Max Paul Friedman, Rethinking Anti-Americanism. The History of an Exceptional Concept in American Foreign Relations (2012)
Reseñado por Leandro Morgenfeld
Historia 46:I, enero-junio 2013, 257-260.
Max Paul Friedman, Rethinking Anti-Americanism. The History of an Exceptional Concept in American Foreign Relations, New York, Cambridge University Press, 2012, 358 páginas.
Por Leandro Morgenfeld
En Estados Unidos, hace décadas, están obsesionados con el supuesto
sentimiento anti-americano (anti-estadounidense) diseminado por todo el mundo.
"No nos comprenden", "nos envidian", "nos odian".
En su brillante último libro, Max Paul Friedman, historiador alemán y profesor
de la American University (Washington
DC) presenta un completísimo análisis del devenir de ese concepto fundamental
para la ideología y la política del país del norte. A partir de una ambiciosa
investigación que abrevó en archivos de nueve países de América y Europa, el
autor consigue desentrañar los distintos usos de uno de los mitos que
condicionan la política interna en Estados Unidos y su relación con el resto
del mundo, en particular con sus principales áreas de influencia.
Tras los atentados
contra las Torres Gemelas, en 2001, el propio presidente George W. Bush reflotó
la idea de que debía combatirse a los "anti-americanos", aquellos que
"odian nuestra libertad". A partir de ese entonces, se registró una
explosión de artículos periodísticos y académicos que intentaron dar cuenta del
fenómeno del "anti-americanismo". Tempranamente en Estados Unidos se
gestó la idea del "Destino Manifiesto", de que eran un pueblo elegido
por Dios que debía civilizar al resto del mundo, exportando sus valores. Quienes
no entienden esto son calificados como irracionales. En desacuerdo con el
extendido despliegue de este mito, Friedman se planteó revisar el concepto del
"anti-americanismo" desde una perspectiva histórica, para
contextualizar su origen y evolución. Y se centró en Europa y América Latina, dos
regiones que integran el "Mundo Occidental", es decir el área de
mayor influencia de Estados Unidos.
El libro reviste un
gran interés histórico y también político. Friedman tiene por objeto demostrar
cómo el concepto de "anti-americanismo" fue utilizado en los últimos
dos siglos para frenar reformas progresistas en Estados Unidos y también para
deslegitimar cualquier crítica externa a sus políticas. Su función, que
persiste en la actualidad, es estigmatizar a quienes no comulgan, por ejemplo,
con la política exterior de Washington. Sean estadounidenses o extranjeros, son
inmediatamente catalogados como "anti-americanos", o sea que se
oponen a los supuestos valores fundantes de
la sociedad estadounidense, como la democracia o la libertad. Friedman,
por el contrario, demuestra que no es real el peligro derivado de un supuesto extendido
sentimiento anti-yanqui a nivel mundial. El autor centra su investigación en el
análisis de las falacias de quienes
apelan a la acusación de "anti-americanos" y en mostrar de qué forma
ese concepto empobrece la política estadounidense, legitimando, por ejemplo,
violaciones a los derechos humanos, limitando libertades de los ciudadanos o
manteniendo un desmesurado aparato de seguridad. A lo largo de los siglos XIX y
XX, se apeló al mote de "anti-americano" como un epíteto para
descalificar cualquier crítica. Jean-Paul Sartre, Carlos Fuentes, Martin Luther
King Jr., Charles De Gaulle o Mark Twai, por ejemplo, fueron tildados de
"anti-americanos", cuando en realidad eran críticos de distintos
aspectos de la política o la sociedad estadounidense, así como también lo eran
de otras sociedades.
El "anti-americanismo",
de acuerdo a los usos corrientes, es definido como una ideología, un prejuicio
cultural, una forma de resistencia, una amenaza, una oposición a la democracia,
un rechazo a la modernidad o una neurótica envidia a Estados Unidos. Friedman
advierte, en cambio, que para hablar propiamente de "anti-americanismo",
deberían estar presentes al menos dos elementos: una hostilidad particular
hacia Estados Unidos (más que hacia otros países) y un odio generalizado hacia
Estados Unidos (hacia todos los aspectos de su sociedad, no hacia alguno de
ellos, como la política exterior). Así, rechazar el accionar del Pentágono en
América Latina, por ejemplo, no equivale a impugnar al pueblo de Estados
Unidos. Así como cuestionar la política del gobierno de Israel contra el pueblo
palestino no equivale a aborrecer al pueblo judío, tampoco criticar a la Casa
Blanca implica oponerse a Estados Unidos como sociedad.
