Por Atilio A. Boron
Los cancilleres de la UNASUR debían haberse
reunido en Montevideo hace poco más de una semana. Un áspero entredicho,
ocasionado por una insólita declaración del vicepresidente uruguayo que puso en
duda la afirmación del gobierno bolivariano sobre la injerencia de
Estados Unidos en los asuntos internos de Venezuela, dinamitó la reunión.
Alguien propuso que la misma debía posponerse hasta el 23 del corriente mes
pero el presidente Rafael Correa, consciente de la extrema gravedad de la
amenaza que se cierne sobre Venezuela, enmendó tamaña insensatez y convocó a una
reunión extraordinaria de cancilleres en la sede de la UNASUR, en Quito. Como
resultado de esas deliberaciones la organización emitió dos comunicados: en uno
compromete el apoyo de su Secretaría General para continuar el “más amplio diálogo político con todas las fuerzas democráticas
venezolanas, con el pleno respeto al orden institucional, los derechos humanos
y el estado de derecho” a la vez que manifiestan su apoyo a la celebración de
las próximas elecciones parlamentarias. En el otro rechazan al Decreto Ejecutivo
firmado por Obama el 9 de marzo por constituir “una amenaza injerencista a la
soberanía y al principio de no intervención en los asuntos internos de otros
Estados” a la vez que “solicita la derogación del citado Decreto Ejecutivo.”
¿Qué hacer ahora? La UNASUR se expidió y solicitó la
derogación del Decreto Ejecutivo? Es harto improbable que Obama preste oídos a
esta petición. El imperio no sólo es prepotente, también es
soberbio. Por lo tanto se abren dos senderos. Uno, si la Casa Blanca aceptara
derogar su decreto. Esto descomprimiría la situación en Venezuela porque quien
atiza el fuego de la sedición es más Washington que la débil y desprestigiada
oposición vernácula, víctima de una fenomenal orfandad de ideas y cada vez más
mimetizada con el modus operandi del paramilitarismo, lo que por cierto
disgusta y mucho a los venezolanos, aún a quienes se oponen al gobierno. Pero
el objetivo estratégico de Washington es precisamente perpetuar la crisis en
Venezuela, para lograr el “cambio de régimen”, eufemismo por “golpe de estado”,
blando o duro, poco importa. Por consiguiente, lo más probable será que Obama
opte por el segundo camino y reafirme su postura inicial, antelo cual los
gobiernos de la UNASUR, y por extensión de la CELAC, aunque sea como producto
de su instinto de conservación, deberían responder elevando la apuesta
anunciando que en tal caso desistirían de asistir a la próxima Cumbre de las
Américas programada para tener lugar en Panamá entre el 8 y el 10 de Abril
próximos. Sería un alarde de ingenuidad suponer que lo que hoy Estados Unidos
está haciendo en Venezuela no lo repetiría con cualquier gobierno que sea
percibido como poco dispuesto a inclinarse ante sus órdenes. De donde se
desprende un serio desafío para los pueblos y los gobiernos de Nuestra América:
¿qué hacer si la previsible escalada que siempre han desatado decretos como el
que firmara Obama se traduce en una agresión norteamericana antes de la cumbre?
Por ejemplo, un embargo financiero que paralice la operación de PDVSA o perturbe
el flujo del comercio exterior; un bloqueo de los puertos (como hicieron en la
Nicaragua sandinista) o una “zona de exclusión aérea”, como en Libia; o una
oleada de atentados terroristas como las que perpetraron en Cuba, Chile y
Nicaragua. En cualquiera de estos dos escenarios, la amenaza o la agresión,
¿qué sentido tendría asistir a un diálogo bajo estas circunstancias?
¿Quién se sienta a una mesa de negociaciones cuando uno de los actores apunta
con un arma a la cabeza de otro? La UNASUR y también la CELAC deberían
enviar un claro mensaje a Washington afirmando que sin la derogación del
decreto las condiciones mínimas para realizar una constructiva conferencia
internacional están ausentes y que la cumbre de Panamá deberá suspenderse hasta
nuevo aviso. Para Obama sería un serio revés ya que pondría en evidencia
el repudio regional que suscita su política belicista y, tal vez, podría llegar
a revisar su postura.
