo porque la burocracia estatal continúa
sosteniendo con los dólares de PDVSA, un sistema cambiario que facilita
el desfalco organizado de los recursos públicos (Gómez Freire, 2015;
Aharonian, 2016; Colussi, 2015) .
Este des-manejo acentúa el
estancamiento del modelo distribucionista, que canalizó inicialmente la
renta hacia programas asistenciales y no logró posteriormente gestar una
economía productiva.
El escenario actual ofrece una nueva (y
quizás última) oportunidad para reordenar la economía. Resulta
imprescindible cortar el uso de las divisas para el contrabando de
mercancías y el ingreso de importaciones encarecidas. Ese fraude
enriquece al funcionariado aburguesado y subleva a la población. No
basta con reorganizar PDVSA, controlar las fronteras o encarcelar a
ciertos delincuentes. Sin remover a los corruptos el proceso bolivariano
se auto-condena al declive.
El chavismo necesita un
contragolpe para recuperar sostén popular. Varios economistas han
elaborado detallados programas para implementar otra gestión cambiaria, a
partir de la nacionalización de los bancos y el comercio exterior. Como
ya no hay dólares suficientes para solventar las importaciones y pagar
la deuda habría que encarar también una auditoria de ese pasivo.
Maduro ha declarado que no se rendirá. Pero en la delicada situación
actual no alcanzan las definiciones por arriba. La supervivencia del
proceso bolivariano exige construir un poder popular desde abajo. Ya
existe una legislación que define las atribuciones del poder comunal.
Sólo esos organismos permitirían sostener la batalla contra capitalistas
que burlan controles cambiarios y recuperan excedentes petroleros.
El ejercicio del poder comunal está bloqueado desde hace años por una
burocracia que empobrece al estado. Ese sector sería el primer afectado
por una democracia desde abajo. Al comenzar el año Maduro instaló una
asamblea del poder comunal. Pero el verticalismo del PSUV y la
hostilidad hacia las corrientes más radicales obstruyen esa iniciativa
(Guerrero, 2015;
Iturriza, 2015; S
zalkowicz, 2015; Teruggi, 2015).
Cualquier impulso a la organización comunal redoblará las denuncias de
la prensa internacional contra la “violación de la democracia” en
Venezuela. Estos cuestionamientos serán propagados por los artífices del
golpe estadounidense en Honduras y por los inspiradores de la farsa
institucional que derrocó a Lugo en Paraguay.
Son los mismos
personajes que silencian el terrorismo de estado imperante en México o
Colombia. Han debido aceptar la institucionalidad cubana dentro de
UNASUR, pero no están dispuestos a tolerar el desafío de Venezuela.
Confrontar con ese establishment mediático es una prioridad en todo el
continente.
OCULTAMIENTOS DERECHISTAS
El nuevo
escenario sudamericano ha envalentonado a la derecha. Piensa que llegó
su hora y promete cerrar el ciclo “populista”, para reemplazar el
“intervencionismo por el mercado” y el “autoritarismo por la libertad”.
Con estos mensajes oculta su responsabilidad directa en la devastación
sufrida durante los años 80 y 90. Los gobiernos progresistas impugnados
aparecieron frente al colapso económico y el desangre social generado
por los neoliberales. La derecha no sólo retrata ese pasado como un
proceso ajeno a sus gestiones. También encubre lo que sucede en los
países que gobierna.
Pareciera que los únicos problemas de
América Latina se ubican fuera de ese radio. Este engaño ha sido
construido por los medios hegemónicos de comunicación, que pasan por
alto cualquier información adversa a las administraciones derechistas.
El apañamiento es tan descarado que el grueso de la población desconoce
cualquier información ajena a los países objetados por la prensa
dominante. Los medios describen la inflación y las tensiones cambiarias
reinantes en los gobiernos impugnados, pero omiten el desempleo y la
precarización imperantes en las economías neoliberales.
También
resaltan la “pérdida de oportunidades” que ocasiona el control de los
capitales y silencian los terremotos que provoca la desregulación.
Despotrican contra el “artificio del consumo” y ocultan el deterioro
generado por la desigualdad.
Pero la omisión más grosera se
ubica en el funcionamiento del estado. La derecha impugna el
“paternalismo discrecional” vigente en el área progresista y desconoce
el desmoronamiento que afecta a los narco-estados, expandidos al calor
del libre comercio y la desregulación financiera. Tres economías
ponderadas por su grado de apertura y afinidad con el capital -México,
Colombia y Perú- sufren esa corrosión del estado.
