Por Leandro Morgenfeld
Notas.org.ar
La Cumbre de las Américas que acaba de llevarse a cabo en
Panamá generó altas expectativas, fundamentalmente porque era la primera vez
que participaría Cuba y porque Barack Obama debería encontrase cara a cara con
Nicolás Maduro luego de firmar un decreto que acusaba a Venezuela de
representar una amenaza para la seguridad nacional.
A pocas horas de terminada, es necesario realizar un balance
equilibrado. Para la derecha continental y sus grandes medios de comunicación,
el cónclave representó un triunfo de Estados Unidos. Obama pudo cerrar la
“herida” que implicaba la exclusión de Cuba -incluso fue elogiado por Raúl Castro,
con quien además tuvo un esperado encuentro bilateral-, se reunió con Nicolás
Maduro y lanzó exitosamente una nueva etapa en las relaciones con una región en
la que esperaba reposicionarse.
Así, el mandatario estadounidense logró, apenas horas antes de
participar en su última cumbre, distender las relaciones con Cuba -el
Departamento de Estado anunció que la quitará de la lista de Estados
patrocinadores del terrorismo- y envió a un alto asesor a negociar a Caracas.
Estos analistas destacan que Obama impuso su agenda a favor
de la democracia y los derechos humanos -no se privó de reunirse con
representantes de la “sociedad civil” cubana, o sea con reconocidos disidentes-
y participó en reuniones con los grandes empresarios de la región. Logró
neutralizar a Brasil -incluso se anunció una visita de Dilma Rousseff a
Washington para junio, cerrándose así el incidente derivado del espionaje que
se conoció en 2013- y sólo tuvo que soportar las “críticas anacrónicas” de los
“populistas más recalcitrantes”, léase Correa, Morales, Ortega, Kirchner y
Maduro (aunque este último hizo un llamamiento al diálogo y tuvo el sábado un
encuentro bilateral con Obama).
También visitó previamente Jamaica, donde se reunió con los
países del CARICOM, alejándolos de la influencia que supo construir Venezuela a
través de Petrocaribe. Todos los mandatarios, además, elogiaron su apertura
hacia Cuba, lo contrario que había ocurrido en la Cumbre de Cartagena, tres
años atrás.
Desde la vereda de enfrente, con menor difusión mediática,
primó la interpretación contraria. Nuestra América habría logrado doblegar al
imperio y eso fue lo que se manifestó en Panamá. Obama tuvo que “autorizar” la
participación de Cuba por la heroica resistencia de la Revolución Cubana y la
gran lucha continental (una insistente demanda de la UNASUR, la CELAC y el
ALBA, que amenazaba incluso la supervivencia de las Cumbres de las Américas).
Debió ceder ante La Habana, que no apuró la apertura de las embajadas, en tanto
no se la quitara de la lista de promotores del terrorismo. Debió doblegarse
también ante la presión popular y la campaña continental que repudió el decreto
contra Venezuela (más de 13 millones de firmas exigiendo su derogación) y ante
el reclamo casi unánime de todos los mandatarios regionales, que consideraron
que era una actitud injerencista propia de otra época.
El mismo Obama tuvo que aclarar el jueves, horas antes del
inicio de la Cumbre, que Venezuela en realidad no significaba una amenaza para
Estados Unidos, a pesar de lo que él había firmado el 9 de marzo pasado.
Obama fue criticado en el plenario del sábado fuertemente
por los mandatarios de Argentina, Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Ecuador por
las actitudes imperiales de su país. Los movimientos sociales participaron
activamente de la Cumbre de los Pueblos, que planteó una agenda alternativa,
defendió a Cuba y Venezuela, reclamó por la soberanía de las Malvinas, exigió
el retiro de las bases militares de Estados Unidos en Nuestra América y
desplegó una serie de reivindicaciones concretas sobre el desarrollo autónomo y
los derechos sociales.
Ambas lecturas contienen aspectos reales. Si desde los
anuncios de diciembre de la distensión con Cuba se pensaba que esta Cumbre
escenificaría la pérdida total de la influencia bolivariana y la aclamación de
Obama como el gran pacificador de la región, en marzo la situación cambió. La
torpe ofensiva contra Venezuela generó una amplia oposición continental y llevó
a Obama a tener que operar para desactivar la bronca regional.
Con una decidida acción diplomática, llevada a cabo en las
horas previas a la Cumbre, Obama logró anular parcialmente los dos temas más
espinosos y evitar el fracaso. La reunión de Panamá será recordada, entonces,
como la del final del conflicto con Cuba y el inicio de una nueva etapa. Por
eso la derecha neoliberal se apura a festejar. Tiene la expectativa de que,
ahora sí, es tiempo del ocaso bolivariano, de emprender la ofensiva a través de
la Alianza del Pacífico, de quebrar el Mercosur (atrayendo a Paraguay y
Uruguay, potenciando la crisis en Argentina y debilitando y negociando con
Brasil). Sin embargo, ese balance tiene más de deseo que de realidad.
En Panamá se levantaron muchas voces críticas contra Estados
Unidos y no se logró, nuevamente, una declaración final consensuada, lo cual
fue denunciado por Evo Morales, entre otros, como una muestra más de lo
inservible que son este tipo de cónclaves.
Pese a los recurrentes vaticinios de la derecha mediática,
en los últimos años, la mayoría de los gobiernos de la región lograron
mantenerse en el poder, más allá del desgaste propio y las campañas
internacionales de desestabilización. Los exponentes del neoliberalismo todavía
no pudieron capturar ningún nuevo gobierno. Más bien perdieron el de Chile. Es
cierto que el eje bolivariano no logró expandir su influencia y se encuentra a
la defensiva y ante una encrucijada. Sin embargo, no va a ser fácil para
Estados Unidos volver a reconquistar su patio trasero.
Avanzó mucho la coordinación política latinoamericana (la
UNASUR y la CELAC) y también la penetración de China (en enero, anunció
inversiones multimillonarias en la reunión de la CELAC que se realizó en
Beijing, promesa concreta que ni remotamente encontró un correlato por parte de
Estados Unidos en la reunión de Panamá).
Ya en la Cumbre de las Américas de 2009, Obama había
prometido una nueva “relación entre iguales” con los países de la región. Lo
que sobrevino después distó mucho de esas expresiones, generando una decepción
que ahora podría repetirse. El imperio funciona con una lógica propia y un
“gobierno permanente”, más allá de los matices de los eventuales ocupantes de
la Casa Blanca. Nada indica que no sigan con las acciones de desestabilización
de nuevo tipo, con novedosas formas de penetración y con agresivas campañas
ideológicas para desacreditar a sus adversarios.
Obama fue a Panamá en busca del reposicionamiento del
sistema interamericano -en torno a la OEA y las Cumbres de las Américas-, como
forma de debilitar la integración de Nuestra América, con organismos como el
ALBA, la UNASUR y la CELAC, en los que no participa Washington. Invitó allí a
no centrarse en las disputas pasadas, sino a mirar hacia adelante. Nuestra
América debe mirar hacia el futuro, pero también estudiar el pasado, para no
repetir viejos errores.
Cada vez que Estados Unidos fragmentó la unidad regional,
con promesas de ayuda financiera, equipamiento militar, concesiones comerciales
o nuevas inversiones, eso debilitó la posibilidad de desplegar estrategias más
autónomas.
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