Brasil y la Copa de las Manifestaciones
En un mes de junio vibrante, Brasil logró el bicampeonato. Ganó la
Copa de las Confederaciones y también ganó las calles. Millones de
jóvenes son protagonistas de este novedoso despertar. Tensiones, debates
y perspectivas de la irrupción popular que mezcló fútbol y política
como nunca antes.
En el momento menos esperado, cuando
toda la atención estaba enfocada en la puesta en escena de la FIFA -una
de las mayores corporaciones planetarias-, el pueblo brasilero salió a
la calle y en cada rincón del país se colmaron las calles de jóvenes. La
indignación trascendió las redes sociales y produjo la mayor
movilización de protesta desde 1984, al final de la dictadura. El
movimiento surgió para rechazar el aumento de los boletos de subtes y
colectivos. El 13 de junio la Policía Militar reprimió ferozmente en San
Pablo, lo cual generó una reacción popular en todo Brasil. Tres días
después empezó la Copa. El fastuoso Maracaná fue reinaugurado
oficialmente, pero los jóvenes estaban más preocupados, créase o no, por
la salud, la educación y el transporte públicos. Y por la
democratización de la política. Y por hacerse oír. Fútbol y política
danzaron un complejo samba, no exento de pasión, durante dos semanas. El
Rey Pelé, siguiendo su trayectoria conservadora, no tuvo mejor idea, el
19 de junio, que exhortar a los brasileros a defender a su selección
abandonando las calles. Al revés que Maradona, quien en noviembre de
2005 acompañó en Mar del Plata la movilización de masas que repudiaba la
presencia de Bush y permitió derrotar definitivamente al ALCA. La
mayoría, en Brasil, logró vivir la pasión futbolera y celebrar cada
gambeta de Neymar y al mismo tiempo rechazar a Blatter y sus negociados
mundialistas. Muchos torcedores
llenaron las tribunas con pancartas de protesta, a pesar de la
prohibición de la FIFA. Y fuera de los estadios también hubo
multitudinarias manifestacioines en cada partido, algo totalmente
inédito. El pedido de Pelé no tuvo eco: al día siguiente, y a pesar de
que se había logrado derrotar el aumento de 20 centavos en los pasajes,
se produjo la movilización histórica de un millón y medio de brasileros
en 100 ciudades. Nadie se quería quedar afuera de la historia.
Las primeras marchas fueron organizadas por el colectivo horizontal Movimento Passe Livre
y luego se masificaron, instalando una diversidad de reclamos que
incluyen dimensiones políticas, económicas y culturales, de diversas
fracciones sociales, más allá de que el grueso de los manifestantes
provengan de sectores medios, fundamentalmente estudiantes de
universidades públicas. Si bien los medios enfatizaron el factor
"sorpresa", "espontáneo" y "mágico" de la movilización 2.0, amplificada a
través de las redes sociales y sin una mediación institucional o
partidaria explícita, en realidad estas protestas se entroncan, por un
lado, en la larga historia de luchas obreras y campesinas brasileras y,
por otro, en el ciclo de movilizaciones y alzamientos populares de
resistencia frente al neoliberalismo que sacudieron América Latina desde
el Caracazo hasta el Argentinazo. Brasil, a pesar de haber sido un
escenario importante en la construcción del Foro Social Mundial y en la
resistencia contra el ALCA, no había tenido una rebelión popular de
magnitud. Lula y el PT llegaron al poder en un momento de reflujo de las
luchas internas, aunque siendo parte del movimiento general
latinoamericano de rechazo a las políticas neoliberales que imperaron
tras el Consenso de Washington.
