Rey Desnudo. Revista de libro
Año IV, No. 7, Primavera 2015, pp. 99-106
ISSN: 2314-1204
Comentario bibliográfico
Schmidli, William Michael: The Fate of Freedom Elsewhere. Human Rights and U.S. Cold War Policy toward Argentina, Ithaca, Nueva York, Cornell University Press, 2013.
Por Leandro Morgenfeld
CONICET / UBA
Fecha de recepción: 19/08/2015
Fecha de aprobación: 28/08/2015
Para
quienes estudiamos la historia de las relaciones interamericanas, y en
particular las de Estados Unidos y Argentina, la revisión del vínculo del
gigante del Norte con las dictaduras que asolaron el Cono Sur en los setenta es
un tema ya de por sí relevante. Este documentadísimo libro de William Michael
Schmidli, profesor de la Bucknell University, pone el foco en un tema muy
controvertido de la política exterior estadounidense: se ocupa de analizar
cómo, durante la Administración Carter (1977-1981), hubo un intento de
trasladar la retórica de los derechos humanos al ámbito de la política
exterior, a través de una serie de iniciativas concretas. El autor analiza los
alcances y límites de este supuesto giro
(desde una óptima supuestamente realista, defendida por Kissinger para
justificar sus alianzas con dictadores sudamericanos, hacia una concepción más
idealista o principista), enfocándose en las relaciones con Argentina, que se
transformó en un caso testigo. La investigación, profusa en documentos diplomáticos
y en entrevistas a funcionarios, arroja luz en tres niveles distintos: el de la
política exterior estadounidense en general, el de la política hacia América Latina y el de las relaciones
bilaterales con Argentina.
El
primer capítulo está dedicado al análisis de cómo la doctrina de la seguridad
nacional, desde los albores de la guerra
fría, moldeó el vínculo de las relaciones interamericanas y, en particular,
aceitó las relaciones con las fuerzas armadas latinoamericanas, a través de los
programas de asistencia militar, las conferencias anuales de los ejércitos
americanos y el adoctrinamiento de miles de integrantes de las fuerzas armadas a
través del Comando Sur y de las bases en Panamá, donde se instauró la Escuela
de las Américas. El incremento de la asistencia militar y los programas de
entrenamiento fueron la contracara de la Alianza para el Progreso, lanzada por
Kennedy en 1961 para intentar contrarrestar la influencia revolucionaria
cubana. Hacia 1968, más de 25000 soldados latinoamericanos habían sido
entrenados en Estados Unidos, y 30000 habían recibido cursos en la zona del
Canal de Panamá. Esta política impulsada por los halcones del Pentágono, según
el autor, potenció las ambiciones políticas de los líderes militares, en
detrimento de las democracias regionales, dando lugar en los años sesenta y
setenta a numerosos golpes de estado.
El
segundo capítulo se ocupa, ya más específicamente, de las relaciones entre
Estados Unidos y Argentina entre 1960 y 1976. Schmidli analiza la transición
entre un esquema en el que predominaba la influencia francesa en las fuerzas
armadas locales, hacia otro con una impronta estadounidense cada vez más
definida. Este capítulo, en el que el autor sintetiza el devenir de las
relaciones bilaterales previas al período en el que focaliza su investigación,
es quizás el más flojo del libro. Se reproducen allí algunos errores fácticos –confunde
la fecha de la reunión “secreta” entre Frondizi y el Che, y también la del
segundo encuentro entre Kennedy y Frondizi, que sitúa en febrero de 1962,
cuando en realidad se realizó en diciembre de 1961, justamente para negociar el
voto argentino en la reunión de Punta del Este que votó la exclusión de Cuba de
la OEA;
se refiere al episodio de las cartas supuestamente obtenidas en la embajada de
Cuba en Buenos Aires –utilizadas por la inteligencia estadounidense para forzar
una confrontación de Frondizi con Castro-, sin aclarar que eran apócrifas, como
está ampliamente documentado- y se omite la cita de buena parte de la bibliografía
argentina que se ocupó de las relaciones bilaterales. Por ejemplo, cuando se
evalúa el rol de Estados Unidos en los golpes de 1962, 1966 y 1976, no hay
referencias a autores argentinos que analizaron esa problemática, como Scenna,
Tcach y Rodríguez,
Rapoport y Laufer,
Mazzei y
Novaro,
sólo por nombrar algunos de ellos.
