Una buena continuidad para América latina
Según coinciden casi todos los analistas, los latinos votaron masivamente a Barack Obama.
El respaldo de los hispanos a Obama se explica,
recuperación económica y éxito relativo de la reforma de salud lanzada
por el presidente mediante, por su mayor sensibilidad en los temas de
inmigración frente a un Mitt Romney más afín al Tea Party. Pero el voto
latino y América latina en la agenda de Washington no son vinculantes en
la forma en que lo son, por ejemplo, el voto de la comunidad judía o
armenia y su compromiso con sus tierras de origen e historia.
Del récord de miles de millones de dólares gastados en
esta campaña por parte de los dos candidatos, pocos centavos se
dedicaron para incluir el sur del Río Bravo en los discursos. No se
trata de la irrelevancia de América latina para Estados Unidos. Los
candidatos tampoco se preocuparon en tomar posturas respecto de la Unión
Europea (UE); y, cuando hablaron de la política exterior, se expresaron
sobre el peso que progresivamente China tiene en el mundo, la situación
en Medio Oriente y el terrorismo.
Es que tanto la UE como América latina han encontrado
la forma de definir y construir sus respectivos proyectos sin verse, o
querer verse, condicionadas de una forma u otra por Estados Unidos; la
UE desde el fin de la Guerra Fría, y América latina -o quizá se debe
precisar, América del Sur- en esta última década.
No se sabe si a Obama le gustó Las venas abiertas de América l
atina, libro que le regaló Chávez en la primera cumbre del presidente
norteamericano con sus pares latinoamericanos en 2009; pero la región no
ha sido un tema en su primer mandato. Los aspectos que caracterizaban
la política de Washington siguieron su curso por inercia más que por
diseño.
Si el cambio de estas actitudes era lo que esperaban los sudamericanos del primer Obama, entonces la decepción es obvia.
Sin embargo, la otra forma de mirar a la actitud más
bien pasiva de Obama hacia América latina es rescatar la virtud de su
abstención en intervenir más enérgicamente en temas que en el pasado
envenenaron las relaciones entre el norte y el sur del Hemisferio
Occidental.
Descartando la negativamente confusa postura en el
golpe en Honduras, la administración de Obama, por ejemplo, no objetó el
proceso de paz en Colombia tan distinto del anterior Plan Colombia, que
terminó patrocinando y condicionando, y ni hablar del intento de George
W. Bush de instalar en la agenda latinoamericana la guerra contra el
terrorismo gracias a la predisposición de Álvaro Uribe...
Aún en el tema de las drogas, Obama no intentó abortar
el proceso de cambio a la política prohibicionista que los
latinoamericanos alientan aun cuando no podría públicamente estar de
acuerdo.
Estos escasos ejemplos no auguran aún una nueva era en
las relaciones entre Estados Unidos y América latina en el segundo
mandato de Obama. Pero dicen mucho acerca de la oportunidad que en este
segundo mandato de Obama se les continúa dando a los latinoamericanos de
seguir construyendo sus proyectos con sabiduría y asumir la total
responsabilidad tanto por su éxito como por su fracaso.
La continuidad de Obama en la Casa Blanca es buena para
América latina. Sería mejor, por supuesto, si el segundo Obama muestra
sensibilidad al mensaje del libro de Galeano que, probablemente, Romney
ni siquiera hubiera aceptado como regalo.
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