México padece
el nivel de violencia más dramático de la región. Ningún funcionario de
alto rango ha sido encarcelado y numerosos territorios están bajo
control de bandas criminales. En Colombia los carteles de la droga
financian presidentes, partidos y sectores del ejército. En Perú el
grado de complicidad oficial con el tráfico de drogas incluyó la
conmutación de penas a 3200 condenados por ese delito.
Ninguno
de estos datos es difundido con la insistencia que se retratan las
desventuras de Venezuela. Esta dualidad comunicacional se extiende al
tema de la corrupción. La derecha presenta esta adversidad como una
gangrena del progresismo, olvidando la participación protagónica de los
capitalistas en los principales desfalcos de todos los estados.
Los grandes medios exponen los detalles del oscuro manejo oficial del
dinero público en Venezuela, Brasil o Bolivia. Pero no hablan de los
casos más escandalosos que afectan a sus protegidos. La indignación
colectiva que precipitó la reciente renuncia del presidente de Guatemala
no encabeza los noticieros.
La derecha recurre a las mismas
unilateralidades mediáticas parar embellecer el modelo económico de
Chile. Este esquema es ponderado por sus privatizaciones, ocultando el
asfixiante endeudamiento de las familias, la precarización laboral y las
miserables pensiones de la jubilación privada. Tampoco se comenta el
freno del crecimiento y el aumento de la corrupción, que socavan las
reformas de la educación y la previsión social prometidas por Bachelet.
El contraste entre el paraíso neoliberal y el infierno progresista
también incluye el silenciamiento del único caso de cesación de pagos
del 2015. Puerto Rico se quedó sin plata para financiar el despojo de
sus recursos humanos (emigración), naturales (reemplazo de la
agricultura por la importación de alimentos) y económicos
(deslocalización de la industria y el turismo).
Las
consecuencias del neoliberalismo no tienen espacio en los periódicos, ni
minutos en los informativos. La derecha discute el fin del ciclo
progresista omitiendo lo que sucede fuera de ese universo.
¿UN PERÍODO POS-LIBERAL?
La engañosa mirada de la derecha sobre el ciclo progresista contrasta
con el importante debate que se desenvuelve en la izquierda, entre
teóricos de la continuidad y del agotamiento de ese período.
El
primer enfoque resalta la solidez de las transformaciones de la última
década. Subrayan los logros socio-económicos, los avances en la
integración, los aciertos geopolíticos y las victorias electorales (
Arkonada, 2015a; Sader, 2015a).
La consistencia que observan en
los cambios operados se verifica en el uso del calificativo pos-liberal
para describir ese ciclo. Estiman que una etapa “pos” ha dejado atrás a
la fase precedente por la contundencia de las mutaciones registradas .
Con este enfoque polemizan con las visiones que remarcan el declive de
ese proceso (Itzamná, 2015; Sader, 2016b; Rauber, 2015) .
El
triunfo de Macri, el avance de Capriles-López y la parálisis de Dilma o
Correa han moderado estas apreciaciones e inducido a ciertas críticas.
Algunos resaltan los efectos nocivos de la burocracia o las falencias en
la batalla cultural ( Arana , 2015; Arkonada, 2015b).
Pero en
general mantienen la caracterización del período y subrayan las
limitaciones de la ofensiva conservadora. Resaltan la debilidad de ese
proyecto, la transitoriedad de sus éxitos o la proximidad de grandes
resistencias sociales (Puga Álvarez, 2015; Arkonada, 2015b).
Esta visión no permite registrar hasta qué punto la profundización del
patrón extractivista ha socavado el ciclo progresista. La sintonía de
ese esquema económico con las administraciones derechistas no se
extiende a sus pares de centroizquierda. Estos gobiernos son afectados
por las nefastas consecuencias de un modelo que deteriora el empleo e
impide el desarrollo productivo. Esta contradicción es mucho más severa
en los procesos radicales.
El supuesto de un periodo
pos-liberal omite esas tensiones. No sólo olvida que la superación del
neoliberalismo exige comenzar a revertir la primarización de la región.
