domingo, 28 de julio de 2013

Reseña de "Repensando el anti-americanismo", de Max Paul Friedman




Max Paul Friedman, Rethinking Anti-Americanism. The History of an Exceptional Concept in American Foreign Relations (2012)

Reseñado por Leandro Morgenfeld

Historia 46:I, enero-junio 2013, 257-260.

Max Paul Friedman, Rethinking Anti-Americanism. The History of an Exceptional Concept in American Foreign Relations, New York, Cambridge University Press, 2012, 358 páginas.


 Por Leandro Morgenfeld
 
En Estados Unidos, hace décadas, están obsesionados con el supuesto sentimiento anti-americano (anti-estadounidense) diseminado por todo el mundo. "No nos comprenden", "nos envidian", "nos odian". En su brillante último libro, Max Paul Friedman, historiador alemán y profesor de la American University (Washington DC) presenta un completísimo análisis del devenir de ese concepto fundamental para la ideología y la política del país del norte. A partir de una ambiciosa investigación que abrevó en archivos de nueve países de América y Europa, el autor consigue desentrañar los distintos usos de uno de los mitos que condicionan la política interna en Estados Unidos y su relación con el resto del mundo, en particular con sus principales áreas de influencia.
            Tras los atentados contra las Torres Gemelas, en 2001, el propio presidente George W. Bush reflotó la idea de que debía combatirse a los "anti-americanos", aquellos que "odian nuestra libertad". A partir de ese entonces, se registró una explosión de artículos periodísticos y académicos que intentaron dar cuenta del fenómeno del "anti-americanismo". Tempranamente en Estados Unidos se gestó la idea del "Destino Manifiesto", de que eran un pueblo elegido por Dios que debía civilizar al resto del mundo, exportando sus valores. Quienes no entienden esto son calificados como irracionales. En desacuerdo con el extendido despliegue de este mito, Friedman se planteó revisar el concepto del "anti-americanismo" desde una perspectiva histórica, para contextualizar su origen y evolución. Y se centró en Europa y América Latina, dos regiones que integran el "Mundo Occidental", es decir el área de mayor influencia de Estados Unidos.
            El libro reviste un gran interés histórico y también político. Friedman tiene por objeto demostrar cómo el concepto de "anti-americanismo" fue utilizado en los últimos dos siglos para frenar reformas progresistas en Estados Unidos y también para deslegitimar cualquier crítica externa a sus políticas. Su función, que persiste en la actualidad, es estigmatizar a quienes no comulgan, por ejemplo, con la política exterior de Washington. Sean estadounidenses o extranjeros, son inmediatamente catalogados como "anti-americanos", o sea que se oponen a los supuestos valores fundantes de  la sociedad estadounidense, como la democracia o la libertad. Friedman, por el contrario, demuestra que no es real el peligro derivado de un supuesto extendido sentimiento anti-yanqui a nivel mundial. El autor centra su investigación en el análisis de las  falacias de quienes apelan a la acusación de "anti-americanos" y en mostrar de qué forma ese concepto empobrece la política estadounidense, legitimando, por ejemplo, violaciones a los derechos humanos, limitando libertades de los ciudadanos o manteniendo un desmesurado aparato de seguridad. A lo largo de los siglos XIX y XX, se apeló al mote de "anti-americano" como un epíteto para descalificar cualquier crítica. Jean-Paul Sartre, Carlos Fuentes, Martin Luther King Jr., Charles De Gaulle o Mark Twai, por ejemplo, fueron tildados de "anti-americanos", cuando en realidad eran críticos de distintos aspectos de la política o la sociedad estadounidense, así como también lo eran de otras sociedades.
            El "anti-americanismo", de acuerdo a los usos corrientes, es definido como una ideología, un prejuicio cultural, una forma de resistencia, una amenaza, una oposición a la democracia, un rechazo a la modernidad o una neurótica envidia a Estados Unidos. Friedman advierte, en cambio, que para hablar propiamente de "anti-americanismo", deberían estar presentes al menos dos elementos: una hostilidad particular hacia Estados Unidos (más que hacia otros países) y un odio generalizado hacia Estados Unidos (hacia todos los aspectos de su sociedad, no hacia alguno de ellos, como la política exterior). Así, rechazar el accionar del Pentágono en América Latina, por ejemplo, no equivale a impugnar al pueblo de Estados Unidos. Así como cuestionar la política del gobierno de Israel contra el pueblo palestino no equivale a aborrecer al pueblo judío, tampoco criticar a la Casa Blanca implica oponerse a Estados Unidos como sociedad.
