miércoles, 15 de abril de 2015

"Los desafíos para Nuestra América a partir de la aproximación entre Estados Unidos y Cuba" (Revista Huellas)




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En la Sección Debates del número 8 hay varios artículos sobre las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba. Entre ellos, se encuentra, en las páginas 99-103, el siguiente:



Leandro Morgenfeld

Resumen

La normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba podría constituir, de concretarse, un quiebre significativo luego de décadas de agresiones contra el gobierno surgido de la revolución de 1959. Además, implicaría un cambio en la relación entre el coloso del Norte y Nuestra América, que en todos los foros regionales venía reclamando el fin de las sanciones contra Cuba y su reingreso en el sistema interamericano. Los anuncios realizados por Obama significan un triunfo para el pueblo cubano, que batalló contra el bloqueo y contra el aislamiento que Estados Unidos pretendió imponer a la isla, no reconociendo su derecho soberano a establecer su propio sistema económico-social y político. Sin embargo, también implican un gran desafío, tanto para Cuba –que desde 2011 viene implementando reformas económicas y podría recibir ahora un mayor caudal de inversiones y visitantes estadounidenses- como para América Latina y el Caribe, ya que la audaz iniciativa de Obama responde a las necesidades geoestratégicas de que Estados Unidos recupere la posición hegemónica que supo ostentar en la región a lo largo de todo el siglo XX. La anunciada distensión con Cuba, cuyo alcance se negociará en los próximos meses y dependerá de la correlación de fuerzas políticas en Estados Unidos y en Nuestra América, intentará ser utilizada por la Casa Blanca para relanzar las relaciones interamericanas y horadar la influencia del eje bolivariano.   