También recurre a muchas indefiniciones en la caracterización del
período. Nunca se aclara si el pos-liberalismo está referido a los
gobiernos o a los patrones de acumulación.
A veces se sugiere
que conforma un período contrapuesto al Consenso de Washington. Pero en
ese caso se enfatiza el giro político hacia la autonomía, desconociendo
la persistencia del patrón de exportaciones básicas.
También se
argumenta que un cambio más sustancial del modelo económico desborda lo
que puede encarar América Latina. Este giro supondría virajes más
significativos en un capitalismo multipolar en gestación. Pero nadie
precisa como esas transformaciones alterarían la fisonomía tradicional
de la región. Lo ocurrido en la última década ilustra un curso de
primarización, contrapuesto a los pasos que debería transitar la región
para forjar una economía industrializada, diversificada e integrada.
El enfoque afín al progresismo también reivindica el basamento
económico neo-desarrollista del último decenio resaltando sus contrastes
con el neoliberalismo. Pero no registra las numerosas áreas de
complementariedad entre ambos modelos. Tampoco nota que ningún ensayo de
mayor regulación estatal ha revertido las privatizaciones, erradicado
la precariedad laboral, o modificado los pagos de la deuda.
Estas insuficiencias no constituyen el “precio a pagar” por la gestación
de un escenario pos-liberal. Perpetúan la dependencia y la
especialización primario-exportadora.
Es cierto que en la
última década hubo mejoras sociales, mayor consumo y cierto crecimiento.
Pero estos repuntes ya ocurrieron en otros ciclos de reactivación y
valorización exportadora. Lo que no ha cambiado es el perfil del
capitalismo regional y su adaptación a los requerimientos actuales de la
mundialización.
Cuando este dato es ignorado se tiende a
observar avances donde hay estancamiento y logros perdurables donde
imperan los desaciertos. El trasfondo del problema es la santificación
del capitalismo como único sistema factible. Los teóricos del
progresismo descartan la implementación de programas socialistas o a lo
sumo aceptan su eventualidad para futuros lejanos.
Con ese
presupuesto imaginan la viabilidad de esquemas heterodoxos, inclusivos o
productivos de capitalismo latinoamericano. Cada evidencia de fracaso
de este modelo es sustituida por otra esperanza del mismo tipo, que
desemboca en desengaños semejantes.
OFICIALISMO SIN REFLEXIÓN
Los problemas reales que afectan al progresismo son frecuentemente
eludidos, cuestionando exclusivamente a la burocracia, la corrupción o
la ineficiencia. Se olvida que esas adversidades suelen acosar en algún
momento a todos los modelos económicos y no constituyen una peculiaridad
de la última década.
Como se supone, además, que la única
alternativa frente a esas administraciones es el retorno conservador se
justifican conductas que terminan facilitando la restauración
derechista.
Este comportamiento se corroboró durante las
protestas que irrumpieron bajo los gobiernos de centroizquierda. Los
oficialistas rechazaron estas manifestaciones observando una mano de la
derecha en su gestación. Cuestionaron a los “desagradecidos” que ganaron
las calles, desconociendo lo hecho por las administraciones
progresistas.
Durante los paros de Argentina (2014-15) el
progresismo repitió los argumentos tradicionales del establishment.
Objetó el carácter “político” de las huelgas, omitiendo que ese perfil
no reduce su legitimidad. Arremetió contra la “extorsión de los
piquetes”, olvidando que ese chantaje es ejercido por las patronales y
no por los activistas. Ignoró que esos cortes protegen de sanciones a
los trabajadores precarizados sin derecho a la protesta.
Otros
progresistas descalificaron las huelgas afirmando que “mañana todo
seguirá igual”, como si un acto de fuerza de los trabajadores no
favoreciera su capacidad de negociación. Incluso presentaron la huelga
como un acto de “egoísmo” de los asalariados con mayores sueldos, cuando
esa ventaja ha permitido motorizar las mayores resistencias sociales de
la historia argentina.
En Brasil la reacción del PT fue
semejante. No participó en el inicio de las jornadas del 2013, expresó
su desconfianza hacia los manifestantes y sólo aceptó la validez de las
marchas cuando se masificaron. El gobierno se limitó a acusar a la
derecha de incentivar el descontento, en lugar de registrar la
desilusión popular con una administración que designa ministros
neoliberales.
