lunes, 13 de abril de 2015

"Panamá: Balance de una Cumbre contradictoria"




Por Leandro Morgenfeld
Notas.org.ar


La Cumbre de las Américas que acaba de llevarse a cabo en Panamá generó altas expectativas, fundamentalmente porque era la primera vez que participaría Cuba y porque Barack Obama debería encontrase cara a cara con Nicolás Maduro luego de firmar un decreto que acusaba a Venezuela de representar una amenaza para la seguridad nacional.

A pocas horas de terminada, es necesario realizar un balance equilibrado. Para la derecha continental y sus grandes medios de comunicación, el cónclave representó un triunfo de Estados Unidos. Obama pudo cerrar la “herida” que implicaba la exclusión de Cuba -incluso fue elogiado por Raúl Castro, con quien además tuvo un esperado encuentro bilateral-, se reunió con Nicolás Maduro y lanzó exitosamente una nueva etapa en las relaciones con una región en la que esperaba reposicionarse.

Así, el mandatario estadounidense logró, apenas horas antes de participar en su última cumbre, distender las relaciones con Cuba -el Departamento de Estado anunció que la quitará de la lista de Estados patrocinadores del terrorismo- y envió a un alto asesor a negociar a Caracas.

Estos analistas destacan que Obama impuso su agenda a favor de la democracia y los derechos humanos -no se privó de reunirse con representantes de la “sociedad civil” cubana, o sea con reconocidos disidentes- y participó en reuniones con los grandes empresarios de la región. Logró neutralizar a Brasil -incluso se anunció una visita de Dilma Rousseff a Washington para junio, cerrándose así el incidente derivado del espionaje que se conoció en 2013- y sólo tuvo que soportar las “críticas anacrónicas” de los “populistas más recalcitrantes”, léase Correa, Morales, Ortega, Kirchner y Maduro (aunque este último hizo un llamamiento al diálogo y tuvo el sábado un encuentro bilateral con Obama).

También visitó previamente Jamaica, donde se reunió con los países del CARICOM, alejándolos de la influencia que supo construir Venezuela a través de Petrocaribe. Todos los mandatarios, además, elogiaron su apertura hacia Cuba, lo contrario que había ocurrido en la Cumbre de Cartagena, tres años atrás.

Desde la vereda de enfrente, con menor difusión mediática, primó la interpretación contraria. Nuestra América habría logrado doblegar al imperio y eso fue lo que se manifestó en Panamá. Obama tuvo que “autorizar” la participación de Cuba por la heroica resistencia de la Revolución Cubana y la gran lucha continental (una insistente demanda de la UNASUR, la CELAC y el ALBA, que amenazaba incluso la supervivencia de las Cumbres de las Américas). Debió ceder ante La Habana, que no apuró la apertura de las embajadas, en tanto no se la quitara de la lista de promotores del terrorismo. Debió doblegarse también ante la presión popular y la campaña continental que repudió el decreto contra Venezuela (más de 13 millones de firmas exigiendo su derogación) y ante el reclamo casi unánime de todos los mandatarios regionales, que consideraron que era una actitud injerencista propia de otra época.

El mismo Obama tuvo que aclarar el jueves, horas antes del inicio de la Cumbre, que Venezuela en realidad no significaba una amenaza para Estados Unidos, a pesar de lo que él había firmado el 9 de marzo pasado.

Obama fue criticado en el plenario del sábado fuertemente por los mandatarios de Argentina, Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Ecuador por las actitudes imperiales de su país. Los movimientos sociales participaron activamente de la Cumbre de los Pueblos, que planteó una agenda alternativa, defendió a Cuba y Venezuela, reclamó por la soberanía de las Malvinas, exigió el retiro de las bases militares de Estados Unidos en Nuestra América y desplegó una serie de reivindicaciones concretas sobre el desarrollo autónomo y los derechos sociales.

Ambas lecturas contienen aspectos reales. Si desde los anuncios de diciembre de la distensión con Cuba se pensaba que esta Cumbre escenificaría la pérdida total de la influencia bolivariana y la aclamación de Obama como el gran pacificador de la región, en marzo la situación cambió. La torpe ofensiva contra Venezuela generó una amplia oposición continental y llevó a Obama a tener que operar para desactivar la bronca regional.

Con una decidida acción diplomática, llevada a cabo en las horas previas a la Cumbre, Obama logró anular parcialmente los dos temas más espinosos y evitar el fracaso. La reunión de Panamá será recordada, entonces, como la del final del conflicto con Cuba y el inicio de una nueva etapa. Por eso la derecha neoliberal se apura a festejar. Tiene la expectativa de que, ahora sí, es tiempo del ocaso bolivariano, de emprender la ofensiva a través de la Alianza del Pacífico, de quebrar el Mercosur (atrayendo a Paraguay y Uruguay, potenciando la crisis en Argentina y debilitando y negociando con Brasil). Sin embargo, ese balance tiene más de deseo que de realidad.

En Panamá se levantaron muchas voces críticas contra Estados Unidos y no se logró, nuevamente, una declaración final consensuada, lo cual fue denunciado por Evo Morales, entre otros, como una muestra más de lo inservible que son este tipo de cónclaves.

Pese a los recurrentes vaticinios de la derecha mediática, en los últimos años, la mayoría de los gobiernos de la región lograron mantenerse en el poder, más allá del desgaste propio y las campañas internacionales de desestabilización. Los exponentes del neoliberalismo todavía no pudieron capturar ningún nuevo gobierno. Más bien perdieron el de Chile. Es cierto que el eje bolivariano no logró expandir su influencia y se encuentra a la defensiva y ante una encrucijada. Sin embargo, no va a ser fácil para Estados Unidos volver a reconquistar su patio trasero.

Avanzó mucho la coordinación política latinoamericana (la UNASUR y la CELAC) y también la penetración de China (en enero, anunció inversiones multimillonarias en la reunión de la CELAC que se realizó en Beijing, promesa concreta que ni remotamente encontró un correlato por parte de Estados Unidos en la reunión de Panamá).

Ya en la Cumbre de las Américas de 2009, Obama había prometido una nueva “relación entre iguales” con los países de la región. Lo que sobrevino después distó mucho de esas expresiones, generando una decepción que ahora podría repetirse. El imperio funciona con una lógica propia y un “gobierno permanente”, más allá de los matices de los eventuales ocupantes de la Casa Blanca. Nada indica que no sigan con las acciones de desestabilización de nuevo tipo, con novedosas formas de penetración y con agresivas campañas ideológicas para desacreditar a sus adversarios.

Obama fue a Panamá en busca del reposicionamiento del sistema interamericano -en torno a la OEA y las Cumbres de las Américas-, como forma de debilitar la integración de Nuestra América, con organismos como el ALBA, la UNASUR y la CELAC, en los que no participa Washington. Invitó allí a no centrarse en las disputas pasadas, sino a mirar hacia adelante. Nuestra América debe mirar hacia el futuro, pero también estudiar el pasado, para no repetir viejos errores.

Cada vez que Estados Unidos fragmentó la unidad regional, con promesas de ayuda financiera, equipamiento militar, concesiones comerciales o nuevas inversiones, eso debilitó la posibilidad de desplegar estrategias más autónomas.


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