Palabras clave: Estados Unidos; Cuba; Distensión; Nuestra América; Desafíos


Desde que Colón desembarcó en Baracoa, al este de lo que hoy es Cuba, la mayor isla del Caribe se transformó en un lugar destacado de lo que varios siglos más tarde el genial José Martí denominó Nuestra América. Colonia fundamental del extenso imperio español, fue junto a Puerto Rico la última en desembarazarse de la tutela de Madrid. Luego de dos guerras de independencia, su autonomía fue apenas relativa, ya que debió sufrir la temprana intromisión de Estados Unidos (1898), país que luego firmó una paz con España, usurpó parte de su territorio –la Bahía de Guantánamo- e impuso condiciones lesivas a la nueva república –como la Enmienda Platt-, que terminó siendo una semi-colonia. Por décadas, el gran hermano del Norte transformó a la isla en una suerte de casino y prostíbulo propio, controló su economía y financió y apoyó militarmente a diversos gobiernos afines a sus intereses, desde Machado hasta la dictadura de Batista.
            A partir de 1959, cuando los guerrilleros barbudos desembarcaron en La Habana y voltearon al último dictador caribeño, una nueva historia comenzó. Para el pueblo cubano, que protagonizó una revolución primero anti-dictatorial y anti-imperialista, y luego socialista, ya nada sería igual. Cuba se transformó en un símbolo en Nuestra América –y más allá también-. Para los sucesivos gobiernos de Estados Unidos, era la muestra cabal de que el peligro comunista estaba a la vuelta de la esquina y amenazaba contagiar a todo lo que hasta ese entonces había sido su ordenado patio trasero. Había que actuar, en todos los frentes. Poco después de la revolución, Estados Unidos empezó a desplegar un arsenal de recursos para derrotar a los rojos que le habían arrebatado su isla: ataques militares  -invasión a Bahía de Cochinos-, atentados y desestabilizaciones –Operación Mangosta, acciones encubiertas de la CIA para fomentar a grupos contrarrevolucionarios, atentados contra Fidel Castro-, aislamiento diplomático –exclusión de la OEA en 1962, ruptura general de relaciones con Cuba votada en 1964-, sanciones económicas –bloqueo- y una furiosa campaña ideológica –en la isla y en todo el continente americano-. Esa política agresiva se mantuvo por décadas, apenas con un leve y fracasado relajamiento durante la Administración Carter.
            La tenaz resistencia del pueblo cubano, que supo construir y reconstruir la épica de una lucha entre David y Goliat, nunca dejó de sorprender al mundo entero y granjear a los cubanos una simpatía y un apoyo político que parecerían desmesurados para una pequeña isla con poco más de 10 millones de habitantes. La historia de Cuba, aún siendo parte y compartiendo un destino común con Nuestra América, se destaca por una serie de singularidades. Nadie podía prever en la posguerra que justamente allí triunfaría una revolución socialista. Tampoco que pudieran resistir una invasión militar orquestada por Estados Unidos, como la sufrida en 1961. Ni que la tercera guerra mundial estuviera a punto de estallar como consecuencia de misiles soviéticos detectados allí en octubre de 1962. Ni tampoco que pudieran los cubanos participar e impulsar movimientos revolucionarios en Asia y América, bajo el impulso primero, y la inspiración después, de Ernesto “Che” Guevara. Ni mucho menos que sobrevivieran al colapso de la Unión Soviética y al fin de la guerra fría. Hasta la longevidad de los hermanos Castro –de 88 y 83 años- parece desafiar lo previsible.
            A más de 55 años del triunfo de la revolución, Cuba volvió a concitar la atención internacional el 17 de diciembre pasado. En forma conjunta, Barack Obama y Raúl Castro anunciaron el inicio de la normalización de las relaciones bilaterales. Esa audaz movida política, precedida por meses de negociaciones secretas, tendrá impacto en Estados Unidos y en Cuba, pero también en toda Nuestra América, en los procesos de concertación y coordinación política –UNASUR, CELAC- y en los proyectos alternativos de integración regional –ALBA-.
            El giro del gobierno de Estados Unidos responde a una multiplicidad de causas, entre las que se destacan las razones geopolíticas: las agresiones fracasaron –nunca lograron derrumbar el sistema cubano- y son cada vez más repudiadas, en los foros regionales y en la mismísima ONU. En consecuencia, constituían un elemento de deslegitimación de la diplomacia estadounidense, a la vez que dificultaban el objetivo de Obama de reposicionarse en una región en la que en los últimos años avanza un eje contestatario –el bloque bolivariano- y una serie de proyectos de concertación política sin la participación de Washington, a la vez que se incrementan exponencialmente las relaciones económicas con potencias emergentes extra hemisféricas, como China. También hay motivaciones, aunque de menor jerarquía, económicas –empresas estadounidenses vinculadas al turismo, servicios y exportaciones agrícolas, que pretenden aprovechar mejor la apertura económica cubana-, electorales –Obama procura seducir a la comunidad latina, mayormente favorable al deshielo con la isla, a pesar de la oposición de los gusanos de Miami-, y hasta personales –el saliente presidente estadounidense busca reforzar su legado histórico, ser recordado como el presidente que, entre otras cosas, logró distender las relaciones con La Habana, como Nixon lo hizo con China-.
            Tras los anuncios de diciembre y las primeras medidas implementadas en enero, Obama podrá concurrir a la VII Cumbre de las Américas (Panamá, 10 y 11 de abril de 2015) mostrándose nuevamente como el presidente que pretende una relación entre iguales con sus pares del Sur –promesa con la que pretendió seducir a la región en la Cumbre de 2009, y cuyo fracaso palpable quedó patente en el cónclave interamericano de 2012, cuando se produjo una cubanización  de la Cumbre que hasta amenazó con la pervivencia de este tipo de encuentros-. Pretenderá mostrarse nuevamente como el paladín del multilateralismo y las negociaciones pacíficas, habiendo dejado atrás el unilateralismo guerrerista de su repudiado antecesor George Bush. Tendrá, así, mejores condiciones para insistir con la defensa de la democracia y el mercado como los fundamentos del desarrollo en la región, supuestos ejes para atacar a los llamados populismos latinoamericanos, y en particular para intentar aislar a los procesos más radicales, en Venezuela y Bolivia.
