Estados Unidos quiere reconquistar su "patio trasero"
Por Leandro Morgenfeld
www.marcha.org.ar
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Tras casi una
década de retroceder en América Latina, Washington intenta responder a
los desafíos y consolidar su hegemonía en la región. A partir de la
desaparición de Chávez, la Casa Blanca instrumentó una batería de
iniciativas económicas, políticas, militares, diplomáticas e
ideológicas.
"América Latina es nuestro patio trasero... tenemos que acercarnos de
manera vigorosa". Las palabras del secretario de Estado John Kerry,
ante el Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes,
el 17 de abril pasado, expresan un objetivo vital de la diplomacia
estadounidense. El gran proyecto interamericano para la posguerra fría lo lanzó Bush padre en 1991: la "Iniciativa para las Américas".
La idea era construir una gran área de libre comercio, extendiendo el
NAFTA (acuerdo de libre comercio entre EE.UU., Canadá y México) hasta
Tierra del Fuego. La apuesta neoliberal del ALCA fue continuada por
Clinton y Bush hijo, y derrotada en Mar del Plata a partir del cambio en
la correlación de fuerzas y de la aparición de un proyecto alternativo
de integración latinoamericana. El desgaste que implicó esta derrota
para Washington, más las apremiantes preocupaciones en Irak, Afganistán,
Irán, China, Oriente Medio y África, quitaron a América Latina del foco
de atención del Departamento de Estado. Ese relativo descuido se
prolongó durante el primer mandato de Obama. Simultáneamente, se
fortaleció el eje bolivariano, aparecieron nuevos escenarios de
integración en torno al ALBA, la UNASUR y la CELAC y se incrementó la
presencia de China y otros emergentes extra-hemisféricos.
Desde el inicio de su segundo turno como presidente, Obama muestra
claras señales del interés de la Casa Blanca por reposicionarse en la
región. A partir de la muerte de Chávez, Washington intensificó su
estrategia de recapturar un área que históricamente estuvo bajo su
influencia, impulsando las relaciones comerciales y financieras con sus
vecinos del sur (terreno en el que viene perdiendo posiciones frente al
intercambio intra-regional y a la demanda de otros polos
extra-continentales, como China). También busca retomar la iniciativa
diplomática y debilitar todo lo posible a sus desafiantes regionales,
especialmente el bloque de países del ALBA, con Venezuela a la cabeza.
La desaparición del líder bolivariano y principal impulsor de la
integración anti-estadounidense, fue entendida por el gobierno
estadounidense como una gran oportunidad.
En los últimos tres meses, se aceleraron los tiempos del complejo
ajedrez regional. Washington movió vertiginosamente infinidad de fichas:
gira de Obama por México y Costa Rica, nueva promesa del cierre de la
cárcel de Guantánamo, visita estratégica del vicepresidente Biden (quien
es un precandidato a presidente y quiere captar el crecientemente
influyente voto latino) a Colombia, Trinidad y Tobago y Brasil,
recepción de los mandatarios de Chile y Perú en la Casa Blanca,
inminente visita de Kerry a Guatemala, invitación a Dilma Rousseff para
una visita de Estado a Washington (única mandataria que tendrá este año
ese privilegio, que ni siquiera recibió el premier chino la semana
pasada), apoyo a la Alianza del Pacífico -los principales aliados de
Washington impulsan esta integración, de matriz neoliberal y afín a la
Asociación Transpacífica-, desestabilización en Venezuela a partir de no
reconocer el triunfo electoral de Nicolás Maduro (aunque Kerry se
reunió en la primera semana de junio con su par venezolano, lo cual
podría implicar un giro luego de 3 años de ostracismo en las relaciones
bilaterales), impulso al gobierno de Santos para proponer el ingreso de
Colombia en la OTAN y recibir al opositor Capriles, negociación para que
la DEA vuelva a actuar activamente en Argentina luego de la salida de
la ministra de Seguridad, Nilda Garré.
En pocas semanas, la diplomacia de Washington actuó intensamente para
reordenar el "patio trasero", luego de una década signada por las
turbulencias que supusieron las rebeliones populares, el surgimiento de
movimientos anti-imperialistas y la creación de instancias de
integración que apuntan a recuperar como horizonte la autonomía, o al
menos una inserción internacional de carácter multilateral. Desde el fin
de la guerra fría, nunca habían los países latinoamericanos
desafiado tan abiertamente la agenda de Washington. Para el Departamento
de Estado, contrariado por este inédito desafío regional, ya es hora de
volver a poner las cosas "en su lugar".
Históricamente las políticas de Washington hacia el sur del continente, desde que abandonaron las invasiones abiertas con marines
en pos de la "buena vecindad", se nutrieron de dos componentes:
"zanahorias" y "garrotes". Promesas de ayuda financiera, concesiones
comerciales, inversiones e intercambios académicos convivieron
históricamente con amenazas, desestabilizaciones, sanciones económicas y
apoyos a militares golpistas. Así, para conseguir aprobar el Tratado
Interamericano de Asistencia Recíproca en 1947, se prometió una suerte
de "Plan Marshall para América Latina". Para lograr los votos que
permitieran expulsar a Cuba de la OEA, se lanzó la Alianza para el
Progreso.
En esa línea, hoy conviven los ofrecimientos -acuerdos de libre
comercio, inversiones, asistencia financiera-, que funcionan como
"espejitos de colores" para los gobiernos neoliberales de la región, con
las amenazas para quienes confronten con los intereses de Washington:
red de bases militares de nuevo tipo, desestabilización de los gobiernos
bolivarianos, presión a través de las grandes corporaciones de prensa,
financiamiento a grupos opositores a través de ONGs, quita de beneficios
comerciales.
Los movimientos sociales y las fuerzas políticas populares de la
región están advirtiendo esta nueva ofensiva imperialista, que aprovecha
las debilidades del bloque bolivariano para reintroducir la agenda
neoliberal. Retomar la integración desde abajo, aquella que hace casi
una década logró derrotar el ALCA, parece uno de los caminos que están
privilegiando para resistir este nuevo embate.
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