La hostilidad hacia las acciones callejeras fue
un resultado de la involución del PT. Ese partido perdió sensibilidad
hacia los reclamos populares al estrechar vínculos con el empresariado y
los banqueros. Su cúpula gestiona la economía al servicio de los
capitalistas y se sorprende cuando sus bases sociales demandan lo que
siempre reclamaron.
Las mismas tensiones salieron a flote en
Ecuador frente a numerosas peticiones de los movimientos sociales en
defensa de la tierra y el agua. Como estas marchas coincidieron con
rechazos de la derecha a los proyectos impositivos del gobierno, los
oficialistas subrayaron la convergencia de ambas acciones en un mismo
proceso de restauración conservadora. En vez de propiciar una
aproximación a los reclamos sociales para forjar un frente común contra
los reaccionarios, el progresismo acompañó ciegamente a Correa.
Lo ocurrido frente a las protestas en los tres países gobernados por la
centroizquierda ilustra como las administraciones progresistas toman
distancia (en vez de aproximarse) al movimiento popular. De esa forma
pavimentan el repunte de la derecha.
DISTINCIONES PERDURABLES
Las tesis pos-liberales son objetadas por otros autores que remarcan el
agotamiento del ciclo progresista, como consecuencia del extractivismo.
Estiman que los emprendimientos mega-mineros (Tipnis, Famaitina,
Yasuni, Aratiri) y la primacía de la soja o los hidrocarburos han
impedido reducir la desigualdad social. Consideran, además, que todos
los gobiernos de América Latina convergen en un “consenso de
commodities” que acentúa la primarización (Svampa, 2014; Zibechi, 2016,
Zibechi, 2015ª).
Esta visión describe correctamente las
consecuencias de un modelo que privilegia las exportaciones básicas.
Pero postula erróneamente la preeminencia de una fisonomía uniforme en
la región. No registra las significativas divergencias que separan a los
gobiernos derechistas, centroizquierdistas y radicales en todos los
terrenos ajenos al extractivismo.
Venezuela no erradicó la
gravitación del petróleo, Bolivia no se liberó de la centralidad del gas
y Cuba mantiene su atadura al níquel o el turismo. Pero esta
dependencia no convierte a Maduro, Evo o Raúl en mandatarios semejantes a
Peña Nieto, Santos o Pinera. Las exportaciones básicas prevalecen en
toda la economía latinoamericana sin definir el perfil de los gobiernos.
Al resaltar los nefastos efectos del extractivismo se evita la
ingenua visión pos-liberal. Pero las limitaciones del progresismo no se
reducen al reforzamiento del patrón agro-minero. Tampoco el
neo-desarrollismo se define por esa dimensión. Si la impronta extractiva
constituyera el rasgo principal de ese modelo, no presentaría
diferencias significativas con el neoliberalismo.
Los nuevos
desarrollistas han intentado canalizar la renta agro-minera hacia el
mercado interno y la recomposición industrial. Fallaron en ese objetivo,
pero tuvieron una pretensión ausente en sus adversarios librecambistas.
Es importante precisar estas distinciones para elaborar
alternativas. De la exclusiva contraposición en torno al extractivismo
no emergen esas respuestas. Frente al capitalismo pos-liberal impulsado
por los teóricos de la continuidad del ciclo progresista, sus objetores
no postulan la opción socialista. Más bien enuncian genéricas
convocatorias a proyectos centrados en la multiplicación de comunidades
auto-gestionadas.
Este horizonte localista suele desechar la
necesidad de un estado administrado por las mayorías populares, que
concilie la protección del medio ambiente con el desenvolvimiento
industrial. América Latina necesita nacionalizar los principales
resortes de su economía, para financiar emprendimientos productivos con
la renta agro-minera.
Los beneficiarios de estas propuestas
serían las mayorías laboriosas y no las minorías capitalistas. Aquí
radica la principal diferencia del socialismo con el neo-desarrollismo.
Los teóricos del declive progresista cuestionan el autoritarismo de los
gobiernos de ese signo. Describen restricciones a las libertades
públicas, agresiones al movimiento indígena y reforzamientos del
presidencialismo. También denuncian la sustitución de dinámicas de
hegemonía por lógicas coercitivas y el silenciamiento de las voces
independientes frente a la palabra oficial ( Svampa, 2015; Gudynas,
2015; Zibechi, 2015b) .
