Opinión // Diario Registrado
David contra Goliat
Leandro Morgenfeld // Martes 18 de diciembre de 2012
La política exterior
argentina baila, en los últimos meses, al compás de las controversias
con Washington: fondos buitre, pujas comerciales en la OMC, monitorio
del FMI, seguridad jurídica para las trasnacionales estadounidenses, ley
anti-terrorista, exclusión del Sistema General de Preferencias, votos
en contra en el BID y el Banco Mundial, defensa de las corporaciones
mediáticas, presiones por el diálogo con Irán. Esta semana, cuando se
anuncia un cambio en la representación diplomática en Washington, es
oportuno debatir sobre la relación con la primera potencia a nivel
mundial. ¿Cómo lidiar con las presiones de Estados Unidos? ¿Qué
lecciones nos deja la historia?
Como analizamos en Relaciones Peligrosas. Argentina y Estados Unidos
(Capital Intelectual, diciembre 2012), nuestro país, desde sus orígenes,
miró más hacia Londres y París que hacia New York o Washington. La
clase dominante criolla, europeísta, fue tejiendo lazos económicos,
políticos, sociales y culturales con el Viejo Continente. Desde finales
del siglo XIX, cuando Estados Unidos pretendió erigir una unión aduanera
continental, los gobernantes del régimen oligárquico dificultaron todo
lo posible la organización panamericana. No por un afán
latinoamericanista (el escepticismo hacia Bolívar y el proyecto de una
patria grande estuvo siempre a la orden del día), sino porque eran
temerosos de malquistar a los gobernantes de los países europeos, que
proveían capitales, préstamos y mercados para las exportaciones
agropecuarias.
Hasta la segunda guerra mundial, hubo idas y vueltas en el vínculo
bilateral, limitado por el carácter no complementario de ambas economías
y por las trabas estadounidenses a las compras de lanas, carnes y
granos argentinos. Desde 1941, la tenaz neutralidad de la Casa Rosada
pasó a ser eje de conflicto, luego potenciado por el ascenso de Juan
Domingo Perón. El planteo de la Tercera Posición y sus políticas
nacionalistas y reformistas fueron un desafío para los planes
hegemónicos del Departamento de Estado, aunque no al nivel de impedir la
creación de la OEA o la aprobación del TIAR, dos objetivos estratégicos
para Washington.
En los años 50, la guerra fría se trasladó al continente americano.
Primero con el golpe contra Jacobo Arbenz en Guatemala y luego,
plenamente, tras el triunfo de la Revolución Cubana. El peligro rojo se
había instalado en el patio trasero. La respuesta de la Casa Blanca fue
una nueva combinación de palos y zanahorias, o sea agresiones militares y
promesas de concesiones económicas. Las relaciones interamericanas
volvieron a crujir. Era la hora de la Alianza para el Progreso, la
Doctrina de Seguridad Nacional y los golpes de estado en todo el
continente, impulsados por militares entrenados en la Escuela de las
Américas. Arturo Frondizi, a su manera, intentó sacar provecho de la
situación, alentando negociaciones con la Casa Blanca, pero su gobierno
sucumbió ante los militares.
La sucesión de dictaduras en Argentina no allanó la relación con Washington. Complejas alianzas internacionales -"apertura al Este" mediante-, diferencias económicas -potenciadas por la crisis de los años setenta-, choques vinculados a la violación los derechos humanos y, finalmente, la Guerra de Malvinas, dificultaron mucho más de lo predecible el vínculo bilateral. La vuelta de la democracia se dio junto a profundas crisis económicas. La elevadísima y fraudulenta deuda externa operó como un elemento disciplinador. En consecuencia, con Raúl Alfonsín, hubo un rápido abandono de tenues posiciones heterodoxas iniciales, en función de un "giro realista" en la relación con Washington. La confluencia con Ronald Reagan no tardó en llegar. Años después, la dependencia financiera se profundizó, derrota popular mediante, y las relaciones pasaron a ser "carnales", como nunca antes. Tras el Consenso de Washington, se teorizaba, era necesario asumir el realismo periférico y no confrontar con la principal potencia mundial en un mundo pretendidamente unipolar.
El estallido del 2001, en el marco de un movimiento popular que se vio replicado en buena parte de América Latina, obligó a repensar, también, el vínculo bilateral. El proyecto estadounidense del Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), que parecía inexorable, fue finalmente derrotado hacia 2005, en Mar del Plata. En el nuevo contexto político y social regional emergió, con límites y contradicciones, un inédito horizonte de integración latinoamericana, por fuera del mandato de Washington. La Casa Blanca, en consecuencia, debió soportar resistencias en la región, incluyendo las de la Casa Rosada, con la que tuvo un vínculo ambivalente en la primera década del siglo XXI. ¿Existen posibilidades de una nueva relación Argentina-Estados Unidos? ¿Se puede abandonar la concepción del realismo periférico? ¿Hay condiciones para que el horizonte de la integración apunte a América, en vez de Estados Unidos, Europa o Asia? ¿Es momento de (re)pensar la relación bilateral con parámetros distintos a los que se la abordó hasta ahora? Revisar minuciosamente la historia de ese vínculo nos permitirá abandonar las fracasadas estrategias de alineamiento y seducción, en función de construir una alternativa latinoamericana y anti-imperialista, que permita que la lucha entre David y Goliat no sea tan despareja.
Leandro: valoro que has puesto en el tapete de la difusión pública la que, desde los ochenta podríamos llamar, escuela UBA de interpretación de las relaciones históricas con EEUU. Así que estoy de acuerdo en casi todo.
ResponderEliminarDonde me parece que te ponés un poco borroso es en la etapa de Alfonsín. Faltaría una mención de la negativa a colaborar con la represión en Centroamérica y la respuesta anti-protocolar a Reagan improvisada ante el inesperado reproche público.