lunes, 28 de enero de 2013

Una historia conflictiva: las relaciones con Estados Unidos

02/01/2013 BAE - Nota - Contratapa - Pag. 28

La opinión de Mario Rapoport



Un artículo del South American Journal, influyente diario de negocios británico que se ocupaba en los años ’40 de analizar la región, decía con palabras que pueden ser reproducidas hoy: “Es lamentable notar que las desavenencias entre la Argentina y los Estados Unidos no han sido enteramente resueltas”.
Se refería al hecho de que gracias al apoyo de este último país –geopolíticamente por propia conveniencia– la Argentina había podido ingresar en las Naciones Unidas. Y encontraba que el régimen argentino todavía seguía siendo calificado, en agosto de 1945, “de fascista, una visión distorsionada mientras que quizás, en verdad, debería más bien ser tratado de izquierdista por su políticas sociales y populistas y su victimización de la minoría capitalista. Pero levantar tal prejuicio podría parecer ridículo, porque si sus propagandistas son bastante inteligentes para ser consistentes tendrían que objetar a la mayoría de los países latinoamericanos, para no decir nada de otros, como la Rusia Soviética, todavía aliada desde la guerra”. (Edición del 4/8/1945.) La historia no debe ser retocada para adaptarla al presente, pero quizá puedan aplicarse ciertas similitudes. Hoy existen procesos de integración –Unasur, Mercosur– cuyo núcleo principal de integrantes se ha opuesto al ALCA, y sin embargo, la Argentina no es tratada de manera similar al Brasil, por ejemplo. Siempre parece ser el mal vecino sureño del pasado (dejando a un lado el caso más reciente de Venezuela). El nombramiento de Cecilia Nahon, la nueva embajadora en los Estados Unidos, con firmes ideas en defensa de los intereses argentinos, quizá haga posible revertir esas imágenes que todavía allí persisten, provenientes en su mayor parte de una visión del mundo puesta en cuestión por la crisis. Muchos temas están en juego, como el del actual déficit comercial, pero los principales, ligados a la deuda externa y a compromisos imprudentes que nos hacen estar sometidos a la justicia estadounidense, vienen del pasado. La cuestión es lograr plenamente un trato de iguales pese a las diferencias de poder existentes, aunque esto no dependa sólo de las relaciones bilaterales.
En este sentido, la reciente publicación de un sintético pero muy abarcador libro de Leandro Morgenfeld sobre la historia de las relaciones argentino– estadounidenses desde la época de la independencia hasta la actualidad, permite hacer un balance de lo que sucedió y de lo que puede esperarse de esos vínculos. En él se aclara no sólo la política de Washington hacia la Argentina y América Latina en general sino, y sobre todo, las distintas razones que guiaron el accionar de los gobiernos nacionales.
Desde aquellas fundadas en privilegiar los lazos con Europa, como en los regímenes conservadores, pasando por las que intentaron obtener mayores márgenes de autonomía –Yrigoyen, Perón–, hasta las que tuvieron por base la sumisión y la obediencia ciega, siendo estas últimas las que paradójicamente más daño hicieron. Tal el caso de las “relaciones carnales” de los años ’90, que llevaron, entre otras cosas, a la crisis de 2001 y a conflictos que todavía persisten, producto de una filosofía neoliberal centrada en la apertura indiscriminada y el endeudamiento externo.
No por casualidad el autor comienza su libro con una de las principales cuestiones que incidieron en los vínculos comunes: la doctrina Monroe.
En 1823 el presidente norteamericano James Monroe había establecido principios en los que dejaba sentado el deber de impedir cualquier “intervención en América” por parte de potencias colonialistas europeas.
“América para los americanos”, era su principal postulado, con la intención, en realidad, de alejar a Europa del continente. En 1904 otro presidente, Theodore Roosevelt, aclaró en realidad de qué se trataba, enunciando lo que se llamó el “Corolario a la Doctrina Monroe”, donde justificaba la intervención de los EE.UU. de manera unilateral en la región cuando advirtiese allí la existencia de un peligro para los intereses de la potencia del norte. Esto le permitió a los gobiernos de Washington avalar la política del big stick (gran garrote) interviniendo militarmente cuando le convenía en diferentes países.
Algo que el mismo Roosevelt practicó un año más tarde de su pronunciamiento tomando las aduanas de la República Dominicana para resarcir a los acreedores estadounidenses.
Con ello continuó, en verdad, una larga saga que se prolongó por décadas, generando así, pese a gobiernos adictos, un creciente rechazo en América Latina, donde en diferentes conferencias interamericanas y en otras ocasiones, se planteó la Doctrina de la No Intervención.
La segunda gran cuestión, más bilateral, fueron los permanentes conflictos económicos y comerciales, que en ocasiones tomaron la forma de enfrentamientos políticos, en especial durante las dos guerras mundiales. Este tema estuvo y está vinculado al carácter no complementario sino competitivo de ambas economías y deterioró profundamente las relaciones mutuas.
Las numerosas barreras de todo tipo que los gobiernos de Washington impusieron a la entrada de productos argentinos en el mercado estadounidense (arancelarias, sanitarias, etc.) ejemplifican esta circunstancia, lo que no impidió a Estados Unidos mantener importantes intereses económicos en nuestro país y lograr con algunos gobiernos aquellas relaciones de sumisión que mencionamos. No obstante, las divergencias volvieron a aparecer de uno y otro lado.
Para bailar el tango se necesitan dos y éste no fue el caso, como lo demuestran hoy las exportaciones de carnes o limones o ese resabio del pasado reciente que son los “fondos buitres”.
A través de breves pero intensos diez capítulos, Morgenfeld nos explica los avatares de una relación y saca conclusiones desde las que se puede partir para comenzar una nueva etapa, sabiendo bien de qué se trata y con quién se trata. La primera de ellas es que“la dificultad de los Estados Unidos para imponer su proyecto del ALCA es una manifestación de que la dominación estadounidense en América Latina ya no se ejerce como en el siglo XX”. La segunda consiste en “abandonar la idea de que el mejor horizonte posible para la Argentina o para cualquier otro país latinoamericano es constituirse en [un] satélite privilegiado” de Washington. La tercera la representa el dilema de que “la relación con Estados Unidos es [igualmente] crucial para el futuro de América Latina toda”. Sobre todo, porque la actual crisis económica internacional impone la necesidad de plantearse alternativas que apunten al desarrollo de los países de la región desde una posición más autonómica, para lo cual la integración latinoamericana es indispensable. El autor destaca cómo a lo largo de la historia las clases dirigentes argentinas eludieron mayormente la construcción de un vínculo con Estados Unidos basado en una perspectiva de este tipo. No todos los gobiernos, por supuesto, y la posición argentina frente al ALCA es un ejemplo, pero en la mayoría de los casos la oposición a las políticas de Washington tuvo el respaldo de alguna otra potencia, como Gran Bretaña, o la creencia errada de que no necesitábamos ninguna colaboración de los países hermanos. El conflicto de las Malvinas sirve para demostrar dónde están nuestros apoyos, y otros temas: comerciales, de endeudamiento externo o estratégicos, deben tener en cuenta esta lección. Ahora existe, además, la ventaja adicional de disponer de nuevas herramientas, gracias a un proceso integrativo que permite el trazado de políticas comunes frente al gigante del norte, debilitado por su propia crisis.
Es hora de que la solución a los problemas con Estados Unidos dejen de ser meramente individuales, lo que daría más fuerza a las negociaciones pendientes.

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