El
tercer capítulo está dedicado a analizar el ascenso del movimiento por los
derechos humanos en Estados Unidos, en el período 1970-76. Destaca allí los
casos emblemáticos de Olga Talamante -secuestrada en Argentina en 1974-, quien
se transformó en una bandera de las organizaciones que abogaban por introducir la
problemática de los derechos humanos en la agenda de la política exterior
estadounidense; el subcomité liderado por el diputado Frank Church; las
gestiones del senador J. William Fulbright; las acciones del diputado Donald M.
Fraser, que potenciaron ONGs como la reconocida Washington Office on Latin America (WOLA). Esta se transformó en un
puente entre los grupos de solidaridad latinoamericanos, los exiliados y las
organizaciones de derechos humanos con funcionarios en la capital
estadounidense, para hacer visible las condiciones de los derechos humanos en
la región e influir en la política estadounidense hacia América Latina.
El
cuarto capítulo analiza los primeros dos años de la Administración Carter,
cuando los derechos humanos irrumpieron en la política exterior estadounidense,
de la mano de la destacada figura de Patricia Derian, Subsecretaria de Estado
para los derechos humanos y asuntos humanitarios. El autor analiza en detalle
las pugnas entre halcones y palomas, tanto en la Casa Blanca, como
en el Capitolio, el Departamento de Estado y la propia embajada en Buenos
Aires. En este relato, donde prevalecen más las disputas personales que las
explicaciones estructurales, Derian se transforma en el símbolo de una
quijotesca lucha, destinada al fracaso, o sea al ocaso de los derechos humanos
en la agenda exterior estadounidense. La reconocida funcionaria hizo de la
Argentina un caso emblemático para redefinir la política exterior
estadounidense, ubicando a los derechos humanos al tope de la agenda
estadounidense. El capítulo narra con detalle los obstáculos y resistencias que
desplegaron los cold warriors -y quienes
secundaron sus ideas, como el Subsecretario de Estado para Asuntos Americanos
Terence Todman-, quienes previsiblemente doblegaron la posición de Derian y sus
aliados promediando la Administración Carter: “La ausencia de una detallada
guía de lineamientos políticos impidió que se consumara el esfuerzo de Patricia
Derian por institucionalizar los derechos humanos en la política exterior
estadounidense y contribuyó a incrementar entre la burocracia de Washington la
resistencia a la Oficina de los Derechos Humanos” (p. 106).
El autor enfatiza más las luchas intra burocráticas que las explicaciones más
amplias, que se focalicen en el uso sesgado de los derechos humanos (para
condenar a los gobiernos de Argentina y Cuba, por ejemplo, pero no así al de
Chile, encabezado por Pinochet), en el marco de la propaganda anti-soviética
propia de la guerra fría.
El
quinto capítulo se ocupa específicamente de los derechos humanos en la relación
Estados Unidos-Argentina en el período transicional de 1978 a 1979. Desarrolla
la amplia tarea de Franklin A. “Tex” Harris, funcionario en la embajada en
Buenos Aires, quien se transformaría en un gran aliado de Derian para presionar
en Estados Unidos en pos del recorte de la ayuda económica y la asistencia
militar a la Junta Argentina. Esta ofensiva, sin embargo, se topó con una
enorme oposición por parte de la burocracia en Washington, la cúpula
empresarial, funcionarios de alta jerarquía de la Administración Carter, el
Departamento de Defensa y los medios de comunicación conservadores. Schmidli
describe la gran batalla que se dio en torno al voto estadounidense negativo
para otorgar créditos a la Argentina en las instituciones financieras
internacionales, como el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco
Internacional de Reconstrucción y Fomento, que forzaron a Videla, por ejemplo, a
aceptar la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en
septiembre de 1979. Este incremento de la presión sobre la Junta –que se
produjo también en un encuentro personal entre Carter y Videla en Panamá-, fue
pasajero. Harris chocó sistemáticamente con su superior, el embajador en Buenos
Aires, Raúl Castro, partidario de apoyar a la facción “moderada” de Videla y
Viola. En Washington, en tanto, las críticas de los líderes empresarios, medios
conservadores y sus representantes en el Congreso llegaron a su punto máximo,
argumentándose que esta política principista enarbolada por Derian y sus
acólitos perjudicaba la economía estadounidense: “Exacerbadas [esas críticas]
por el creciente déficit en la balanza de pagos y el resurgimiento de la
tensión en la guerra fría, hacia la
segunda mitad de la presidencia de Carter la agenda de los derechos humanos
iría debilitándose en el rubro de las prioridades de la política
estadounidense” (p. 155).
