A propósito de un nuevo aniversario de la declaración de independencia de las Provincias Unidas, futura Argentina, compartimos el Capítulo 1 de Relaciones Peligrosas. Argentina y Estados Unidos (Capital Intelectual, Buenos Aires, 2012), en el que analizamos la posición del país del norte frente a las luchas anticoloniales de sus vecinos del sur:
CAPÍTULO 1
Independencias americanas y doctrina Monroe
¿Cuándo
empezaron las relaciones de Estados Unidos con América Latina y las Provincias
Unidas? ¿Por qué Washington no se transformó en un aliado clave en las luchas por
la independencia de sus vecinos del sur? ¿No alcanzaba con el pasado colonial
común? ¿Qué distintas políticas desplegó Estados Unidos hacia los países que
ansiaban reconocimiento diplomático y ayuda económica y militar en plena era de
revoluciones y guerras? ¿Por qué se produjo finalmente el reconocimiento? ¿Qué
fue la doctrina Monroe? ¿Qué significaba realmente "América para los
Americanos"? Desde el conflicto en Europa y las luchas anticoloniales en
América Latina, los dirigentes revolucionarios plantearon la necesidad de la
ayuda de Estados Unidos. Tanto desde el punto de vista político como financiero
y militar. Sin embargo, el gobierno de Washington permaneció relativamente al
margen de las contiendas en el sur del continente y sólo se involucró cuando
las pretensiones de España parecían fracasar, y cuando se aseguró la
adquisición de ciertos territorios. El reconocimiento de las naciones
independientes y la doctrina Monroe respondieron a nuevas necesidades
geoestratégicas de Estados Unidos, que comenzaba a disputar a Europa la
hegemonía en América latina.
i. Estados Unidos y
las luchas anticoloniales
Antes de que estallara la Revolución
Francesa, el continente americano se conmovió al final del siglo XVIII con la
declaración y guerra de independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. En
1776, George Washington encabezó la ruptura del vínculo colonial con el
gobierno metropolitano situado en Londres. Esta revolución influyó a los
libertadores que años después liderarían los levantamientos para terminar con
tres siglos de opresión política, económica y social. Teniendo en cuenta este
antecedente común, era de esperar que, desde 1808, cuando las distintas juntas americanas
fueron profundizando las rupturas con Europa, la Casa Blanca tuviera una
actitud activa para apoyar a sus vecinos del sur. Sin embargo, la posición del
gobierno estadounidense fue más bien expectante durante las guerras de
independencia.
Cuando
en 1814 se produjo la restauración de los borbones en el trono español, Fernando
VII inició la reconquista. La situación de los nuevos gobiernos revolucionarios
de América Latina tambaleó al compás de los ataques realistas. Fueron diez años
de cruentas guerras de independencia. El reconocimiento diplomático
estadounidense, buscado activamente por representantes de los gobiernos de las
nuevas naciones latinoamericanas, fue esquivo casi hasta el final de las luchas
anticoloniales.
Durante
las presidencias de James Monroe (1817-1825), el Secretario de Estado fue John
Quincy Adams, quien era de la idea de que España terminaría derrotando a las
revoltosas colonias (caracterizadas como extremadamente caóticas y latinas),
por lo cual la Casa Blanca debía permanecer neutral en el conflicto que
revolucionaba al continente. Sin embargo, había también en Estados Unidos grandes
comerciantes, industriales y financistas ávidos de expandir sus negocios hacia
el sur. Estos últimos presionaban a su gobierno en favor de otorgar ayuda
económica y reconocimiento de la independencia a las ex colonias. Más allá de
estos intereses, los sectores neutralistas se opusieron a apoyar activamente a
los revolucionarios del sur, y el Congreso estadounidense ratificó la
prescindencia en 1818.
Gran
Bretaña, la gran potencia de la época, estaba interesada en romper el viejo
monopolio comercial colonial y alentaba la lucha contra España (aunque el
canciller Lord Castlereagh era partidario de negociar con Madrid). Los ingleses
pretendían una solución que implicara mayor autonomía para las colonias y el
establecimiento del libre comercio, que era el objetivo que perseguía la
expansiva burguesía británica. Incluso cuando actuaban conjuntamente para
oponerse a las potencias de Europa continental, Londres y Washington,
tempranamente, ya estaban disputando zonas de influencias en América Latina. Hacia
1820, Estados Unidos comenzó a comprometerse cada vez más en el resto del
continente. Esto respondía a intereses comerciales (disputar un mercado
controlado por los ingleses), a razones ideológicas (oposición al viejo
colonialismo europeo) y también geoestratégicas (erigirse en la potencia
hegemónica en la región).
Monroe
negoció con España la compra de la Florida por una suma irrisoria y acordó
anexarse esa región estratégica por insignificantes cinco millones de dólares.