No caben dudas de que la Casa Blanca programó cuidadosamente sus dos movidas en el ajedrez geopolítico regional: la “apertura” en relación con Cuba y el endurecimiento de su trato a Venezuela, ambas efectuadas en vísperas de la cumbre. Sabe que la simultaneidad de ambas políticas, precisamente por su contradicción, puede crear profundas fisuras dentro de la UNASUR y la CELAC. Algunos serán seducidos por la “política cubana” de Obama y en ausencia de una agresión física contra Venezuela con anterioridad a la cita en Panamá serán propensos a creer, por enésima vez, en las rosadas promesas del imperio. Otros desconfiarán de sus intenciones, como ya lo han hecho saber Evo Morales y Rafael Correa. Es imposible –y temerario- olvidar que el objetivo que Washington busca sin pausa desde que Hugo Chávez lanzara su cruzada bolivariana ha sido mantener la fragmentación y balcanización de Latinoamérica y destruir la UNASUR y la CELAC. Divide et impera es un viejo adagio de los romanos cuya vigencia se ha encargado de recordar una y otra vez quien hoy es el mayor pensador del imperio, Zbigniew Brzezinski. Gracias al “huracán Chávez” América Latina y el Caribe dieron grandes pasos por la senda de la integración y la unidad, provocando hace casi diez años la gran derrota el ALCA. Washington sabe que esos avances integracionistas son incompatibles con sus designios. Por eso trabaja activamente para implosionar la UNASUR y la CELAC. Hay que frustrar esos planes del imperio y mantener la unidad lograda con tanto esfuerzo, pero también es preciso impedir que con la tranquila realización de la cumbre, al desestimarse el grave peligro que se cierne sobre Venezuela, Obama consiga una “carta blanca” para después de ese cónclave, y con su foto rodeado de sonrientes presidentes de la región, la maquinaria de guerra de su país descargue toda su furia contra la patria de Bolívar y Chávez.
Algunos aducirán que dado que no parece haber consenso dentro de la UNASUR es mejor esperar. ¿Esperar qué cosa? ¿Que el imperio haga su próxima movida en el ajedrez geopolítico regional, que seguramente no será solamente verbal, luego de lo cual podría ver la luz un comunicado post bellum lamentando los daños causados y las vidas perdidas a causa de la prepotencia imperial? ¿O es que creen que los “poderes reales” de Estados Unidos-no Obama, sino esos que nunca aparecen en la superficie, que nadie elige y que ante nadie rinden cuenta- que montaron este fatídico escenario bélico no han pensado ya las sucesivas movidas que harán en el tablero regional con el propósito de subordinar a toda la región a los dictados de un poder imperial consciente de haber iniciado su inexorable decadencia? En términos políticos la pasividad de la UNASUR, y también de la CELAC, significaría que Washington, gracias a los “caballos de Troya” que con su apoyo medran en estos organismos para neutralizar su accionar, se saldría con la suya, imponiendo gracias a la regla de la unanimidad y su capacidad de veto la indiferencia o el mutismo ante la más seria amenaza proferida por la Casa Blanca en contra de un país de América Latina y el Caribe en décadas. De ser así los “proxis” de Estados Unidos ocasionarían una parálisis que progresivamente conduciría a la inexorable defunción de ambas organizaciones. Si el silencio cómplice fuese la opción triunfante los gobiernos que dicen ser solidarios con Venezuela se enfrentarían a dos alternativas: legitimar con su pasividad la embestida de la Casa Blanca o dar un paso al frente sin más demoras para no convalidar, con el pretexto de preservar la unidad de los gobiernos del área, la agresión norteamericana que, huelga decirlo, no es sólo contra el gobierno bolivariano. Nadie puede llamarse a engaño: el derrocamiento de Nicolás Maduro se inserta en un plan más general con el que Washington intentará rediseñar el mapa sociopolítico de América Latina y el Caribe. La agresión a Venezuela desencadenaría un “efecto dominó” que, más pronto que tarde, arrasaría con todos los gobiernos de izquierda y progresistas de la región. Argentina y sobre todo Brasil ya han estado probando algunas dosis de esta medicina.
Conclusión: habrá que examinar muy cuidadosamente todo lo que Washington haga y diga en los próximos días, y si una semana antes de la cumbre el decreto no ha sido derogado, la mejor opción para Nuestra América será abstenerse de acudir a esa cita. Vivimos tiempos muy peligrosos: basta con echar una mirada a Medio Oriente (Siria, Irak, el Estado Islámico) y Europa (la crisis ucraniana) o África (Nigeria, especialmente) para comprender que en su fase de declinación Estados Unidos no será detenido por ninguna consideración moral. La UNASUR y la CELAC no escapan a las trágicas determinaciones de la época y tendrán que armarse ideológica y políticamente para repudiar y rechazar los designios de la Casa Blanca. Como ocurre con todas las crisis, esta también hará lo que le es propio: iluminar con potentes luces la escena política regional y comprobar quienes son los gobiernos que de verdad apoyan al proceso bolivariano en Venezuela -y, por extensión, a las luchas emancipatorias de toda Nuestra América- y quienes lo hacen de la boca para afuera, es decir, mientras Washington no emita una orden en contrario. Los primeros salvarán su honor como patriotas latinoamericanos; los otros, por su indiferencia, silencio o cobardía, se hundirán para siempre en la deshonra. En pocos días sabremos quienes están en uno u otro lado.