El
sexto capítulo se ocupa de las relaciones bilaterales en los dos últimos años
del gobierno de Carter, cuando la frustración de Derian se hizo palpable: la
Casa Blanca inició un giro en su política hacia la Argentina, tendiente a
normalizar el vínculo bilateral y a poner fin a las críticas oficiales al
régimen. Esto respondió a los crecientes cuestionamientos de la empresarios y
medios conservadores estadounidenses, que acusaban a la Administración Carter
de obstruir las potencialmente provechosas relaciones comerciales con la
Argentina, negándole créditos. Este cambio coincidió con la nueva etapa de la guerra fría que se inició en 1979,
cuando se produjo la caída del régimen del Shá en Irán, la invasión soviética a
Afganistán y el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua. Uno de los
principales impugnadores del giro que se había producido en 1977 fue Zbigniew
Brzezinski, asesor del National Security
Council, quien señaló que las críticas a la Junta Militar Argentina por la
violación de derechos humanos eran contraproducentes para los intereses
estadounidenses. En los meses subsiguientes, Carter cedió ante la presión de la
comunidad de negocios, en función de recomponer el vínculo con el lobby empresario, tras lo cual fluyeron
nuevamente las transferencias de fondos hacia Argentina (en 1979, las
exportaciones estadounidenses hacia el país del sur se incrementaron un 140%
respecto al año anterior). En un porcentaje similar se elevó la deuda argentina
con bancos internacionales privados, liderados por los estadounidenses. Ese
mismo año, se inició la colaboración de las fuerzas armadas argentinas en la
lucha contrainsurgente en Centro América: se enviaron asesores a Honduras, El
Salvador y Guatemala para contener la influencia sandinista. En síntesis,
señala el autor, “En vista de las agresivas iniciativas soviéticas en África y
las crisis en Irán y Nicaragua, Carter crecientemente se movió hacia las más
tradicionales políticas de la guerra fría, postuladas por Brzezinski” (p.
174). La contracara de la creciente
influencia de este asesor fue el ocaso de la política de derechos humanos
impulsada por Derian, cuyo poder fue limado, hasta que renunció. El nuevo giro neoconservador, muestra el autor,
antecedió al triunfo de Reagan en las elecciones de noviembre de 1980.
El
libro cierra con unas Conclusiones, que en realidad no son tales, sino una
suerte de epílogo sobre la consolidación de las alianzas con dictaduras del
Tercer Mundo tras la asunción de Ronald Reagan. Incluso en la campaña, el candidato
republicano se ocupó de criticar el oprobio al que Carter había sometido a la
Junta Militar Argentina. En su gobierno, planteó, el tema de los derechos humanos
volvería al terreno de la quiet diplomacy
que había cultivado Kissinger –las “observaciones” sobre esta temática sensible
debían plantearse a través de canales reservados, no públicos-. Dos meses
después de asumir, la Administración Reagan anunció planes para convencer a los
legisladores de derogar la prohibición de vender armamentos y suplementos
militares a la Argentina, y en julio se terminó con la política de votar en
contra de los créditos para la Argentina en las instituciones financieras
internacionales, basada en el tema de los derechos humanos. Para reforzar este
acercamiento, a mediados de mayo Viola fue invitado a una visita oficial a
Washington. Sólo en las últimas dos páginas del libro, Schmidli presenta una
suerte de síntesis y conclusiones generales, destacando brevemente los alcances
y límites de la política impulsada por Derian y sus aliados, y por qué el caso
argentino fue emblemático.
La
lectura del libro es recomendable por sus virtudes: es un documentadísimo
análisis del rol de los derechos humanos en la política exterior estadounidense
que permitió modificar la dirección que los halcones impusieron en el Departamento
de Estado desde que la doctrina de la seguridad nacional se impuso en los
inicios de la guerra fría. El libro
muestra adecuadamente que el alcance de ese giro, durante la primera mitad de
la Administración Carter, fue limitado y fugaz. Se centra en algunas figuras
emblemáticas que lograron introducir en las distintas esferas de gobierno en
Washington las demandas de un movimiento de base bastante extendido desde los
sesenta, focalizándose en la gran heroína del relato de Schmidli: Patricia
Derian. En el ascenso, auge y posterior declinación de esta funcionaria parece
graficarse la fugacidad del lugar destacado que supieron ganar las
consideraciones de los derechos humanos en la política trazada por el
Departamento de Estado. Como en muchos otros análisis anglosajones sobre esta
dimensión de la política estadounidense, el texto despliega toda su riqueza en
el seguimiento pormenorizado de las trayectorias y acciones de determinados
funcionarios, ocupando un lugar destacado del análisis las disputas intra burocráticas,
muchas de las cuales se conocen más profundamente gracias a las entrevistas
realizadas por el autor –entre las que se destacan, entre otras, las de
Patricia Derian, “Tex” Harris, Robert Cox y Olga Talamante-.