En el primer
capítulo, Friedman plantea una historización del concepto y recorre sus
mutaciones mostrando, por ejemplo, cómo fue utilizado para desestimar las
críticas a la anexión de la mitad del territorio mexicano en 1846 o para
catalogar como anti-americanos a quienes luchaban por la abolición de la
esclavitud u otras reformas sociales. También explica por qué es erróneo, para
el siglo XIX, calificar a las elites latinoamericanas y europeas como
"anti-americanas" y a las masas como "pro-americanas".
Friedman demuestra que ambas caracterizaciones sobre-simplifican una realidad
mucho más diversa y compleja.
El siguiente
capítulo se centra en cómo el concepto se expandió y fue (mal) usado en la
primera mitad del siglo XX por periodistas, académicos y funcionarios
estadounidenses. Los críticos eran (des)calificados como desleales a los
Estados Unidos y los extranjeros como irracionales y poco cooperativos. La
etiqueta de "anti-americano", así, pasó a ser un instrumento al
servicio de horadar cualquier planteo contrario al sistema imperante. El
término operó asociando las proclamas de reforma social y el disenso político
con formas de traición a la patria. De esta forma, las protestas mundiales
contra la ejecución de los anarquistas Sacco y Vanzetti, por ejemplo, fueron
etiquetadas como "anti-americanas".
El tercer capítulo
se ocupa de la Europa de posguerra. Muestra cómo la guerra fría amplificó la
magnitud del poder discursivo del "anti-americanismo". En base al
análisis de encuestas científicas, Friedman relativiza el supuesto incremento
de un sentimiento anti-yanqui en Europa durante esos años, incluso en Francia,
considerada como la cuna de la oposición a Estados Unidos en el Viejo
Continente. Esa percepción errónea, explica el autor, llevó al Departamento de
Estados a impulsar políticas desacertadas que afectaron los intereses
nacionales.
El cuarto capítulo
está dedicado íntegramente a analizar la tortuosa relación con América Latina
en ese mismo período de la guerra fría,
focalizando en el caso Guatemala y los sucesivos golpes de Estado impulsados
por la CIA contra gobiernos democráticos. Los funcionarios estadounidenses, la
prensa y la mayoría de los académicos dieron por sentada la existencia de un
extendido rechazo latinoamericano al país del norte, que se explicaba por la
ignorancia y envidia que caracterizaban a quienes habitaban al sur del Río
Grande. Sin embargo, advierte Friedman, las políticas de los gobiernos latinoamericanos,
los textos escritos, los datos emanados de encuestas y los documentos
diplomáticos muestran que la realidad era muy distinta de la caricatura acríticamente
asumida en Washington. Muestran los documentos desclasificados que Kennedy, en
1963, si bien sabía que el ex presidente guatemalteco Arévalo no era
"anti-americano", no dudó en etiquetarlo de esa forma e impulsar un
segundo golpe, en 1963, para evitar que volviera al poder.
El capítulo quinto
está dedicado a De Gaulle y su oposición a la guerra de Vietnam, lo cual le
valió el mote de campeón de los "anti-americanos". Friedman demuestra
lo sesgado de esta percepción y cómo llevó a Estados Unidos a cometer uno de
los peores errores históricos de su política exterior, tras haber ignorado las
advertencias del gobierno de París.
El siguiente
capítulo se centra en mostrar cómo el concepto mutó en los años sesenta y
sirvió para intentar impugnar la ola de protestas que sacudió a Estados Unidos
y buena parte del mundo occidental. Este movimiento global contestatario sólo
podría ser calificado de "anti-americano" si se adscribe a una noción
hiper-conservadora de lo americano. Tanto los que se opusieron a la guerra de
Vietnam como los que lucharon en contra de la proliferación nuclear en los años
ochenta, plantea Friedman, no deberían de ninguna manera ser etiquetados como
"anti-americanos".
Por último, en un
interesante epílogo, el autor se enfoca en analizar cómo a partir del ataque
del 11 de septiembre de 2001 floreció nuevamente el concepto y se renovó el
mito, con consecuencias nefastas para la política interna y exterior estadounidenses.
Los cultores de este mito están obsesionado con el supuesto odio irracional
hacia Estados Unidos. Y no son sectores aislados, sino que mantienen una enorme
capacidad de influir en Estados Unidos política e ideológicamente. Por eso es tan
relevante la investigación histórica de Friedman. A diferencia de muchos
académicos estadounidenses, él no está obsesionado con el supuesto
"anti-americanismo" de los extranjeros, que es algo marginal, sino
con la obsesión con el "anti-americanismo" que prima entre los
estadounidenses. El riesgo, advierte, es que ese prisma no permita comprender
al resto de las sociedades, que no pueden ser maniqueamente catalogadas en pro
o anti-americanas. La política estadounidense, argumenta Friedman, no podrá
reformarse en tanto no se abandone la práctica de calificar como
"anti-americana" cualquier postura interna o externa que cuestione el
estado de cosas imperante.
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