Fernando VII, temeroso de que Washington pudiera reconocer las independencias
latinoamericanas, retrasó la concreción de la venta, que se materializó recién
en febrero de 1822. Tras asegurarse esta operación, el presidente
estadounidense informó al Congreso de su país que reconocería las
independencias de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Perú, Chile, Gran
Colombia y México. Más de diez años demoró esta acción tan anhelada por los
libertadores de América.
ii. Estados Unidos
y las Provincias Unidas del Río de la Plata, 1810-1823
En un principio,
la relación bilateral era esencialmente económica. En junio de 1810, la Casa
Blanca envió a Joel Roberts Poinsett a Buenos Aires para fomentar el comercio
con el Río de la Plata. Nunca antes Estados Unidos había nombrado un
representante ante un gobierno no reconocido. En Buenos Aires, la Junta estaba
en crisis, se iniciaba la guerra y Portugal avanzaba sobre la Banda Oriental.
El gobierno porteño necesitaba armas y envió representantes a Londres, pero no
consiguieron ni financiamiento ni pertrechos militares. Surgió, entonces, la
alternativa de pedir ayuda a Washington.
En abril de 1811, Poinsett pasó oficialmente a ser cónsul general en
las provincias de Buenos Aires, Chile y Perú. Tres años más tarde, el gobierno porteño
nombró a Diego de Saavedra y Juan Pedro Aguirre como enviados a Estados Unidos.
Si bien fueron bien recibidos en Washington por el entonces Secretario de
Estado Monroe, quien accedió a que se les vendieran armas a buen precio, éste siempre
aclaró que su gobierno se mantendría neutral en el conflicto de la Junta de
Buenos Aires con España. La Casa Blanca estaba gustosa de hacer negocios vendiendo
armas, pero no dispuesta a comprometerse con un gobierno anticolonial cuya
suerte era incierta. La guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña iniciada en
1812, más los intentos de reconquista española en el resto del continente, reforzaron
la neutralidad del gobierno estadounidense. Resultaron vanos, entonces, los pedidos
de ayuda impulsados por las Provincias Unidas.
Poco después, cuando se avecinaba la declaración de la
independencia, el Director Supremo Ignacio Álvarez Thomas envió a Martín
Thompson a Estados Unidos, con una carta dirigida al presidente James Madison
(1809-1817). Su misión, secreta, era afianzar las relaciones bilaterales,
ofreciendo facilidades comerciales a Estados Unidos. Procuró comprar armas,
contratar oficiales y, además, iniciar relaciones diplomáticas con México. Estuvo
entre mayo y agosto en New York, pero no logró entrevistarse con el presidente
estadounidense, y se dedicó, entonces, a conseguir armamentos sin autorización
del gobierno de Washington. Esto provocó el disgusto de la Casa blanca y la
decisión de Álvarez Thomas de hacerlo retornar a Buenos Aires. La independencia
había sido declarada en Tucumán el 9 de julio de 1816, pero en el resto de América
Latina las tropas realistas avanzaban velozmente, lo que llevó a Madison a no
dar ninguna señal a favor del reconocimiento diplomático de las Provincias
Unidas.
Más allá de esta postura más bien prescindente, importantes
financistas del país del norte miraban con avidez las oportunidades que florecían
en el Río de la Plata. John Devereux partió rumbo a Buenos Aires como agente
comercial, para ofrecerle un préstamo privado al Congreso de Tucumán. El cónsul
Thomas Lloyd Halsey (1814-1818) le sugirió a su gobierno que apoyara la misión
privada de Devereux, pero Madison no dio el visto bueno, temeroso de otorgar
cobertura a una causa que se vislumbraba como perdida y de hacer peligrar la amistosa
relación que estaba cultivando con España. En 1817, ya con Monroe como
presidente, el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón (1816-1819) envió a
Manuel Hermenegildo de Aguirre como nuevo agente confidencial a Washington,
para hacer gestiones en función de lograr el reconocimiento diplomático y
comprar buques. El Secretario de Estado Adams se negó a lo primero, pero
autorizó a Pueyrredón a adquirir naves, siempre que lo hiciera como particular,
y no como representante formal del gobierno rioplatense.
En tanto no se producía el reconocimiento de las Provincias Unidas,
el agente especial en Buenos Aires, John Murray Forbes, hizo gestiones a favor
del fortalecimiento de las relaciones bilaterales. Ya hacia fines de 1821, la
relativa “normalización” de la situación política en el Río de la Plata mejoró
las condiciones para el reconocimiento. El inicio formal del mismo se produjo
finalmente el 8 de marzo de 1822, cuando Monroe solicitó al Congreso los fondos
necesarios para enviar representantes diplomáticos a Buenos Aires, entre otras
capitales latinoamericanas. Así, Estados Unidos reconocía por fin a las Provincias
Unidas, constituyéndose en el primer país fuera de América Latina que
efectivamente establecía relaciones diplomáticas con la nueva nación
independiente.