Sin
embargo, en este punto radica, entiendo, una de las flaquezas del libro. Falta
una explicación más compleja y general de por qué el tema de los derechos
humanos no logró transformarse en una variable explicativa relevante en la
política exterior estadounidense, ni siquiera durante la presidencia de Carter
(ni hablar de su antecesor Ford o su sucesor Reagan). Las menciones al cambio
de contexto internacional en 1979 aparecen en segundo plano, en relación con
las disputas personales. Además, no se explica al carácter “miope” de la
exigencia de respeto a los derechos humanos: ¿por qué no se compara, por
ejemplo, con la dictadura de Pinochet? En las más de 250 páginas del libro, por
ejemplo, no se hace referencia a la dictadura chilena y a las posturas de
Derian y su grupo en relación a la sistemática violación de los derechos
humanos en el país trasandino. Esa comparación, según mi opinión, hubiera
enriquecido el análisis. Tampoco se hace referencia, salvo para el embargo
cerealero de 1979, a las crecientes relaciones de Argentina con la Unión Soviética
desde 1976 –que explicarían, en parte, por qué pudo avanzar en Estados Unidos
la parcial impugnación a la dictadura de Videla, y no así a la de Pinochet-. No
se hace referencia a la bibliografía argentina sobre las relaciones bilaterales
–este aspecto muestra lo incompleto del capítulo 2, por ejemplo-, no citándose
autores que abordaron diversas problemáticas de ese período -como los
anteriormente citados-, entre muchos otros, y tampoco a algunos autores
anglosajones que se ocuparon del vínculo bilateral, como Sheinin.
Esta omisión desbalancea la investigación, que es más relevante en cuanto a la
historia de la política exterior estadounidense, y menos en cuanto a las
relaciones con América Latina y a la relación bilateral con la Argentina, que
aparece más bien como caso testigo para analizar un aspecto más general.
Por
último, y creo que acá está quizás la falencia más relevante del libro, no se
analiza la política exterior de ese período como parte de un acción imperial y
en el contexto de una etapa particular de la guerra fría. Se plantea que el tema de los derechos humanos podía
ser una buena propaganda contra el comunismo –por eso esa apelación no sólo fue
apoyada por sectores de izquierda y progresistas en Estados Unidos, sino
también por sectores conservadores que juzgaron que podía convertirse en una
eficaz arma ideológica para atacar a los países socialistas-, pero no se
explica adecuadamente qué implicancias tiene que el gobierno de UN país se atribuya
el derecho de juzgar el respeto o violación de los derechos humanos (o la
democracia, podríamos agregar) en los demás países, por encima de las
soberanías nacionales. Este debate no sólo es importante desde el punto de
vista histórico, sino también en la actualidad. Creo que el enfoque del autor,
aunque bien intencionado, adolece de cierta mirada ingenua en tanto supone que
las ONGs y movimientos sociales progresistas podrían potencialmente presionar a
la Casa Blanca para contrarrestar la presión del lobby empresario y así hacer de la política exterior estadounidense
un arma contra las tiranías en otros países no centrales. Su investigación, de
todas formas, muestra los límites casi infranqueables que debieron enfrentar
quienes pretendieron imbuir de cierto idealismo o principismo la política
exterior estadounidense en los años setenta.
Scenna, Miguel
Ángel 1970 ¿Cómo fueron las relaciones
argentino-norteamericanas?, Buenos Aires, Plus Ultra.
Realizamos un
relevamiento parcial de la bibliografía sobre las relaciones
argentino-estadounidenses en ese período en Morgenfeld, Leandro 2014 “Argentina
y Estados Unidos, golpe a golpe (1966-1976)”, SAAP. Publicación de Ciencia Política de la Sociedad
Argentina de Análisis Político, Vol. 8, N. 2, noviembre, pp. 521-554.