Obama y la guerra permanente
Por Leandro Morgenfeld
www.marcha.org.ar
www.marcha.org.ar
Obama llegó al poder en enero de 2009, criticando al guerrerista Bush. Pocos meses después, recibió un polémico Premio Nobel de la Paz. Sin embargo, se transformó en un asesino serial, a través de los drones, continuando y profundizando la política de guerra permanente de su antecesor.
En 2008, durante la campaña presidencial, Obama despertó amplias
expectativas, no sólo al interior de Estados Unidos, sino en el resto
del mundo, en el que crecía el rechazo a las políticas guerreristas de
George W. Bush. El candidato demócrata había sido uno de los pocos
senadores que había votado en contra de la invasión a Irak, en 2003, y
prometía el retiro de tropas. Con un discurso crítico del unilateralismo
y belicismo de su antecesor, muchos pronosticaron un cambio radical de
la política exterior estadounidense tras su asunción en enero de 2009.
Una de sus primeras acciones, ya en la Casa Blanca, fue anunciar el
cierre de la cárcel ilegal en Guantánamo. Meses más tarde, recibiría el
Premio Nobel de la Paz.
Hace pocos meses Obama logró su reelección y está iniciando su
segundo mandato. Más allá de su retórica a favor de la diplomacia y el
multilateralismo, poco cambió respecto a su antecesor en cuanto a la
política exterior belicista. Mantuvo la cárcel ilegal de Guantánamo,
todo un símbolo.
Desde hace dos meses, un centenar de presos allí recluidos están en
huelga de hambre. El gobierno reconoció que la mitad de los 166 reclusos
no representan una amenaza para Estados Unidos. El New York Times
publicó la semana pasada una carta firmada por el preso yemení Samir
Naji al Hasan Moqbel. Detenido hace 11 años, sin haber sido jamás
acusado ni juzgado, denuncia las atrocidades a las que son sometidos.
Violación sistemática de los derechos humanos. Negación de justicia. Un
símbolo del doble estándar del Departamento de Estado.
La otra gran polémica actual es el uso de drones -aviones no
tripulados- para penetrar en espacios aéreos soberanos y matar a cientos
de objetivos calificados como "vitales" para la seguridad de Washington
y sus aliados. Esta práctica, intensificada por Obama, cambió las
reglas convencionales de la guerra. Sólo en Pakistán, según el Ministro
del Interior de ese país, 1800 civiles fueron asesinados en 336 ataques
lanzados por el Pentágono a través de esta "moderna" técnica de
asesinato. La Casa Blanca se (auto) atribuye el derecho a asesinar sin
juicio previo a militares y civiles a lo largo y ancho del mundo entero.
Esta práctica, que contradice las reglas diplomáticas existentes hasta
ahora, implica una de las atrocidades más grandes implementadas por
Estados Unidos desde las "guerras preventivas" implementadas por Bush.
A pesar de los matices, existe una continuidad en la política
exterior estadounidense desde la segunda posguerra, que se apoya en el
consenso entre demócratas y republicanos. El último libro de Andrew
Bacevich, Las Reglas de Washington, ayuda justamente a desentrañar la lógica del intervencionismo estadounidense desde el inicio de la Guerra Fría.
Uno de los atractivos fundamentales de este libro, fuertemente
crítico de la doctrina de la seguridad nacional que justificó las
políticas intervencionistas de Estados Unidos desde la posguerra, es que
Bacevich es un ex militar estadounidense. Ya en la introducción, el
autor narra su tardía conciencia sobre los criticables fundamentos de la
política exterior impulsada por el consenso de Washington. El infundado
ataque de Bush a Irak en 2003 terminó de convencerlo de la necesidad de
intervenir en el debate público. Esta obra se propone trazar una
genealogía de la lógica bipartidista que impuso y prolongó el
auto-asignado rol de gendarme planetario que se atribuyen la Casa
Blanca, el Pentágono y la CIA.
En el último capítulo, Bacevich sintetiza las críticas al consenso de
Washington y sus indeseables consecuencias: gastos militares
crecientes, que no hacen sino disparar la deuda pública a niveles
inmanejables; víctimas entre las fuerzas armadas; ex veteranos con
problemas físicos y psíquicos; perpetuación de una burocracia que actúa
en secreto; distorsión de los intereses nacionales, en tanto el complejo
militar-industrial absorbe recursos que son escasos; y desastre
medioambiental, entre otros.
Lo más interesante del libro, más allá de que no denuncia el
fundamento imperialista de este accionar, es que deconstruye el consenso
estadounidense en torno a una política exterior mesiánica e
intervencionista. Bacevich propone, en concreto, discutir la idea de que
Estados Unidos tiene el deber de liderar, salvar y transformar el
mundo. Este credo es el que fundamenta la disposición del Pentágono a
desarrollar una capacidad militar muy superior a la necesaria para
garantizar la defensa nacional. Y ese credo se complementa con la
sagrada trinidad, hegemónica en Washington: la convicción de que la paz
internacional requiere de una presencia militar global por parte de Estados Unidos, que debe configurar sus fuerzas para la proyección de poder global, y para anticipar o contrarrestar las amenazas se requiere un intervencionismo global.
En momentos en los que se incrementan las presiones contra Irán, hay
vientos de guerra en Corea, intervención en Siria, crisis en Oriente
Medio y que Washington pretende interferir en la política interna
venezolana, desconociendo el triunfo electoral de Nicolás Maduro, hay
que revisar y repudiar los fundamentos de una política exterior
imperial, que persiste a pesar de la alternancia de inquilinos de la
Casa Blanca. El Pentágono, al fin y al cabo, es quien fija los
lineamientos para que Washington pueda seguir siendo el gendarme del
capitalismo global.
No hay comentarios:
Publicar un comentario