La masividad de la movilización y su carácter inorgánico llevó a
distintos sectores políticos, desde la derecha hasta el propio gobierno,
pasando por los oligopolios mediáticos, a tratar de disputar su
dirección. Y se reavivó también el debate entre los referentes de la
izquierda latinoamericana. ¿Estamos ante el otoño del progresismo, como
plantea Raúl Zibechi? ¿El estallido es el resultado de la hostilidad de
Dilma Rousseff contra los movimientos sociales e indígenas, como señala
Boaventura de Sousa Santos? ¿Lo importante es la politización de los
jóvenes y la posibilidad de reinstaurar la agenda de los movimientos
sociales, como plantea Emir Sader? ¿Es la consecuencia inevitable de
gobiernos "progresistas" que aplican políticas neoliberales ligeramente
modificadas por medidas asistencialistas, como advierte Guillermo
Almeyra? ¿Es un movimiento susceptible de ser cooptado por la derecha,
al no tener un anclaje clasista, como señala Marilena Chauí? Estos y
muchos otros interrogantes se multiplicaron en los debates en toda
América Latina a partir de la primavera política protagonizada por las
masas brasileras.
Lo que es indiscutible es que hasta ahora se impuso una nueva agenda
progresista. Se derogaron los aumentos en subtes y colectivos, Dilma
anunció multimillonarias obras para financiar la red de transporte
público, el Senado aprobó un proyecto para establecer el boleto
estudiantil gratuito, se desestimó la PEC 37 (que limitaba el poder de
investigación del Ministerio Público), se aprobó una ley para destinar
el 75% de los royalties del petróleo a la educación, y el 25%
restante a la salud, y la Cámara de Diputados se prepara para rechazar
el proyecto retrógrado de "cura gay", aprobado en la Comisión de
Derechos Humanos a mediados de junio. Además, se lanzó la convocatoria a
un plebiscito para la reforma política, prometida y cajoneada hace
años. Éstas y muchas otras cuestiones eran demandas explícitas del
movimiento. La CUT, el MST y otros sindicatos y movimientos sociales,
por su parte, lanzaron una jornada nacional de movilización para el 11
de julio. Las propias bases de apoyo del gobierno del PT resolvieron,
tarde, salir a las calles y aprovechar la movilización para reinstalar
viejas demandas que parecían extintas.
El estallido social y político, más allá de las particularidades de
Brasil, expone los límites y contradicciones del neodesarrollismo y del
extractivismo en América Latina, impulsado por gobiernos de distintos
colores políticos. En junio conocimos la otra cara del "Brasil
potencia". No solamente es el país que ganó la sede del Mundial y las
próximas Olimpíadas, la sexta economía del planeta, el que logró la
dirección de la OMC, es miembro del BRICS y aspirante a un asiento
permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Sigue existiendo
también el otro Brasil, el de los millones que habitan en favelas,
el de los campesinos que no consiguen acceder a la tierra porque no
hubo reforma agraria, el de los pueblos originarios que son desplazados
por el avance de la sojización, los agrobusiness y la
explotación minera, el de los trabajadores precarios e informales. Y los
sectores medios también se ven afectados por la burbuja inmobiliaria,
por el desastroso sistema de transporte público y por el aumento del
costo de vida en las grandes urbes. Brasil, al fin y al cabo, sigue
siendo uno de los países más desiguales del mundo. Es el de las
multinacionales brasileras que conquistan África y América Latina, pero
también el de los mayores bolsones de miseria. Las políticas
asistencialistas, tan importantes en los últimos años para sacar a
millones de la indigencia, parece que no alcanzan para revertir las
contradicciones estructurales.
El resultado de este novedoso proceso político aún está abierto y no
puede predecirse su futuro despliegue. Sin embargo, sí puede señalarse
que las movilizaciones en Brasil muestran que es posible, y necesario,
construir una salida por izquierda en nuestra América. La lucha contra
el neoliberalismo y por la integración y la unidad regional debe
empalmarse con una lucha más radical para romper las barreras de la
dependencia, ampliar la agenda de demandas, reponer el protagonismo de
los movimientos sociales, reintroducir a los jóvenes a la política y
construir una nueva forma de (auto)organización más democrática,
horizontal y participativa. Brasil, en este junio copero, se transformó
en un laboratorio de las potencialidades políticas latinoamericanas.
Rio de Janeiro, 1 de julio de 2013
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