Victoria y desestabilización
Por Atilio A. Boron (Página/12)
El 4
de septiembre de 1970, Salvador Allende, el candidato de la Unidad
Popular –coalición formada por los partidos Comunista, Socialista y
Radical y otras tres pequeñas agrupaciones políticas–, obtenía la
primera minoría en las elecciones presidenciales chilenas. Allende
representaba la línea más radical del socialismo chileno y durante la
década del 60 había demostrado en los hechos su profunda solidaridad y
amistad con el pueblo y el gobierno cubanos, a punto tal que cuando se
crea la OLAS, la Organización Latinoamericana de Solidaridad, para
defender a la cada vez más acosada Revolución Cubana y ofrecer una
cobertura a la campaña del Che en Bolivia, la presidencia de esta
institución recayó en las manos del por entonces senador chileno. Tres
candidatos se presentaron a las elecciones del 4 de septiembre: aparte
de Allende concurría el candidato de la derecha tradicional, el ex
presidente Jorge Alessandri; y el de la desfalleciente y fracasada
Revolución en Libertad, impulsada por la democracia cristiana, Radomiro
Tomic. Al final de la jornada, el recuento arrojó estos guarismos:
Allende (UP), 1.076.616 votos; Alessandri (Partido Nacional), 1.036.278;
y Tomic (DC), 824.849. La legislación electoral de Chile establecía que
si el candidato triunfador no obtenía la mayoría absoluta de los votos,
el Congreso Pleno debía elegir al nuevo presidente entre los dos más
votados. A nadie se le escapaba la enorme significación histórica que
asumiría la consolidación de la victoria de Allende: sería el primer
presidente marxista de la historia, que llegaba al poder en un país de
Occidente en el marco de las instituciones de la democracia burguesa y
en representación de una coalición de izquierda radical. El impacto en
la derecha latinoamericana y mundial de la victoria de Allende fue
enorme y tremendas presiones desestabilizadoras se desataron desde la
misma noche de su victoria.
El Congreso fijó para el día 24 de octubre de 1970 la fecha de la
sesión que confirmaría el triunfo de Allende. Pero un día antes un
comando de la derecha hiere mortalmente, en un atentado terrorista, al
general constitucionalista René Schneider, quien habría de morir pocos
días después. Schneider había manifestado que las fuerzas armadas
chilenas debían respetar el veredicto de las urnas y lo pagó con su
vida. La CIA, que venía siguiendo los sucesos de Chile muy de cerca
desde comienzos de los sesenta, fue la que, en colaboración con un grupo
de la extrema derecha chilena, planeó y ejecutó ese luctuoso operativo.
Pese a la conmoción del momento, el Congreso procedió a ratificar el
triunfo de Allende por 153 votos contra 35 para Alessandri.
Vale la pena recordar estos antecedentes ahora que se acaban de
cumplir 43 años de la magnífica gesta del pueblo chileno y de Salvador
Allende. Y recordar también que, según documentación desclasificada de
la CIA, el 15 de septiembre de 1970, pocos días después de las
elecciones, el presidente Richard Nixon convocó a su despacho a Henry
Kissinger, consejero de Seguridad Nacional; a Richard Helms, director de
la CIA, y a William Colby, su director adjunto, y al fiscal general
John Mitchell a una reunión en la Oficina Oval de la Casa Blanca para
elaborar la política a seguir en relación con las malas nuevas
procedentes desde Chile. En sus notas, Colby escribió que “Nixon estaba
furioso” porque estaba convencido de que una presidencia de Allende
potenciaría la diseminación de la revolución comunista pregonada por
Fidel Castro no sólo a Chile sino al resto de América latina. En esa
reunión, Nixon propuso impedir que Allende fuese ratificado por el
Congreso a cualquier precio. Estas fueron sus instrucciones: “Una chance
en diez, tal vez, pero salven a Chile. Vale la pena el gasto. No
preocuparse por los riesgos implicados en la operación. No involucrar a
la embajada. Destinar 10 millones de dólares para comenzar, y más si es
necesario hacer un trabajo de tiempo completo. Mandemos los mejores
hombres que tengamos. De inmediato: hagan que la economía grite. Ni una
tuerca ni un tornillo para Chile. En 48 horas quiero un plan de acción”.
El encargado de monitorear todo el proyecto fue Henry Kissinger y ya
sabemos cómo terminaría esta conspiración tres años más tarde.
Si miramos el panorama actual de América latina y el Caribe veremos
que la actuación de Washington poco o nada ha cambiado. Que como decía
la poesía de Violeta Parra, “el león es sanguinario en toda generación”.
La actuación del imperialismo en los países de Nuestra América, y
especialmente en la vanguardia formada por Cuba, Venezuela, Bolivia y
Ecuador, no difiere hoy lo que la CIA y las otras agencias del gobierno
estadounidense aplicaran con salvajismo en el Chile de Allende:
Schneider asesinado, Carlos Pratts asesinado en Buenos Aires, Orlando
Letelier (ex canciller de Allende) asesinado a cientos de metros de la
Casa Blanca, amén de los miles de detenidos, torturados y desaparecidos
después del golpe militar de 1973. Sería ingenuo pensar que hoy, en la
Oficina Oval de la Casa Blanca, el inverosímil Premio Nobel de la Paz
convoque a sus asesores para elaborar estrategias políticas distintas en
relación con las resistencias que se alzan en contra del imperialismo
en Cuba como en Venezuela, en Bolivia como en Ecuador y, por añadidura,
en toda América latina y el Caribe, región absolutamente prioritaria
para preservar la integridad de la retaguardia imperial. En contra de
los discursos colonizadores, racistas y autodescalificadores que
pregonan la irrelevancia de esta parte del mundo, los trágicos sucesos
de Chile ya demostraban hace más de cuarenta años nuestra crucial
relevancia para la dominación global de Estados Unidos. Hoy podemos
afirmar, sin temor a equivocarnos, que por comparación a lo ocurrido en
aquellas aciagas jornadas de 1970, la importancia de Nuestra América es
muchísimo mayor, como lo es la virulencia terrorista del imperio en su
empeño por retrotraer la situación de nuestros países a la existente
antes del triunfo de la Revolución Cubana. De ahí la necesidad de tomar
nota de las lecciones que nos deja el caso chileno y no bajar la guardia
ni por un segundo ante tan perverso e incorregible enemigo,
cualesquiera sean sus gestos, retóricas o personajes que lo representen.
Nixon, Reagan, Bush (padre e hijo), Clinton y Obama son, en el fondo,
lo mismo: marionetas que administran un imperio que vive del saqueo y el
pillaje, amparado por un formidable aparato ideológico y comunicacional
y un todavía más tremendo poder de fuego capaz de eliminar toda forma
de vida en el planeta Tierra. Sería imperdonable que nos equivocáramos
en la caracterización de su naturaleza y sus verdaderas intenciones.
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