Pero ninguna de estas tendencias ha
convertido a una administración de centroizquierda en un gobierno de la
reacción. El único caso de ese tipo sería Ollanta Humala, que se
disfrazó de chavista y ejerce la presidencia con mano dura y entrega
neocolonial.
Es importante reconocer estas diferencias para
tomar distancia de los mensajes que divulga la derecha contra el
“autoritarismo” y el “populismo”. Mientras que los políticos
conservadores buscan unificar las críticas al progresismo en un engañoso
discurso común, la izquierda necesita delimitarse. Repudiar
explícitamente los argumentos o posturas de los reaccionarios es la
mejor forma de evitar esa trampa.
Conviene no olvidar que
radicalizar los procesos empantanados por las vacilaciones del
progresismo es una meta contrapuesta a la regresión neoliberal. Por eso
pueden existir áreas de convergencia con la centro-izquierda pero nunca
con la derecha. La confrontación con los reaccionarios es un requisito
de la acción política popular.
Estas distinciones se verifican
en todos los planos y tienen especial vigencia en el terreno
democrático. El progresismo puede adoptar actitudes coercitivas pero no
actúa estructuralmente con patrones represivos. Por esta razón un pasaje
de formas hegemónicas (consenso) a dominantes (coerción) en la gestión
estatal es habitualmente acompañado por cambios en el tipo de gobierno.
Las diferencias entre la centroizquierda y la derecha que aparecieron al
inicio del ciclo progresista persisten en la actualidad.
CONTROVERSIAS CONCRETAS
Todos los debates en curso asumen actualmente en Venezuela un contenido
urgente. Allí no se discuten diagnósticos genéricos de continuidad o
agotamiento de la etapa, sino propuestas específicas de radicalización o
involución del proceso bolivariano.
El primer planteo es
alentado por los revolucionarios. Rechazan los pactos con la burguesía,
promueven acciones efectivas contra los especuladores y auspician la
consolidación del poder comunal. Estas iniciativas retoman la audacia
que caracterizó a las revoluciones exitosas del siglo XX. Propician
tomar la iniciativa antes que la derecha gane la partida ( Conde, 2015;
Valderrama, Aponte, 2015; Aznárez, 2015; Carcione, 2015).
El
segundo enfoque es alentado por los socialdemócratas y los funcionarios
que lucran con el status quo. Sus teóricos no explicitan claramente un
programa. Ni siquiera objetan abiertamente las tesis radicales.
Simplemente soslayan las definiciones, sugiriendo que el gobierno sabrá
encontrar el camino correcto.
Con esa actitud suelen denunciar
la culpabilidad del imperialismo en todos los atropellos que sufre
Venezuela, pero no aportan propuestas para derrotar esas agresiones.
Convocan a redoblar los esfuerzos contra la “ineficiencia” o el
“descontrol”, sin mencionar la nacionalización de los bancos, la
expropiación de quienes fugan capital o la auditoria de la deuda.
En la disyuntiva actual la simple reivindicación del proceso
bolivariano (y de la adhesión que preserva) no resuelve ningún problema.
Sin discutir abiertamente por qué el chavismo perdió votantes activos,
no hay forma de revertir el mayor predicamento de la derecha. Tampoco
alcanza señalar elípticamente que el gobierno “no supo o no pudo”
adoptar las políticas adecuadas.
Más desacertado aún es
culpabilizar al pueblo por su “olvido” de lo otorgado por el chavismo.
Esta forma de razonar supone que las mejoras concedidas paternalmente
por una administración deben ser aplaudidas sin chistar. Es la mirada
contrapuesta al poder comunal y al protagonismo de trabajadores que
construyen su propio futuro.
Los proyectos de capitalismo
pos-liberal chocan con la realidad venezolana. Allí se comprueba el
carácter fantasioso de ese modelo y la necesidad de abrir caminos
anticapitalistas para impedir la restauración conservadora. Rechazar
estos senderos con un recetario de imposibilidades simplemente conduce a
bajar los brazos.
Algunos pensadores coinciden con esta
caracterización, pero estiman que “ya pasó el momento” para avanzar en
esa dirección. ¿Pero cómo se determina esa temporalidad? ¿Cuál es el
barómetro para dictaminar el fin de un proceso transformador?