            Cuba, por su parte, debió avanzar hacia la distensión por las dificultades económicas que acechan su economía, potenciadas ahora por la crisis económica en Venezuela y Rusia, producto de la guerra del petróleo que derrumbó en los últimos meses el precio de ese vital insumo, dejó impotente a la OPEP y asestó un duro golpe a algunos de los principales adversarios de Estados Unidos y aliados en Cuba. El gobierno cubano viene implementando reformas económicas desde 2011, en lo que oficialmente denominan una “actualización del modelo”, que incluye una mayor apertura a las inversiones extranjeras y la mercantilización de ciertas actividades económicas, aunque el Estado preserva el control de los principales medios de producción. El bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos contra Cuba –repudiados por 188 países en la última Asamblea de la ONU- dificultó y dificulta enormemente cualquier restructuración económica. Las negociaciones bilaterales apuntan a un relajamiento de las sanciones y, si el Congreso estadounidense con mayoría republicana lo habilita, a derogar las leyes de 1992 y 1996, que profundizaron los padecimientos económicos en la isla. Para Cuba, el inicio de la normalización con Estados Unidos presenta enormes desafíos, políticos, económicos, sociales, ideológicos y culturales. Está en juego qué tipo de reformas van a aplicarse y cómo van a impactar en una economía que, reconocen todos, debe reformarse para poder recuperarse.
            Para Nuestra América –es decir, para los 33 países de América Latina y el Caribe- los desafíos no son menores. Cuba representó históricamente un símbolo: el de un país que mantuvo tenazmente su soberanía frente al coloso del Norte y el de un pueblo que, contra todos los pronósticos, eligió desarrollar una experiencia socialista en el Caribe, aún con todas las limitaciones estructurales que debió afrontar. Para las fuerzas de izquierda y progresistas de la región, Cuba tuvo y tiene una importancia capital, más allá de los debates sobre los alcances y límites que logró la revolución. A modo de ejemplo, el proyecto del ALBA, crucial para la construcción de un polo bolivariano, surgió de la confluencia de Venezuela y Cuba. La isla, sin formar parte de las Cumbres de las Américas, fue también un actor clave en la lucha de resistencia contra el ALCA y en su derrota en el cónclave de Mar del Plata, en 2005. En la Cumbre de Cartagena, hace 3 años, todos los países de Nuestra América plantearon que Cuba debía volver a la familia interamericana. Los países del ALBA lo pusieron como condición para volver a participar en ese tipo de cónclaves -escenario privilegiado para que el gobierno estadounidense imponga su agenda en la región-. El gobierno de Panamá, en 2014, resolvió invitar a Raúl Castro a la próxima Cumbre, quizás temiendo que la misma fracasara por la impugnación estadounidense a la reincorporación de Cuba. En este sentido, Estados Unidos quedó aislado en el continente. La anunciada distensión que anunció Obama, entonces, responde a la presión continental –en todas las cumbres de la UNASUR y la CELAC se viene reclamando la reincorporación de Cuba y el fin de las sanciones unilaterales de Estados Unidos- y sin lugar a dudas puede exhibirse como un triunfo de la coordinación política de Nuestra América, que supo construir una correlación de fuerzas inédita.
            Sin embargo, el giro impulsado por la Casa Blanca también presenta una serie de desafíos. En Cuba, el peligro es que la avanzada de capitales estadounidenses y la afluencia de millones de turistas estadounidenses provoquen un impacto económico e ideológico que aliente una restauración del capitalismo. A eso apunta Obama, al éxito de la estrategia del soft power, sumado a las acciones de desestabilización que pueden orquestar apoyando y financiando a grupos disidentes y profundizando las campañas ideológicas en favor del modelo americano, a partir de la nueva Embajada que se abrirá en La Habana. Para América Latina y el Caribe, también es un desafío, ya que parte de la unidad de la región se constituyó reivindicando el derecho soberano de Cuba a que su sistema económico y político sea respetado. El bloque bolivariano podría ahora verse debilitado ya que la denuncia de la agresiva política contra la isala fue uno de los ejes de su intervención política. Sin embargo, en la última Cumbre de la CELAC -28 y 29 de enero-, los mandatarios de Nuestra América, si bien saludaron los pasos tomados por Obama y Castro, también exigieron a Estados Unidos el fin del bloqueo contra Cuba y la pronta y real normalización de las relaciones –que incluyen, por ejemplo, que se retire a Cuba de la “lista negra” de países patrocinadores del terrorismo-. Eso muestra que los países de la región pueden seguir planteando una agenda propia –como en parte hicieron en la Cumbre de Cartagena de 2012- y exigiendo la desmilitarización –vía desmantelamiento de la extensa red de bases de la OTAN-, el fin de las situación coloniales –entre las que se destaca Malvinas-, el abandono de la fracasada “guerra contra las drogas”, el fin de las acciones de desestabilización de nuevo tipo, las iniciativas conjuntas contra los fondos buitre, y un sinnúmero de medidas que proponen las organizaciones sociales y políticas populares de la región, en la perspectiva anti-imperialista y anti-capitalista que recoge las mejores tradiciones del legado revolucionario cubano.
            En síntesis, el fracaso de las sanciones de Estados Unidos contra Cuba –que tanto Obama como Kerry debieron reconocer en diciembre pasado- es un gran triunfo tanto para el pueblo cubano como para el resto de los pueblos de Nuestra América que acompañaron por décadas esa lucha. Demuestra, una vez más, que la Revolución cubana, aún con todos los claroscuros de su larga historia, es una epopeya plagada de resultados destacables. Al mismo tiempo, supone una serie de peligros y desafíos tanto para Cuba –la restauración capitalista es una amenaza latente- como para el resto de las fuerzas sociales y políticas que apuestan a la construcción de una sociedad no basada en la explotación del hombre por el hombre. El desafío para Nuestra América es construir una correlación de fuerzas como la que logró derrotar el ALCA hace casi una década y no olvidar que, aún con formas menos revulsivas, el imperialismo estadounidense seguirá desplegando sus múltiples herramientas, sean ellas las más agresivas –acciones militares, apoyo a golpes de Estado, operaciones encubiertas, atentados, sanciones económicas- o las aparentemente más benévolas –programas de ayuda económica, ofrecimiento de créditos, acceso a su mercado, incentivo de las inversiones, asistencia técnica o tecnológica, promoción de los derechos humanos y la democracia-. El garrote y las zanahorias son las dos caras de una misma e histórica estrategia de dominación imperial. Y, como ya dijo el “Che” Guevara hace medio siglo, “no se puede confiar en el imperialismo ni un tantito así”. 



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