La defensa interamericana, en debate
La
conmemoración de la Guerra de las Malvinas, de la que se han cumplido
treinta años, debería tener por lo menos dos propósitos: por un lado,
propiciar un gran diálogo nacional tendiente a forjar un mejor
entendimiento (razones, motivaciones, efectos) de lo ocurrido y una
serie de ciertos acuerdos básicos (hacia el futuro) en torno al tema de
las islas; por el otro, repensar aspectos claves de la política exterior
del país y avanzar en el diseño de una estrategia internacional de
largo plazo.
En la intersección de ambos objetivos, hay un tema
interesante escasamente mencionado en los debates sobre las Malvinas:
¿qué hacer con el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR)
de 1947? Este instrumento -primer compromiso militar y multilateral de
Estados Unidos en el comienzo de la Guerra Fría- fue invocado en 1982
por la Argentina, pero no fue puesto en práctica. Para la fecha, su
descrédito era evidente: su uso efectivo, en tanto medio para enfrentar
las amenazas extracontinentales, se había centrado en Cuba durante 1962;
primero, para la exclusión de la isla del sistema interamericano, y
después, para la crisis de los misiles.
El anticomunismo, más que el compromiso conjunto y la
defensa colectiva, era la razón de ser del TIAR. La inutilidad del
tratado se hizo patente en el caso de las Malvinas. Su deterioro y
maleabilidad se hicieron más elocuentes en los años 80. Washington no lo
utilizó cuando invadió Granada en 1983, cuando auspició la guerra de
baja intensidad en América Central, cuando lanzó la operación militar
antinarcóticos Blast Furnace en Bolivia en 1986 y cuando invadió Panamá
en 1989. En los años 90, y con el auge inicial de las intervenciones
humanitarias (por ejemplo, Haití, en 1994), ni siquiera se esbozó el
recurso al TIAR a pesar de la laxitud implícita en su artículo 6, que
llama a adoptar medidas colectivas ante "una agresión que no sea ataque
armado".
Sin embargo, en 2001 el tratado conoció un breve
renacimiento simbólico: con la iniciativa de Brasil, que recurrió al
artículo 3 ("un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un
Estado Americano será considerado como un ataque contra todos los
Estados Americanos") del tratado, el continente cerró filas junto a
Estados Unidos después de los atentados del 11 de Septiembre. Sin
embargo, el ataque a Irak por parte de Estados Unidos y una "coalición
de voluntarios" (de la que hicieron parte países miembros del TIAR)
mostró -otra vez- que el comportamiento de free-rider seguía vigente en
la región cuando de usar la fuerza se trata.
Durante la última década, el TIAR, y el conjunto de
instancias vinculadas a la defensa y la seguridad en el marco de la
Organización de Estados Americanos (OEA), tales como la Junta
Interamericana de Defensa (JID), el Colegio Interamericano de Defensa
(CID) y el Consejo de Seguridad Hemisférica (CSH), se han preservado
intactas. En consecuencia, ha prevalecido un statu quo de bajo perfil:
episódicamente, hay anuncios orientados a sugerir la necesidad de
ciertas modificaciones, pero, en los hechos, nada se reestructura. Los
incentivos al cambio de burocracias arraigadas, convencionales e
ideológicas son bajos. Asimismo, Washington no tramita en esos ámbitos
sus decisiones estratégicas respecto a la región. Por ejemplo, no siguió
los canales institucionales colectivos ni civiles bilaterales para
informar a América latina que restablecía la IV Flota.
En ese contexto, hay dos alternativas para generar
alguna transformación. Una opción es la revisión del TIAR. Esta opción
reformista es deseable, pero ni los antecedentes ni la coyuntura son
demasiado auspiciosos. En 1975 se redactó un Protocolo de Reformas, pero
nunca entró en vigor, pues sólo ocho de los 21 firmantes lo
ratificaron. La diversidad actual de realidades en materia de defensa en
el continente es tal que procurar una convergencia para readecuar el
TIAR es intrincado: seguramente los países centroamericanos y caribeños,
angustiados por el fenómeno de las drogas y muy condicionados por
Estados Unidos, no se sumarían a un esfuerzo reformista; algunos de los
países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América
(ALBA) prefieren abandonar el TIAR antes que reformarlo, y posiblemente
los países del Cono Sur propongan cambios muy moderados y graduales que
no despiertan mucho entusiasmo en la región.
Otra opción es retirarse del TIAR. Lo intentó Perú en
1990 y un año después regresó. Ya lo hizo México (bajo la presidencia de
Vicente Fox) el 6 de septiembre de 2002 y no pagó, de cara a
Washington, un precio alto. Acaban de anunciar -en la última reunión de
la Organización de Estados Unidos en Cochabamba- cuatro países del ALBA
(Nicaragua, Venezuela, Ecuador y Bolivia) que harán, en breve, lo
propio. Washington consideró "desafortunada" la decisión y habrá que ver
qué acciones emprende. Hay aquí un problema de acción colectiva: la
eventual molestia o represalia de Washington se reducirá sólo si dos o
más países de tamaño grande y medio se deciden a dejar el TIAR.
La Argentina podría desplegar una política más activa
hacia el TIAR. Su posición a favor de un reformismo pragmático
-razonable pero profundo y efectivo- debería quedar clara. Sin embargo,
también podría contemplar el retiro, junto con países como Brasil, Chile
y Perú, si fuera posible alcanzar un consenso fuerte entre, por lo
menos, esos países.
En todo caso, eludir la discusión en torno al TIAR es
poco práctico; lo que es imperativo es hacerle entender a Estados Unidos
que el sistema de defensa interamericano es cada día más obsoleto y
disfuncional para nosotros y para ellos. Ya era inadecuado al momento de
Malvinas; hoy es aún más anacrónico. En ese sentido, y a treinta años
de una guerra que no debió lanzarse pero aconteció, poner el TIAR a
debate es válido, oportuno y necesario.
yo no estoy deacuerdo con EE.UU xq nos devieron defender cuando perdiamos la gerra de INGLATERRA
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