La pérdida de entusiasmo, el repliegue a la vida privada y las proclamas
de “adiós al chavismo” son datos de la coyuntura. Pero muchas veces el
pueblo reaccionó frente a situaciones de extrema adversidad. No sería la
primera vez que las divisiones y los errores de la derecha precipitan
un contragolpe bolivariano.
IDENTIDAD SOCIALISTA
La
persistencia, renovación o extinción del ciclo progresista en la región
depende de la resistencia popular. No se puede indagar la continuidad o
cancelación de ese período omitiendo esta dimensión. Es un gran error
evaluar cambios de gobiernos ignorando los niveles de lucha,
organización o conciencia de los oprimidos.
Por el momento la
derecha tiene la iniciativa, pero el signo del período se definirá en
las batallas sociales que seguramente precipitarán los propios
conservadores. El resultado de esos conflictos no sólo depende de la
disposición de lucha. La influencia de corrientes socialistas,
antiimperialistas y revolucionarias será un factor clave de ese final.
Las tradiciones de estas vertientes han sido actualizadas en la última
década por movimientos sociales y procesos políticos radicales. Una
nueva generación de militantes retomó especialmente el legado de la
revolución cubana y el marxismo latinoamericano.
Chávez jugó un
papel clave en esa recuperación y su fallecimiento afectó severamente
el renacimiento de la ideológica socialista. Ese impacto fue tan grande
que indujo a buscar referentes sustitutos. La centralidad asignada al
Papa Francisco es un ejemplo de esos reemplazos, que suelen confundir
roles de mediación con papeles de liderazgo.
Es incuestionable
la utilidad de ciertas figuras para negociar con los enemigos. El primer
latinoamericano que accede al Papado aporta una buena carta de
intermediación con el imperialismo. Su presencia puede servir para
romper el bloqueo económico sobre Cuba, contrarrestar el sabotaje a las
negociaciones de paz en Colombia o interceder frente a las bandas
criminales que operan en la región. Sería insensato desperdiciar el
puente que aporta Francisco para cualquiera de esas tratativas.
Pero esa función no implica protagonismo del Papa en las batallas
contra el capitalismo neoliberal. Muchos suponen que Francisco encabeza
esa confrontación, a través de mensajes contra la desigualdad, la
especulación financiera o la devastación ambiental.
No
registran que estas proclamas contradicen la continuada fastuosidad del
Vaticano y su financiamiento a través de oscuras operaciones bancarias.
El divorcio entre prédica y realidad ha sido un clásico de la historia
eclesiástica.
El Papa retoma también varios preceptos de la
doctrina social de la Iglesia, que auspician modelos de capitalismo con
mayor injerencia estatal. Estos esquemas buscan regular los mercados,
alentar la compasión de los poderosos y garantizar la sumisión de los
desposeídos. Desenvuelven una ideología forjada durante el siglo XX en
polémica con el marxismo y sus influyentes ideas de emancipación.
Las concepciones de la Iglesia no han cambiado. Francisco intenta
retomarlas para recuperar la pérdida de adhesión que sufre el
catolicismo a manos de credos rivales. Esas religiones se han
modernizado, son más accesibles a las clases populares y están menos
identificadas con los intereses de las elites dominantes.
La
campaña del Vaticano cuenta con el beneplácito de los medios de
comunicación que enaltecen la figura de Francisco, ocultando su
cuestionado pasado bajo la dictadura argentina. Bergoglio mantiene su
vieja hostilidad a la Teología de la Liberación, rechaza la diversidad
sexual, niega los derechos de las mujeres y evita la penalización de los
pedófilos. Encubre, además, obispos impugnados por las comunidades
(Chile), canoniza misioneros que esclavizaron indígenas (California) y
facilita las agresiones contra el laicismo.
Es un error suponer
que la izquierda latinoamericana se construye en un ámbito compartido
con Francisco. No sólo persiste una gran contraposición de ideas y
objetivos. Mientras que el Vaticano continúa reclutando fieles para
disuadir la lucha, la izquierda organiza protagonistas de la
resistencia.
Es tan importante reforzar esta actitud combativa
como afianzar la identidad política de los socialistas. La izquierda del
siglo XXI se define por su perfil anticapitalista. Batallar por los
ideales comunistas de igualdad, democracia y justicia es la mejor forma
de contribuir a un desemboque positivo del ciclo progresista.
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El autor es Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es:
www.lahaine.org/katz