Explorador N° 1: Estados Unidos
Por Carlos Alfieri
Aún
es notoria la índole de primera potencia mundial de Estados Unidos. Sin
embargo, su supremacía, que sigue siendo absoluta en el terreno militar
e importante en el de las nuevas tecnologías, ofrece crecientes signos
de debilidad en los ámbitos político y económico.
n los catorce años que transcurrieron desde el comienzo del siglo XXI hasta el presente se sucedieron en la historia de Estados Unidos
acontecimientos de extraordinaria relevancia, cuya proyección influyó
en el destino de otras naciones, así como ciertos fenómenos mundiales
modelaron el devenir de la gran potencia de América del Norte.
Estos hechos intensificaron el debate teórico acerca de la naturaleza,
los límites y el porvenir de su hegemonía global, un tema que tiempo
antes muy pocos discutían.
La vocación expansionista de Estados Unidos conoció una
dinámica arrolladora desde el siglo XIX, volcada primero a la conquista
de los territorios de sus primitivos habitantes, y después a los de
México, Centroamérica, el Caribe, el océano Pacífico lejano. Pero sería
después de la Segunda Guerra Mundial,
que devastó las economías de las potencias derrotadas tanto como las de
sus oponentes, cuando Estados Unidos emergería, con su infraestructura
industrial intacta y su poderío económico, militar y político
multiplicado, como el gran imperio mundial. No estaba solo: tenía
enfrente a su ex aliado estratégico en la victoria sobre la Alemania
nazi, la Unión Soviética, erosionada por las tremendas pérdidas humanas y
materiales de su esfuerzo bélico.
A mediados del
siglo XX la supremacía de Estados Unidos en el mundo capitalista era
indiscutida, y su poder e influencia eran decisivos en los demás países,
que de una u otra manera estaban subordinados. Capitalismo y Estados
Unidos eran –y siguen siendo– sinónimos, un capitalismo puro, salvaje,
sin complejos ni inhibiciones, arrasador, potente y dinámico.
La implosión de los regímenes comunistas en la URSS y Europa del Este situó
a Estados Unidos como única superpotencia mundial, lo que el politólogo
Francis Fukuyama caracterizó como “el fin de la Historia”. Sin embargo,
en este nuevo paisaje
geopolítico, que parecía sellar el momento de máximo esplendor del
imperio norteamericano, asomarían nuevas contradicciones y nuevos
conflictos, que venían a recordar la complejidad de los múltiples
factores que tejen la historia.
El resurgimiento económico de Japón, Alemania y el resto de Europa occidental
(que Washington apoyó en la segunda posguerra mundial, porque
necesitaba mercados para sus productos y un cinturón próspero para
contener la expansión comunista) fue vertiginoso, hasta erigir a estos
países y regiones, a los que se agregarían otros, como Corea del Sur y
Taiwán, en temibles competidores de la potencia norteamericana. La
otrora imbatible industria estadounidense fue perdiendo competitividad;
los automóviles, los aparatos electrónicos y otros productos japoneses,
coreanos y alemanes invadieron el mundo; al monopolio de la industria
aeronáutica norteamericana se le opuso con éxito la
franco-británica-germana.
En la década de 1980, bajo la presidencia
de Ronald Reagan, el neoliberalismo comienza a imponer sus designios:
desregulación de los mercados, debilitamiento del papel fiscalizador y
ordenador del Estado, recorte de los beneficios sociales, privatización
de las empresas públicas, caída de las barreras que impedían la libre
circulación de capitales en el mundo. Es la llamada globalización. A su
sombra, el capitalismo financiero alcanza un poder casi absoluto y nacen
formas nuevas y sofisticadas de especulación: el dinero ya no fabrica
cosas sino dinero; ciertas operaciones permiten que en pocos minutos
algunos “magos” de Wall Street puedan ganar fortunas siderales.
En las puertas del siglo XXI irrumpe con
fuerza incontenible en el escenario mundial un nuevo actor, China,
destinado a cambiar las reglas del juego hegemónico internacional. Su
peculiar sistema, que combina las formas capitalistas de producción con
la vigencia de un Estado fuerte controlado por el Partido Comunista,
condujo al país a un crecimiento económico de una magnitud y una rapidez
sin precedentes. Es el primer exportador del planeta, su PIB sólo está
por detrás del de Estados Unidos y crece a un ritmo muchísimo mayor que
el de éste, y a finales de 2013 sobrepasó a la potencia norteamericana
como líder del comercio internacional. El FMI y la OCDE vaticinan que en
2016 China será la primera economía del mundo.
No fueron pocos, en el último decenio y
medio, los hechos que denotaron profundas grietas en la política, la
sociedad, la defensa y la economía de Estados Unidos. George W. Bush,
que se definía como “un conservador compasivo”, ganó las elecciones
presidenciales de 2000 en medio de numerosas irregularidades y
acusaciones de fraude: fue la Corte Suprema la que dictaminó finalmente
su triunfo. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001
revelaron, por lo menos, groseras e inexplicables fallas de los
servicios de inteligencia y de los dispositivos de defensa, y desnudaron
la vulnerabilidad de la gran potencia. El huracán Katrina, en agosto de
2005, no fue sólo una calamidad natural: el 80% de la ciudad de Nueva
Orleans quedó inundada durante semanas porque el sistema de diques que
la protegía fue arrasado, y el auxilio a los afectados por parte de los
organismos oficiales fue tardío e ineficaz. El Estado neoliberal mostró
su impotencia para hacer frente a una tragedia social. El impresionante y
costosísimo despliegue de sus fuerzas armadas en Irak y Afganistán no
aseguró la imposición en esos países de una férrea “pax americana”. El
estallido de la crisis económica en 2007/2008, que empezó en Estados
Unidos y se trasladó después a Europa, puso al descubierto las trampas,
las falacias y la rapiña practicadas por el gran capital financiero en
el marco de la desregulación imperante. No obstante, ninguno de los
máximos responsables del cataclismo fue juzgado, y siguieron cobrando
sus fabulosos bonus. El Estado acudió con centenares de miles
de millones de dólares –dinero de los contribuyentes– a salvar a las
instituciones financieras que eran “demasiado grandes para quebrar”.
Estados Unidos sigue siendo la
superpotencia mundial: su superioridad militar es apabullante; mantiene
la vanguardia en el dominio de las nuevas tecnologías, particularmente
en el ámbito informático y armamentístico, y está viviendo un
renacimiento energético inesperado a causa de la introducción a gran
escala de la técnica del fracking (que implica graves daños
ecológicos y unas inversiones cuantiosas) para liberar el gas y el
petróleo encerrados en las formaciones rocosas.
Pero es, también, el país más endeudado
del mundo: su deuda pública, se estima, llegará en 2014 a 18,3 billones
de dólares (China y Japón son sus principales acreedores). Y es, además,
un país donde las desigualdades aumentan aceleradamente: los ingresos
medios del 1% más rico de sus habitantes crecieron un 271% en los
últimos 50 años, en tanto los del 90% más pobre lo hicieron en un 22%.
La caída del salario real de los trabajadores ha sido espectacular: a
comienzos de 2014 el salario mínimo era de 7,25 dólares por hora, un 23%
menor, en valores constantes, que en 1968; si hubiese estado en
relación con la inflación y el incremento de la productividad promedio,
debería ser hoy de 25 dólares por hora.
La realidad actual de Estados Unidos
configura un mosaico complejo, variado, atravesado por múltiples líneas
de fuerza. Este número de Explorador, primero de la Segunda
Serie de la publicación, constituye una herramienta de primer orden para
indagar en sus principales aspectos.
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