De todas formas, el gobierno estadounidense tardó varios meses en
cumplir el efectivo reconocimiento y, recién en enero de 1823, Monroe nombró al
ministro comisionado en Buenos Aires: César A. Rodney. Su desempeño estuvo limitado
por sus inconvenientes de salud y concluyó rápidamente, cuando falleció al año
siguiente. Forbes terminó reemplazando al fallecido Rodney y fue nombrado
encargado de negocios el 10 de junio de 1824, cargo que ocupó hasta 1831.
Buenos Aires también hizo lo propio. Nombró a Carlos María de Alvear como representante
en Washington, quien se desempeñó en ese cargo desde 1824. Luego de muchos años
de idas y vueltas, se iniciaban las relaciones diplomáticas formales entre
ambos países.
iii. El (tardío) reconocimiento diplomático y la doctrina Monroe
¿Por qué se demoró tanto el
efectivo reconocimiento? Estados Unidos no estaba seguro del resultado que
tendrían las guerras de independencia y por eso eligió mantenerse prescindente.
Además, prefería no poner en riesgo su propia expansión territorial. Se decidió
a actuar cuando, en 1823, Francia invadió España para terminar con la experiencia
liberal inaugurada en 1820 y restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII. La
Casa Blanca temía que la ofensiva de Francia y la Santa Alianza pudiera
implicar un nuevo reparto colonial del viejo imperio español. La avanzada
expansionista estadounidense -Luisiana, Florida, objetivos en el Pacífico,
México y Cuba- temía la potencial competencia europea. Tras garantizar la
compra de la Florida y tomar nota de la relativa estabilidad y consolidación de
las nuevas naciones latinoamericanas, en Washington se fueron imponiendo los
sectores que pugnaban por una rápida y unilateral acción estadounidense, dejando
de actuar conjuntamente con Londres. Había que alejar de América la influencia de
Europa, pero también la de Rusia, que además de Alaska pretendía posicionarse en
Oregón. Monroe y Adams avanzaron, desde junio de 1822, en el reconocimiento
diplomático de las Provincias Unidas, Chile, Perú, Gran Colombia, México y
Brasil.
Había
llegado la hora de horadar la vieja hegemonía europea en América. El 2 de diciembre
de 1823, Monroe planteó en el Congreso la doctrina que llevaría su nombre y
cuyo lema era America for the Americans.
Traducido, en su uso habitual, significaba que América era para los norteamericanos.
O sea que no permitirían avances de potencias extra-continentales en el Hemisferio
Occidental. En su famoso mensaje, Monroe declaró que considerarían cualquier intento europeo de extender su sistema político al
continente americano como peligroso para la paz y la seguridad de Washington.
Esta doctrina, que surgió originalmente como advertencia frente a las
pretensiones imperialistas rusas y a la posible reconquista por parte de la
Santa Alianza, también tuvo por objeto descartar efectivamente la propuesta
inglesa de una declaración conjunta sobre la problemática de las ex colonias
hispanoamericanas. La doctrina Monroe era una de las manifestaciones del nuevo
expansionismo que Estados Unidos desplegaría en América en las décadas
siguientes, construyendo un área de influencia propia, un "patio trasero"
bajo su estricto control.
Si bien en Europa
esta doctrina fue recibida con frialdad, tildada de unilateral y no reconocida
por ningún gobierno, entre los países latinoamericanos muchos la interpretaron
como un resguardo frente a posibles ataques de las viejas metrópolis. En Buenos
Aires, Forbes transmitió el mensaje de Monroe, que se conoció en mayo de 1824. Bernardino
Rivadavia lo tradujo y compartió con sus pares de Colombia, Chile y Perú. La mayor
parte de la prensa porteña también recibió la nueva doctrina con elogios. De
todas formas, para Forbes, en los influyentes círculos de poder porteño hubo
más apatía que entusiasmo, a diferencia de lo que había ocurrido, por ejemplo,
con el Memorándum de Polignac, enviado por el canciller George Canning al gobierno
francés en octubre de 1823. En este documento se planteaba que Londres no
toleraría la intromisión de Francia en América Latina (luego de esta
advertencia, el gobierno galo declaró que no abrigaba pretensiones sobre las ex
colonias españolas). Forbes vislumbrada, quizás entendiendo tempranamente la
visión europeísta y pro inglesa del grupo rivadaviano y sus sucesores, que en
Buenos Aires sería muy difícil para Estados Unidos disputar la hegemonía
británica. Se empezaban a percibir las pugnas entre potencias por posicionarse
en el Río de la Plata, que condicionarían las complejas relaciones
argentino-estadounidenses en las décadas siguientes.
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