No caben dudas de que la Casa Blanca programó cuidadosamente sus dos movidas en el ajedrez geopolítico regional: la “apertura” en relación con Cuba y el endurecimiento de su trato a Venezuela, ambas efectuadas en vísperas de la cumbre. Sabe que la simultaneidad de ambas políticas, precisamente por su contradicción, puede crear profundas fisuras dentro de la UNASUR y la CELAC. Algunos serán seducidos por la “política cubana” de Obama y en ausencia de una agresión física contra Venezuela con anterioridad a la cita en Panamá serán propensos a creer, por enésima vez, en las rosadas promesas del imperio. Otros desconfiarán de sus intenciones, como ya lo han hecho saber Evo Morales y Rafael Correa. Es imposible –y temerario- olvidar que el objetivo que Washington busca sin pausa desde que Hugo Chávez lanzara su cruzada bolivariana ha sido mantener la fragmentación y balcanización de Latinoamérica y destruir la UNASUR y la CELAC. Divide et impera es un viejo adagio de los romanos cuya vigencia se ha encargado de recordar una y otra vez quien hoy es el mayor pensador del imperio, Zbigniew Brzezinski. Gracias al “huracán Chávez” América Latina y el Caribe dieron grandes pasos por la senda de la integración y la unidad, provocando hace casi diez años la gran derrota el ALCA. Washington sabe que esos avances integracionistas son incompatibles con sus designios. Por eso trabaja activamente para implosionar la UNASUR y la CELAC. Hay que frustrar esos planes del imperio y mantener la unidad lograda con tanto esfuerzo, pero también es preciso impedir que con la tranquila realización de la cumbre, al desestimarse el grave peligro que se cierne sobre Venezuela, Obama consiga una “carta blanca” para después de ese cónclave, y con su foto rodeado de sonrientes presidentes de la región, la maquinaria de guerra de su país descargue toda su furia contra la patria de Bolívar y Chávez.
Algunos aducirán que dado que no parece haber consenso dentro de la UNASUR es mejor esperar. ¿Esperar qué cosa? ¿Que el imperio haga su próxima movida en el ajedrez geopolítico regional, que seguramente no será solamente verbal, luego de lo cual podría ver la luz un comunicado post bellum lamentando los daños causados y las vidas perdidas a causa de la prepotencia imperial? ¿O es que creen que los “poderes reales” de Estados Unidos-no Obama, sino esos que nunca aparecen en la superficie, que nadie elige y que ante nadie rinden cuenta- que montaron este fatídico escenario bélico no han pensado ya las sucesivas movidas que harán en el tablero regional con el propósito de subordinar a toda la región a los dictados de un poder imperial consciente de haber iniciado su inexorable decadencia? En términos políticos la pasividad de la UNASUR, y también de la CELAC, significaría que Washington, gracias a los “caballos de Troya” que con su apoyo medran en estos organismos para neutralizar su accionar, se saldría con la suya, imponiendo gracias a la regla de la unanimidad y su capacidad de veto la indiferencia o el mutismo ante la más seria amenaza proferida por la Casa Blanca en contra de un país de América Latina y el Caribe en décadas. De ser así los “proxis” de Estados Unidos ocasionarían una parálisis que progresivamente conduciría a la inexorable defunción de ambas organizaciones. Si el silencio cómplice fuese la opción triunfante los gobiernos que dicen ser solidarios con Venezuela se enfrentarían a dos alternativas: legitimar con su pasividad la embestida de la Casa Blanca o dar un paso al frente sin más demoras para no convalidar, con el pretexto de preservar la unidad de los gobiernos del área, la agresión norteamericana que, huelga decirlo, no es sólo contra el gobierno bolivariano. Nadie puede llamarse a engaño: el derrocamiento de Nicolás Maduro se inserta en un plan más general con el que Washington intentará rediseñar el mapa sociopolítico de América Latina y el Caribe. La agresión a Venezuela desencadenaría un “efecto dominó” que, más pronto que tarde, arrasaría con todos los gobiernos de izquierda y progresistas de la región. Argentina y sobre todo Brasil ya han estado probando algunas dosis de esta medicina.
Conclusión: habrá que examinar muy cuidadosamente todo lo que Washington haga y diga en los próximos días, y si una semana antes de la cumbre el decreto no ha sido derogado, la mejor opción para Nuestra América será abstenerse de acudir a esa cita. Vivimos tiempos muy peligrosos: basta con echar una mirada a Medio Oriente (Siria, Irak, el Estado Islámico) y Europa (la crisis ucraniana) o África (Nigeria, especialmente) para comprender que en su fase de declinación Estados Unidos no será detenido por ninguna consideración moral. La UNASUR y la CELAC no escapan a las trágicas determinaciones de la época y tendrán que armarse ideológica y políticamente para repudiar y rechazar los designios de la Casa Blanca. Como ocurre con todas las crisis, esta también hará lo que le es propio: iluminar con potentes luces la escena política regional y comprobar quienes son los gobiernos que de verdad apoyan al proceso bolivariano en Venezuela -y, por extensión, a las luchas emancipatorias de toda Nuestra América- y quienes lo hacen de la boca para afuera, es decir, mientras Washington no emita una orden en contrario. Los primeros salvarán su honor como patriotas latinoamericanos; los otros, por su indiferencia, silencio o cobardía, se hundirán para siempre en la deshonra. En pocos días sabremos quienes están en uno u otro lado.
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