            En el primer capítulo, Friedman plantea una historización del concepto y recorre sus mutaciones mostrando, por ejemplo, cómo fue utilizado para desestimar las críticas a la anexión de la mitad del territorio mexicano en 1846 o para catalogar como anti-americanos a quienes luchaban por la abolición de la esclavitud u otras reformas sociales. También explica por qué es erróneo, para el siglo XIX, calificar a las elites latinoamericanas y europeas como "anti-americanas" y a las masas como "pro-americanas". Friedman demuestra que ambas caracterizaciones sobre-simplifican una realidad mucho más diversa y compleja.
            El siguiente capítulo se centra en cómo el concepto se expandió y fue (mal) usado en la primera mitad del siglo XX por periodistas, académicos y funcionarios estadounidenses. Los críticos eran (des)calificados como desleales a los Estados Unidos y los extranjeros como irracionales y poco cooperativos. La etiqueta de "anti-americano", así, pasó a ser un instrumento al servicio de horadar cualquier planteo contrario al sistema imperante. El término operó asociando las proclamas de reforma social y el disenso político con formas de traición a la patria. De esta forma, las protestas mundiales contra la ejecución de los anarquistas Sacco y Vanzetti, por ejemplo, fueron etiquetadas como "anti-americanas".
            El tercer capítulo se ocupa de la Europa de posguerra. Muestra cómo la guerra fría  amplificó la magnitud del poder discursivo del "anti-americanismo". En base al análisis de encuestas científicas, Friedman relativiza el supuesto incremento de un sentimiento anti-yanqui en Europa durante esos años, incluso en Francia, considerada como la cuna de la oposición a Estados Unidos en el Viejo Continente. Esa percepción errónea, explica el autor, llevó al Departamento de Estados a impulsar políticas desacertadas que afectaron los intereses nacionales.
            El cuarto capítulo está dedicado íntegramente a analizar la tortuosa relación con América Latina en ese mismo período de la guerra fría, focalizando en el caso Guatemala y los sucesivos golpes de Estado impulsados por la CIA contra gobiernos democráticos. Los funcionarios estadounidenses, la prensa y la mayoría de los académicos dieron por sentada la existencia de un extendido rechazo latinoamericano al país del norte, que se explicaba por la ignorancia y envidia que caracterizaban a quienes habitaban al sur del Río Grande. Sin embargo, advierte Friedman, las políticas de los gobiernos latinoamericanos, los textos escritos, los datos emanados de encuestas y los documentos diplomáticos muestran que la realidad era muy distinta de la caricatura acríticamente asumida en Washington. Muestran los documentos desclasificados que Kennedy, en 1963, si bien sabía que el ex presidente guatemalteco Arévalo no era "anti-americano", no dudó en etiquetarlo de esa forma e impulsar un segundo golpe, en 1963, para evitar que volviera al poder.
            El capítulo quinto está dedicado a De Gaulle y su oposición a la guerra de Vietnam, lo cual le valió el mote de campeón de los "anti-americanos". Friedman demuestra lo sesgado de esta percepción y cómo llevó a Estados Unidos a cometer uno de los peores errores históricos de su política exterior, tras haber ignorado las advertencias del gobierno de París.
            El siguiente capítulo se centra en mostrar cómo el concepto mutó en los años sesenta y sirvió para intentar impugnar la ola de protestas que sacudió a Estados Unidos y buena parte del mundo occidental. Este movimiento global contestatario sólo podría ser calificado de "anti-americano" si se adscribe a una noción hiper-conservadora de lo americano. Tanto los que se opusieron a la guerra de Vietnam como los que lucharon en contra de la proliferación nuclear en los años ochenta, plantea Friedman, no deberían de ninguna manera ser etiquetados como "anti-americanos".      
            Por último, en un interesante epílogo, el autor se enfoca en analizar cómo a partir del ataque del 11 de septiembre de 2001 floreció nuevamente el concepto y se renovó el mito, con consecuencias nefastas para la política interna y exterior estadounidenses. Los cultores de este mito están obsesionado con el supuesto odio irracional hacia Estados Unidos. Y no son sectores aislados, sino que mantienen una enorme capacidad de influir en Estados Unidos política e ideológicamente. Por eso es tan relevante la investigación histórica de Friedman. A diferencia de muchos académicos estadounidenses, él no está obsesionado con el supuesto "anti-americanismo" de los extranjeros, que es algo marginal, sino con la obsesión con el "anti-americanismo" que prima entre los estadounidenses. El riesgo, advierte, es que ese prisma no permita comprender al resto de las sociedades, que no pueden ser maniqueamente catalogadas en pro o anti-americanas. La política estadounidense, argumenta Friedman, no podrá reformarse en tanto no se abandone la práctica de calificar como "anti-americana" cualquier postura interna o externa que cuestione el estado de cosas imperante.

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